De algún modo la conversación llegó al tema de la muerte. Estaban en La Cabaña, la fortaleza donde se realiza la Feria del Libro de La Habana. La periodista le preguntó en qué lugar le gustaría morir. Para congraciarse con ella, Hernán Rivera Letelier le dijo, con una sonrisa que quería ser galante: “Aquí, en La Habana”. Era febrero de 2018, y poco después, de regreso en Chile, el tema apareció en otra entrevista. “¿A qué edad le gustaría morir?”, le preguntaron. “Si mi viejo murió a los 69, ¿por qué yo debería vivir más?”, respondió. Un año más tarde, con 69 años cumplidos, el escritor volvía a La Habana, y cuando el avión aterrizaba comenzó a sentir un punzante dolor en el pecho.
-Me llevaron al hospital y me operaron de urgencia: era un infarto. Si me demoro un poco más, me muero, dijo el médico. Entonces me acordé de lo que había dicho, que iba a morir en La Habana, a los 69, y además era 28 de agosto, ¡el cumpleaños de mi viejo! Quedé súper impresionado y pensé: estoy escribiendo mi propia muerte.
Después de la operación, el escritor sufrió un segundo infarto y debió ser intervenido otra vez. Finalmente, Hernán Rivera estuvo casi un mes internado en La Habana.
En junio pasado, el autor nacido en Talca, criado y formado en la pampa salitrera, cumplió 71 años.
-Ya pasé, ahora quiero emular a Parra -dice desde Antofagasta a través de Zoom.
¿Le gustaría llegar a los 103?
Ni cagando, porque tengo párkinson. Me quedan pocos años más de andar solo y de no necesitar a nadie para hacer mis cosas.
Desde 2013, el autor de La reina Isabel cantaba rancheras vive con la enfermedad, y ya ha comenzado a enfrentar sus limitaciones. Habla más lento de lo habitual y empezó a experimentar algunas descoordinaciones y movimientos involuntarios.
Aun así, acaba de publicar El secuestro de la hermana Tegualda, la novela número 21 de su catálogo. En ella rescata la pareja formada por el investigador El Tira Gutiérrez y su asistente, protagonistas de tres novelas policiales. En esta ocasión, el relato gira en torno a la desaparición de la mujer y, si bien encierra un misterio, está más cerca de una historia de amor que de una novela negra.
Usted creció apegado al culto evangélico, ¿ese pasado le sirvió para dar forma a la hermana Tegualda?
De todas formas. Cuando se me ocurrió hacer novelas policiales, pensé hacer personajes que fueran distintos. Se me ocurrió el Tira Gutiérrez, un expampino sin pega, que aprendió a ser investigador por correspondencia. Y cuando pensé en su ayudante, se me ocurrió que fuera evangélica. Es un mundo que conozco personalmente y a fondo, se me hace fácil, los versículos bíblicos están en mi memoria, los himnos evangélicos me los sé casi todos. Tengo una hermana que sigue, y cuando no me acuerdo de algo, la llamo.
¿Mantiene algún vínculo con la religión?
Mi hermana cada vez que me llama me dice arrepiéntete pecador, pero yo ya me vacuné contra las religiones. Como digo, no creo en Dios, pero sé que Dios cree en mí. Cuando estaba en el hospital en Cuba, estuve muy mal. En el segundo infarto, estuve muerto como 11 segundos. Estaba de pie, solo en la habitación, eran las 7 de la mañana, ese día me daban de alta, y de repente siento un temblor y me sube un fuego de los pies hacia arriba, un fuego, y empiezo a caer, y pensaba esto debe ser un sueño, no puede ser real, y entonces se me apagó la tele. En esos instantes en que estuve más cerca de la muerte no apelé a Dios; descubrí que no le tenía miedo a la muerte, pero sí le tenía miedo a dejar sola a mi familia. Me daba rabia, pena, dejar a mis hijos, mi señora, a mis nietos.
¿Cambió su relación con la vida?
No mucho, no vi la luz al final del túnel, ni siquiera vi el túnel. Yo digo que le vi el culo al diablo.
Lo que sí cambió su perspectiva fue la enfermedad que progresivamente va extendiéndose por su cuerpo. “Avanza lentamente, yo me tomo las pastillas todos los días a la hora exacta, por eso aún puedo caminar, no tiemblo tanto, pero avanza”, dice.
¿Lo percibe en su cuerpo?
Claro, ya llevo ocho años con párkinson, estoy en la segunda etapa, en la cuarta ya estás frito.
Antes de llegar a ese punto, Rivera Letelier espera operarse, como lo hizo el poeta Raúl Zurita. “Es una operación que cuesta como 40 palos, él se la hizo en Italia, donde tiene nacionalidad. Yo voy a tener que cancelar los 40 palos. Es carísima, pero entre quedarse en silla de ruedas, prefiero hacerla, aunque es peligrosa. Te taladran el cráneo, es complicada la cosa; es como los mineros de Atacama, si se equivocaba la broca, cagaban los viejos, acá si el taladro se mueve un milímetro, cagué nomás”.
Usted lo cuenta con humor.
El humor me ha salvado de caer en depresión; el humor, la escritura y la música.
Según ha contado, Rivera era un consumado bailarín de twist y rock & roll, ganó varios concursos en la pampa y enamoró a su esposa con el baile.
¿Aún puede bailar?
He tratado de bailar, pero el párkinson te descoordina, me cuesta llevar los pasos. Con mi hija me pongo a bailar, pero se pierde la sincronización. A veces me graban, después lo veo y es para la risa.
¿Cómo lo ha afectado en su trabajo?
Me está afectando la memoria y me está afectando los dedos para escribir. Yo era el escritor más rápido del oeste, pero ahora ya no puedo, porque los dedos se mueven solos de repente y marcan cosas nada que ver.
Se ha vuelto más difícil.
Difícil, sí, pero así y todo le hago empeño; en la pandemia escribí más que la cresta. Terminé tres libros.
Las novelas que consagraron a Rivera y que le dieron proyección internacional a su obra, entre ellas Fatamorgana de amor, Santa María de las flores negras y El arte de la resurrección, componían grandes cuadros narrativos en torno al desierto, sus épicas y picarescas. Eran narraciones vigorosas, que bordeaban las 300 páginas. Su nueva novela, en cambio, con esfuerzo llega a las 100.
¿Esa brevedad tiene que ver con el párkinson?
Tiene que ver con la edad. Yo estaba preocupado porque mis últimas novelas me han salido todas cortas: El viejo que miraba el cielo, Epifanía en el desierto, El autodidacta... Vi un reportaje y descubrí que los escritores pasando los 70 empiezan a escribir más corto, como que se vuelven eyaculadores precoces. Ahí está el ejemplo del mismo García Márquez, está también el norteamericano que me gusta mucho y que se murió hace poco...
Philip Roth.
Roth. Tú ves sus últimas obras y son muy cortas. Ya la mente no logra abarcar tanto, y la memoria tampoco. Yo he tratado de hacer algo más largo, pero no me sale nomás, de repente llega el final y chao.
García Márquez terminó con demencia senil, sin reconocer a sus hijos. ¿Qué es lo que más teme usted?
Yo prefiero el párkinson; aunque también te trae la pérdida de memoria, no es tan fuerte como la demencia senil. Pero de todas formas es terrible, de pronto estoy escribiendo y se me olvidan las palabras. Pero encontré una técnica para hallarlas rápido: busco los antónimos y así llego.
Al final de su trayectoria, Philip Roth decidió dejar de publicar. ¿Se ha puesto en ese escenario?
Creo que Roth fue honesto, yo también estoy pensando lo mismo: no sé cuánto más pueda escribir, pero cuando ya me cueste mucho tendré que colgar los zapatos, hay que retirarse a tiempo.
¿Se imagina una vida sin escribir?
No, no puedo estar sin escribir, un día sin escribir es miserablemente perdido. Este año y medio de pandemia se me ha pasado muy rápido, porque me senté a escribir todo el día, todos los días. Sin escribir los días se me hacen larguísimos, insufribles.
Ahora, ya tiene “tres libros en el cajón para darles la última revisada. Son novelas cortas igual”, cuenta. En ellas vuelve al desierto, al paisaje de la pampa, y regresa a los 60, “mis años gloriosos”, como dice.
-Los 50-60 son mis años. Los 50 corresponden a mi infancia, hasta los 10 años, y los 60 son mi adolescencia. Pasé una adolescencia espectacular en la pampa. No teníamos nada, pero a los 17 años me fui a andar, me fui a la carretera. Ese fue el viaje iniciático, si no lo hubiera hecho, jamás habría escrito.
A esta altura, y después de lo que ha vivido, ¿se piensa más en la muerte?
Sí, yo pienso más en la muerte. Tampoco es que me proponga pensar en ella, pero aparece, está más presente. En uno de mis libros escribí lo que sentí cuando se murió mi madre: yo tenía nueve años y el sentimiento que tuve no lo podía expresar de niño, lo pude expresar ya de adulto, fue como si se hubiera caído un muro que me separaba de la muerte. Al morir ella se cayó ese muro y quedé solo y desvalido ante la muerte. Y eso es lo que se siente cuando uno está viejo. Están los que sienten miedo ante la muerte y están los que sienten rabia, como yo. Hay tantas cosas por hacer, libros que leer y escribir. Me daría rabia no poder seguir escuchando a la Mon Laferte; me convertí en fanático de ella, la escucho a todo volumen. En la casa me dicen estás enamorado de la Mon, estoy enamorado de su música, digo yo.
¿Tiene proyectos pendientes?
Claro, siempre espero escribir mi obra maestra.