Por la terraza de mi departamento, en calle Merced frente al Parque Forestal, veo pasar a una decena de ciclistas. Al frente, otros descansan en el pasto, tomando latas de cerveza y con mascarillas en el cuello. Tres jóvenes caminan por la vereda, con banderas que dicen “Apruebo”. Son las 17 horas del viernes 25 de septiembre y, como viene sucediendo desde el 21 de agosto -la semana en que la comuna de Santiago pasó a Fase 2 y concluyó la cuarentena más larga del país-, las protestas han vuelto en la llamada “Zona 0” de las manifestaciones, a tres semanas de que se cumpla un año del estallido social. Minutos más tarde iré, conversaré con algunos para esta crónica y terminaré mojado por un carro lanzaguas.

El déjà vu de los últimos seis viernes tiene ahora menos manifestantes -alrededor de 200 cada semana, la mitad en bicicletas, en su mayoría veinteañeros-, pero inequívocamente terminan debajo de mi edificio, cuando Merced se divide con Monjitas, donde aparecen luego de ser dispersados desde Plaza Baquedano.

El grito de “Paco perkin” a las 20:30 horas se escucha como única consigna, junto a silbidos. Un repartidor de delivery se detiene y, junto a dos manifestantes, rompe una parte de la vereda, para tener pedazos de cemento que lanzar a carabineros cuando lleguen hasta acá. Otro, afanosamente, trae mallas de contención que hay en el parque y logra armar una barricada y prenderle fuego al medio de la calle, mientras automovilistas la sortean tocando la bocina. Miro hacia abajo y veo que varios vecinos observan la escena desde sus balcones. No soy el único.

Bajo y les hablo a dos ciclistas que están a la espera de que llegue Carabineros para enfrentarlos. Cuentan que están enojados, porque “el pueblo no está en la calle como debiera, protestando”. Les digo que hay una pandemia. Se miran y se ríen. Alguien grita: “¡Cabros, ahí vienen!”. Alcanzo a entrar a mi edificio y sigo mirando desde mi terraza. El carro lanzaguas moja a algunos, vuelan los piedrazos hacia la policía y un manifestante se pone detrás de un furgón policial y alcanza a rayar “ACAB”, mientras otros lo aplauden. Esto se prolongará por 20 minutos, hasta que Carabineros se retire y, después de un rato, también los ciclistas.

Miro que el repartidor de delivery se devuelve. Se saca su mochila, de esas grandes que ocupan, y comienza a echar piedras en ella. Se sube a su bicicleta y pedalea hacia Baquedano, hasta que dejo de divisarlo.

Golpe al comercio

Les Assassins es el restaurante más antiguo del barrio, con 55 años en mismo lugar, en Merced con Lastarria. Lleva siete meses cerrado, pero reabrirá mañana, cuando la comuna pase a la Fase 3 y él pueda instalar cuatro mesas en la terraza. Su dueño, Juan Carlos Cheyre (77), me dice que “mi restaurante era un campo de batalla, me ha afectado terriblemente, imagínate la depresión para mí y mis empleados”. Tuvo que despedir a tres y, tal como a otros locatarios del barrio, le bajaron el precio del arriendo durante estos meses. El lunes abrirá solo con su hijo y su nuera, con cierto temor a los viernes: “Se tendrá que cabrear esta gente, lo único que queremos es que se acaben las protestas y poder trabajar”.

El dueño de Les Assassins sigue desahogándose: “Se acabó el turismo mientras no haya tranquilidad y pinten las fachadas de todo el barrio, porque ahora parece barrio de cubanos: lleno de rayados”. Intenta mirar lo que viene con entusiasmo: “Ahora hay muchos restaurantes a la venta, hasta yo pensé vender el mío (el derecho a llave), pero no pude. Es que es como vender en Kosovo… Pero esto va a repuntar con fuerza”.

Uno de los puntales del barrio era el sector gastronómico y los restaurantes cerrados le han dado a la zona un aire de pueblo fantasma. Camino por Lastarria y solo un 10% de los locales está abierto. Antes transitaban más de 100 personas -entre turistas y oficinistas-, pero hoy, con suerte, una decena. El Liguria de Lastarria cumplirá un año cerrado y ahora, en su puerta, está la carpa de una persona en situación de calle.

La semana pasada el dueño de Ópera-Catedral, que llevaba 15 años en el barrio, vendió sus locales Catedral, Marilyn y Café del Ópera a la familia Aravena, propietaria del Teatro Caupolicán y Espacio Broadway. Sebastián Aravena me explica que el proyecto incluye remodelar la terraza, donde incorporarán un ascensor para que la gente llegue directamente desde la calle. Tardarán seis meses en hacerlo. El nuevo local se llamará Red Pub y venderá hamburguesas, pizzas, ensaladas y papas fritas, además de coctelería, shops y pitcher. “Se nos ocurrió hacer un Museo del Pisco donde estaba el café. Sería un proyecto bonito, pero si siguen los malandrines con el supuestamente estallido social 2 en octubre, no vamos a resistir”. Desde este lunes abrirán en la terraza, con 48 mesas. La idea, dice, es que pospandemia alberguen a 500 personas en el lugar.

Aravena no habla de inversión, pero los costos en esta zona han variado. “Los arriendos han bajado entre un 10 y un 20 por ciento”, cifra la agente inmobiliaria de H y C Asociados, Soledad Agurto, quien maneja varias propiedades en el barrio. “Hay demasiada oferta y poca demanda”, sintetiza. Las ventas de propiedades, añade, “están entre un 5% y un 8% menos de su valor que hace un año. Muchos visionarios están comprando”.

Los juegos del hambre

Luego de casi un año de protestas y pandemia, la idea de cambiarme de departamento ha rondado por mi cabeza. Más aún cuando las manifestaciones han vuelto. “Me parecen irresponsables, por el tema sanitario”, me dice Fernanda Pérez (24), educadora de párvulos y que vive desde hace cinco años donde parte calle Merced, a metros de Baquedano. “Me movilicé harto con las manifestaciones, pero en este contexto me parece mal, no se puede mantener la distancia en una protesta. La de los viernes era masiva, ahora no van a serlo, por la pandemia. Si no va a ser convocante, ¿para qué exponerse?”, explica.

Recordando el estallido, asegura, nunca tuvo problemas con los manifestantes, pero sí con carabineros: “Estacionaban afuera de mi edificio y entrar era imposible, como Los juegos del hambre: si no me llegaba un perdigón, era un camotazo. Fue estresante ver a gente desmayada en Plaza Dignidad, presenciar violaciones a los derechos humanos”. Fernanda Pérez cuenta que con el estallido hizo contacto con vecinos -varios adultos mayores-, con los que realiza videollamadas los sábados para saber si necesitan algo.

Hablando con ella por teléfono, siento como si estuviera en una de esas terapias grupales donde todos hemos pasado por la misma situación. Compartimos la preocupación por los gritos en el último mes, tipo 1 de la madrugada, de una persona en situación de calle pidiendo plata para comer.

Le pregunto al alcalde de Santiago, Felipe Alessandri, por el aumento de carpas en las veredas de Merced. Me dice que el Ministerio de Desarrollo Social hizo un protocolo, por la pandemia, donde pide a la policía respetar el lugar donde pernocten, impidiendo sacar carpas. Cuenta que habilitaron una casa que era okupa, en calle Villavicencio, donde puedan dormir, comer y tener atención sicológica. “Pero no quieren ir, prefieren seguir en la calle”, asegura. El protocolo que impide sacar carpas, eso sí, se revertirá a partir de mañana.

El alcalde confirma que esperan a que pase el aniversario del estallido para pintar fachadas: “El 18 de octubre que viene se va a recordar, pero la gente tiende a confundirse con las demandas, pero todos repudiamos la violencia. Estamos esperando a que pase ese día para pintar. En 2018 una revista inglesa dijo que era el barrio más cool del mundo, debemos buscar que eso vuelva”. Y cuenta que se han invertido 3 mil millones de pesos en arreglos.

Vuelvo a la terapia de hablar con vecinos que no conozco, pero que compartimos vivencias. Coni Olivo (30) reside desde que nació en un edificio que mira a la real Plaza Italia: “Desde octubre fue apoyando a la causa. Luego, era mucha resistencia de ambos lados, no se podía salir, muchas veces tuve que correr para entrar o salir de mi edificio”. Al teléfono, dice que la pandemia no le ha venido mal: “Nunca se había escuchado Plaza Italia así de tranquila. Ha sido un alivio (…) Es nuestro barrio y que esté tan feo, las fachadas rayadas, el parque sin pasto”.

Hasta marzo, calle Ramón Corvalán Melgarejo era de batalla entre la “primera línea” y Fuerzas Especiales. Justo ahí vive Tomás Reitze. “La cuarentena récord no ha significado para mí tanto estrés como el día a día que me tocó vivir luego del estallido”, me escribe. “Gases lacrimógenos se sentían todos los días dentro de mi departamento; a veces me dejaba puestas la máscara y las antiparras en casa, pues al ser sordo, mis ojos se vuelven vitales. Cada vez que me ponía audífonos, fui acostumbrándome a los sonidos típicos de una peli de guerra a máximo volumen”, recuerda.

Libros gratis

Viernes 25 de septiembre, 17 horas. Salgo de mi edificio, camino por una vacía Lastarria y llego a la Alameda. Desde ahí, subo hacia Plaza Baquedano. A un costado del GAM hay un paño en el suelo, una decena de libros y un cartel que dice: “Libros gratis, si vas a marchar, llévate un libro. Biblioteca Dignidad”. Está una edición a maltraer de “Harry Potter y la Piedra Filosofal” y otro que se titula “Guía de gatitos”. Sigo subiendo, los rayados son diversos en las murallas: “Antifascistas”, “La industria de la carne nos está matando” y “Yo no voto, me organizo”.

El Hotel Crowne Plaza sigue cerrado, con maderas amarillas de unos 20 metros de alto para impedir el paso. El Cine Alameda mantiene portones de madera luego de que se quemara. Una sucursal de BancoEstado está con rejas. Vuelvo a sentir como si en el barrio hubiese caído una bomba.

A pasos de Baquedano, los locales lucen abandonados, pero las veredas fueron repavimentadas y al llegar a la plaza, unas 100 personas se agrupan a la entrada del Teatro Universidad de Chile. La mitad son Técnicos en Enfermería en Nivel Superior (TENS). Una de ellas me cuenta que piden ingresar al Código Sanitario y se les reconozca como profesionales de la salud. “Nos sacamos la cresta, se necesitan menos aplausos y más cosas concretas”, resume.

Por un megáfono, Carabineros pide que los manifestantes se retiren, parte de la nueva normativa que rige para la policía: algunos buscan acercarse a la estatua de Baquedano. En una calzada de la Alameda, dos manifestantes prenden fuego a un montón de basura y arman una barricada. Un carro lanzaguas avanza y todos corren. Mientras hago anotaciones para esta crónica, no alcanzo a esquivar un chorro de agua que me llega y moja de la cintura para abajo. Algunos deciden seguir ahí, yo me devuelvo por calle Coronel Bueras, que luce rayada, al igual que mi edificio.

Una hora después, una mujer mayor con una cacerola y una bandera mapuche se apoyará en un vehículo de la fuerza pública y será detenida. Los manifestantes correrán hacia el Forestal y volverá el déjà vu de un viernes más con las protestas abajo de donde vivo, con el sonido de las sirenas policiales y una barricada con fuego que tardará más de media hora en extinguirse.