En octubre de 2015, Ingrid Engels llevó a sus cuatro hijos al chequeo anual con la pediatra. La única anomalía que encontraron fue una pequeña hinchazón en Matilde (9), la segunda de los hermanos Vera. Para descartar cualquier problema, le recetaron hacerse un hemograma, que mostró una deficiencia importante de plaquetas en el cuerpo de la niña. Rápidamente se trasladaron a la clínica, donde le hicieron una transfusión de sangre. La primera de muchas.
Al día siguiente, los Vera Engels volvieron a su casa. Matilde seguía jugando básquetbol y yendo al colegio, como si su cuerpo estuviera sano. En eso estaba cuando su padre, Rolando Vera, se enteró de que debían regresar a la clínica. Había nuevos resultados de exámenes y estaba claro que esto era más que una hinchazón. La siguiente visita al doctor se extendió durante tres semanas y requirió de una serie de muestras para descubrir qué era lo que tenía la niña.
Matilde Vera estaba en una pieza aislada con su mamá. A la menor le habían bajado los glóbulos blancos, por lo que casi no tenía defensas y no podía exponerse a ningún tipo de infección. Los recuerda como largos días de plasticinas y pinchazos, tantos pinchazos que los empezó a contar. Tres semanas más tarde, los médicos levantaron un diagnóstico: tenía aplasia medular. Nunca habían escuchado ese término, pero era una enfermedad letal.
La aplasia medular es una enfermedad de origen desconocido, donde la persona deja de producir células sanguíneas. Entonces carecen de glóbulos rojos, que transportan oxígeno; glóbulos blancos, que defienden de infecciones, y plaquetas, que hacen que la sangre coagule. En general, los pacientes con esta enfermedad fallecen de una infección o de una hemorragia. “Quedamos en blanco”, recuerda la mamá. Para Matilde Vera la única posibilidad de sobrevivir era encontrar un donante de células madre sanguíneas compatible, lo que se conoce como un gemelo genético.
Para esto, dos personas tienen que tener una parte de su ADN exactamente igual al de la otra. Ese conjunto de genes se llaman antígenos leucocitarios humanos (HLA) y es la clave de compatibilidad para ese trasplante. Puede estar determinado por carga familiar o por azar, y una persona puede tener cero o mil gemelos genéticos. Las probabilidades no son exactas. Depende de las familias, etnias y comportamientos biológicos.
Matilde tenía miedo. “Solo pensaba que me iba a morir, porque no sabía lo que iba a pasar. Pero de salud aún me sentía bien”, cuenta la niña. En busca del trasplante fue derivada al Hospital Clínico UC.
En el octavo piso de este edificio se encuentra la unidad de Oncología Pediátrica. Cuando entraron, Ingrid y Rolando cayeron en cuenta de la gravedad del asunto. Conocieron un mundo donde los niños eran calvos, usaban mascarillas y jugaban entre ellos, mientras por un catéter les pasaba una transfusión de sangre. Cuando reviven el momento, aún se les aprieta el estómago, dicen, sobre todo porque Matilde terminó siendo una de ellos.
A mediados de noviembre comenzó la búsqueda de un gemelo genético a cargo del doctor Francisco Barriga. Primero se busca en la familia, porque los hermanos tienen la posibilidad de ser idénticos. Con cada hermano esa posibilidad es de un 25%. Matilde tenía tres, pero ninguno era compatible.
El siguiente paso era revisar en la base de datos mundial de donantes voluntarios no emparentados. En Chile, la fundación DKMS es quien se encarga de hacer estos enlaces. En nuestro país existen 78 mil potenciales donantes inscritos en DKMS y se han facilitado 67 donaciones. En el mundo, la base de datos contempla más de 10 millones de personas. En el caso de Matilde Vera había cuatro posibles donantes anónimos esparcidos por el mundo. Ahora tenían que contactarlos, corroborar la compatibilidad, chequear su salud y, sobre todo, su voluntad. En el intertanto, Matilde Vera empezó a sentir la enfermedad en su cuerpo. “Era cosa de tiempo”, dice el doctor Barriga.
Una día, la niña amaneció con un ojo completamente rojo por un derrame ocular. Luego aparecieron los moretones, manchas rojas por todo el cuerpo, le sangraban las encías y le subía la fiebre. Todo por falta de células sanguíneas. Durante los próximos seis meses, la rutina incluyó transfusiones de sangre cada dos días, hemogramas cada mañana y noches en el hospital. “Había días malos y días buenos”, dice Matilde Vera. En un día bueno, con números positivos en el hemograma, podía llegar a irse a su casa a ver películas. En uno malo, podía vomitar sangre.
Pasaban las semanas y los donantes se iban descartando. No se sabe por qué, pero dos no estaban disponibles y el con mayor compatibilidad presentaba un problema de salud. Quedaba sólo una opción.
Matilde ya no hacía manualidades, el cansancio no se lo permitía. En la pieza, sus padres la acompañaban y hacían reír, pero en los pasillos se desahogaban. “Estábamos destruidos por dentro, no nos imaginamos a dónde íbamos a llegar con esto”, dice Rolando Vera. Seguían pasando los meses y no había donante. Ingrid recuerda la espera: “Veíamos a niñitos que tenían lo mismo que la Mati y que se morían buscando donantes”.
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Hazel Ríos tiene 40 años y vive en la ciudad de Fullerton, en el estado de California, en Estados Unidos. Es la hija mediana de cinco hermanos y sus padres son mexicanos. Actualmente está casada y tiene tres hijos. Ríos es policía desde el 2001, está a cargo de patrullar la zona y cuando no trabaja, le gusta hacer deporte.
En mayo de 2011, Ríos corrió medio maratón en la ciudad de Irvine. El evento era en beneficio de la Fundación de Investigación del Cáncer Pediátrico. La había corrido en otra oportunidad, pero esta vez era distinto: estaban su hija y su marido esperándola en la meta. Después de los 21 kilómetros, dieron vueltas por el lugar y se toparon con un puesto de la fundación Be The Match.
Una voluntaria de la organización les preguntó si querían unirse a la base de datos mundial de donantes voluntarios de células madres. Ella no sabía lo que era. Les explicaron que tenían que sacarse muestras de mucosa oral, frotando un hisopo al interior de sus mejillas. Eso se enviaría a un laboratorio que los registraría como donantes y, en el caso de que una persona con su misma composición genética necesitara un trasplante, los contactarían. Los tres accedieron.
Pasaron cinco años hasta que un día, cuando Ríos cubría un turno de patrulla como policía, recibió una llamada desconocida que decidió ignorar. Quedó un mensaje en su buzón de voz que le decía que, por favor, los contactara, que alguien necesitaba su donación. Ríos pensó que era falso y lo borró. Había olvidado por completo que alguna vez se había inscrito como donante voluntaria.
Mientras Hazel no contestaba, en Chile Matilde Vera empeoraba. En Estados Unidos, la fundación insistió con las llamadas, hasta que la norteamericana entendió que era en serio. Llamó apurada para ofrecerse, “soy yo, estoy sana y quiero donar”, les dijo.
Luego de confirmar la seguridad de su decisión, le informaron que quien recibiría su donación sería una niña de nueve años en Sudamérica. Y que eso era todo lo que podían contarle. “¿Cambia en algo su opinión acerca de la donación ahora que, en primer lugar, sabe que es un niño y, en segundo lugar, sabe que probablemente nunca tendrá noticias de ellos?”, le preguntaron. “No. No necesito saber nada de ellos”, respondió. Era parte del trato que entre los gemelos genéticos no se pudieran contactar en al menos dos años.
En marzo, el doctor Barriga le informó a la familia que el cuarto donante había aceptado y pasado todas las pruebas. En abril, durante ocho días, Matilde se sometió a quimioterapia y radioterapia para prepararse para el trasplante. Fueron largas jornadas de vómito, fiebre y escalofríos, también se le cayó el pelo. Pero su médula ósea tenía que estar vacía para recibir la del donante.
El 16 de abril de 2016, Hazel Ríos llegó al hospital que le indicaron en San Diego. Se realizó exámenes para comprobar su salud y compatibilidad. A la mañana siguiente, entró a pabellón. Le hicieron múltiples punciones en los huesos de atrás de la cadera, para aspirar la sangre de la médula ósea, que es muy rica en células madre. Luego despertó de la anestesia, durmió una noche en el hospital y volvió a su casa. Sabía que su sangre iba volando a algún lugar de Sudamérica, pero nada más. “Ni siquiera me imaginé su cara. Es realmente extraño. Recibes una llamada, te haces el procedimiento y luego te vas a casa y eso es todo. Y es como si nada hubiera pasado. Pero en realidad estabas salvando la vida de un niño”, cuenta Ríos.
En Chile no lo creyeron hasta que lo vieron. La familia se reunió en la sala de espera, mientras los padres acompañaban a Matilde en la habitación. El doctor Barriga les fue informando paso por paso. Había aterrizado en suelo nacional. Luego, venía en camino al hospital. Ingrid Engels salió al pasillo y vio a un hombre que cargaba un bolso azul. Adentro estaba el cooler que traía la sangre para trasplantar a su hija.
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No fue fácil, pero las células madre de Hazel Ríos lograron asentarse en el cuerpo de Matilde Vera y comenzaron a producir sus propios glóbulos rojos, blancos y plaquetas. Ese 27 de julio la niña celebró sus 10 años y el regreso al colegio. Durante un año tuvo controles mensuales con el doctor Barriga, hasta que recuperó completamente su inmunidad. Le creció el pelo y volvió a jugar básquetbol, nunca más durmió en un hospital.
Pasó por quinto y sexto básico y, cuando celebró su segundo re-cumpleaños, que es el día en que se hizo el trasplante, envió la solicitud al hospital. Ya habían pasado dos años, así que podía contactar al donante anónimo que le había salvado la vida.
El requerimiento tenía que pasar por el hospital, luego por DKMS, luego por Be The Match hasta llegar al donante, quien decidiría si quería o no ponerse en contacto con la otra persona. Matilde esperaba que aceptara.
Pasaron los días, hasta que Ingrid Engels recibió un WhatsApp de su marido: “Me avisaron del hospital y se llama Hazel Ríos”. Engels le contó a su hija y, ansiosas, googlearon el nombre del donante para ver quién era. “Oficial de Fullerton dona médula ósea a niña de nueve años”, titulaba una noticia del 2016 en inglés. Era ella. Una policía norteamericana, de estatura mediana y pelo castaño, “lo volvería a hacer en un santiamén, definitivamente”, decía a la cámara en el medio local. Ingrid y Matilde no lo podían creer.
Pero dos años después, Hazel Ríos ya no pensaba en quién podría haber recibido su donación. Hasta que llegó ese mail en que aceptó que la contactaran. Estaba en la central de policía cuando recibió el segundo mensaje, lo imprimió y lo llevó a su casa, donde cuidaba a su sobrina. La niña, de la misma edad de Matilde, tomó el papel y comenzó a leer: “Hoy es 25 de febrero de 2018, estoy de vacaciones en el sur de Chile (...). Espero que algún día puedas venir, invitada por mí, obvio, para conocernos y darte un gran abrazo, y darte las gracias por tu gesto de amor de devolverme la vida”. La carta continuaba agradeciéndole por su donación, contándole que le gustaba pintar y hacer deporte, entre otras cosas. “Te quiero mucho, para siempre. Tu hermana, Matilde”, firmaba.
Esa fue la primera vez que Ríos supo dónde fue a parar su sangre. De ahí en adelante se empezaron a tratar de hermana con Matilde. Intercambiaron teléfonos y fotos, cada una contaba su historia de vida. Les intrigaba entender por qué compartían estructuras genéticas. Tal vez eran ascendencias previas. Tal vez era solo el azar.
A las dos les gusta correr. A las dos les fascina el arte. A las dos les da alergia la primavera. Y, aunque la ciencia demuestra lo contrario, los padres de Vera están seguros de que el parecido con Ríos no es casualidad. Incluso, dicen que desde que la trasplantaron, Matilde está más obsesionada con el deporte. Y eso también las conecta. Ambas, al menos una vez al día, salen a correr por sus ciudades. Matilde Vera sueña que algún día puedan hacerlo juntas.