Esta semana, un presidente de derecha anunció su apoyo al matrimonio igualitario. Lo que hace algunos años hubiera sido impensable, hoy es inevitable.

Lejos de desatar una batalla cultural sobre los valores de la familia, como pretendieron algunos fundamentalistas, el anuncio encontró escasa oposición. Las críticas se centraron en la forma. El presidente de la UDI aclaró que “el error no es el proyecto de matrimonio igualitario, es la falta de empatía y de coordinación política”, y reconoció que el tema “genera divisiones” en su partido. Al menos 20 diputados oficialistas ya se han pronunciado a favor, consolidando una mayoría transversal que refleja el amplio respaldo ciudadano en todas las encuestas.

Es que este no tiene por qué ser un asunto de izquierdas contra derechas. La primera vez que el matrimonio igualitario fue propuesto en la portada de un medio tradicional fue en 1989, cuando Andrew Sullivan, un entusiasta partidario de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, escribió “un argumento conservador por el matrimonio gay”, en The New Republic.

Sullivan argumentaba que el matrimonio entrega “aprobación social y ventajas legales, a cambio de un compromiso profundo con otro ser humano”. Así, extender ese contrato a las parejas gay permitiría “fomentar la cohesión social, la seguridad emocional y la prudencia económica”.

Son argumentos de sentido común que calan hondo en Chile. En las últimas décadas, en nuestro país creció la presión por entregar a todas las personas igual dignidad, derechos y libertad, eliminando discriminaciones arbitrarias. Esto es habitual en sociedades que se modernizan, como la chilena. Lo llamativo es que suelen ser las élites, más ilustradas y más cosmopolitas que el resto de la sociedad, las que empujan esos cambios. En nuestro país fue al revés. Mientras la sociedad civil pedía ampliar las libertades individuales, un sector de la dirigencia política y empresarial, empapada de fundamentalismo religioso, hacía de dique de contención.

Así ocurrió con la igualdad de derechos para todos los niños, la ley de divorcio, el fin de la censura y el aborto en tres causales. Una amplia mayoría ciudadana respaldaba esas reformas, contra una minoría agazapada en su poder de veto. Hasta que la marea fue incontenible, el dique se rompió, y Chile pudo avanzar.

Con el matrimonio igualitario pasó lo mismo. La sociedad ya normalizó las parejas del mismo sexo. Sólo falta que la ley se ponga al día.

La jerarquía de la Iglesia Católica respondió que “los que seguimos a Jesucristo como Salvador y Señor y nos guiamos por su enseñanza, sostenemos la certeza de que el matrimonio establecido y querido por Dios es solo entre un varón y una mujer”. La declaración pasó casi desapercibida. Gran parte de su feligresía contesta: “no se oye, Padre”. Es que recurrir a Dios sólo revela que en un Estado laico no hay argumentos racionales de peso para discriminar a las parejas según su orientación sexual.

Algunos sostienen que “el matrimonio es entre un hombre y una mujer”, lo que es una constatación, no un argumento para mantener esa discriminación, que ya fue abolida en prácticamente todos los países democráticos y desarrollados que miramos como ejemplos a seguir.

Otros dicen que “el matrimonio siempre ha sido entre hombre y mujer”. Eso es inexacto: hay múltiples evidencias de uniones entre personas del mismo sexo en la Europa precristiana, la antigua China, los bucaneros (el “matelotage”) y otras sociedades. Y si es por mantener tradiciones de larga data, ¿tendríamos que haber seguido prohibiendo los matrimonios entre personas de distinta raza o diferente religión? ¿O permitiendo que hombres adultos se casen con niñas?

Otros afirman tener “la firme convicción” de que el matrimonio debe reservarse a heterosexuales. Pero tener una convicción no permite coartar los derechos de otros. Dicho en simple: si tiene esa “firme convicción”, entonces no se case con una persona del mismo sexo.

Se afirma también que la heterosexualidad es “la naturaleza de la institución”, como si el casamiento fuera parte de la Naturaleza, y no una construcción humana, dependiente de la cultura en que funciona. O incluso, que matrimonio viene de “madre”. Imaginen que todo nuestro vocabulario estuviera fosilizado en su etimología. “Villano” aún sería el habitante de una villa. Y “álgido”, algo que hiela. La misma palabra “mujer” se usaba como un insulto: era la forma en que “se llama por desprecio a un hombre afeminado, sin fuerza, sin valor”, según diccionarios del siglo 18.

Se dice, finalmente, que el fin del matrimonio es procrear. Siendo consecuentes, eso obligaría a prohibir el casamiento de adultos mayores o de parejas infértiles. Absurdo. Las culturas cambian, y el lenguaje y las instituciones cambian junto a ellas.

Los conservadores, que valoran especialmente la formación de lazos familiares y la crianza de niños dentro de hogares legalmente constituidos, deberían estar de fiesta. El matrimonio igualitario, al que deberían sumarse los derechos filiales y la adopción, permitirá que más niños puedan criarse en familias estables, con derecho a tener la protección legal de sus dos padres o madres, no sólo de uno de ellos. También permitirá que los niños sean entregados en adopción a los hogares más idóneos, sin que el legislador elimine, por simple prejuicio, a algunos de ellos.

“Si estos argumentos suenan conservadores, no es por accidente”, decía Sullivan en 1989. “El matrimonio gay no es un paso radical. Es práctico. Es humano. Es conservador en el mejor sentido de la palabra”.

Los valores de la familia, la paternidad responsable y la protección de la niñez ganan espacio cuando se abren a toda la sociedad. Es un avance que todos -de izquierda o derecha, conservadores o liberales, religiosos o no, gays o heterosexuales- deberíamos celebrar por igual.