Lo que pasó fue esto: Claudia Iturriaga, una profesora rural de 37 años, habitante de la localidad de Macaya, a 90 kilómetros de Pozo Almonte, en la Región de Tarapacá, quería cerrar el pueblo. No era por capricho, sino que por la urgencia sanitaria. Iturriaga no quería que el Covid-19 llegará allá donde sus 40 habitantes, mayoritariamente de tercera edad, tendrían muchas dificultades para combatir al virus a tres mil metros sobre el nivel del mar, en un lugar en el que, además, no hay agua potable ni internet y la luz sólo funciona tres horas al día. Entonces, la profesora se convirtió en una suerte de activista en el altiplano, confeccionando carteles, posteando sobre el tema en redes sociales y conversando sobre el asunto en medios locales. Claudia Iturriaga, sobre todo, quería postergar la llegada del virus. Y eso pudo conseguirlo, al menos por un tiempo. Pero detener el Covid tras un año de pandemia ya no fue posible.
Pasa que Macaya, además del atractivo turístico de sus termas, vive de la agricultura en las terrazas de sus quebradas y, en menor medida, de la pequeña ganadería que consigue sobrevivir ahí. Pero para vender todo eso hay que bajar hacia Pozo Almonte y ahí el virus sí logró entrar. Hubo cuatro casos y, tal vez por eso, lograron contenerlo.
Claudia Iturriaga quería aislar más a Macaya de Tarapacá para cuidarlo. Pero lo que pasó, finalmente, fue esto otro: que Tarapacá terminó recordando a Macaya gracias a ella y sus esfuerzos.
Ir a la punta del cerro
La vida de su padre fue la que la llevó al mundo de los pueblos chicos. Porque Claudia nació en Iquique, pero la carrera militar de Rodrigo Iturriaga terminó llevándola a lugares como Hualqui y sus interiores:
—Desde niña acompañaba a mi papá a una escuelita rural allá —cuenta ella—. Iba a dejar el bidón de gas todos los meses. Yo tenía 10 años. La escuela era una casita-escuela muy humilde de madera, pero con un patio grande donde jugar. Recuerdo que la profesora era como la mamá de los niños y jugaba con ellos en el patio. Se notaba que disfrutaba estar ahí, no como los otros adultos.
Lo que veía en esos viajes terminó cambiándola.
—Después yo me imaginaba tocando la campana y que mis alumnos llegaban a caballo o caminando por los campos cercanos.
En su casa hacía lo mismo con sus juguetes: los ordenaba en la pieza, como si fuesen sus alumnos. El deseo nunca bajó. Ni siquiera cuando María Antonieta Herrera, su madre, intentaba persuadirla de estudiar Derecho o Arquitectura en la universidad. De hecho, dice Iturriaga, varias veces su madre, mientras era alumna de Pedagogía en la Unap de Iquique, le pidió que se cambiara de carrera.
Su primer trabajo fue en Alto Hospicio, trabajando con niños vulnerables. Ahí, mientras estaba embarazada de su primer hijo, algo le pasó:
—Recibí un golpe en mi guatita de un alumno de otro curso que estaba fuera de sí. Ahí decidí que tenía que buscar otro lugar, era mucho el riesgo.
El llamado por la ruralidad y esa vida más pausada regresaron en 2007. Claudia Iturriaga se puso una meta: llegar a la Corporación Municipal de Desarrollo de Pozo Almonte (Cormudespa).
—Me dieron el dato del bus que pasaba a las 6 am por Iquique y subía con los profesores a Pozo. Yo quería trabajar ahí, así que me subía a la mala en el bus de los funcionarios. Me presentaba todos los lunes a las 8 am en la oficina del jefe de educación a esperar que hubiera algún profesor ausente y necesitaran a alguien para hacer ese reemplazo.
Iturriaga, dice, estuvo así todo un año. Cubriendo profesores por todas las escuelas dentro de la comuna de Pozo Almonte y sus antiguos terrenos salitreros. Recién en 2011 tuvo un puesto más estable. Ese año la nombraron jefa de UTP en la escuela de La Huayca, 35 km al sureste de Pozo Almonte. A fines de ese año también se casó en Iquique. También volvió a ser madre. Sus dos hijos aprendieron a caminar en La Huayca. Corrían en sus andadores, cuenta, mientras ella hacía reuniones de apoderados.
—Siempre he tenido el apoyo de mi familia para irme para cualquier lugar en los que he trabajado. Sin ningún cuestionamiento, porque saben que es lo que me gusta y lo que voy a hacer hasta que pueda hacerlo.
Esa fecha Iturriaga la conoce. Sabe que se acerca.
—Cuando mis hijos tengan que ir a la enseñanza media, hasta ahí va a llegar mi camino por las escuelitas rurales que están entre los cerros perdidos.
Luego de cinco años en La Huayca, la trasladaron a Mamiña, 71 km al este de Pozo Almonte. Un lugar, como ella dice, escondido entre los cerros y por el que nadie nunca pasaría a menos que quisiese ir hacia Bolivia. Estando allá, fue con su esposo a las termas de Macaya, 24 km al sur. Lo que recuerda es que fue un día bonito. Lo suficiente, al menos, como para que a fines de ese 2017 aceptara el cargo de encargada de la escuela de Macaya. Su esposo, un trabajador minero convertido en mueblista, no tuvo problemas en acompañarla.
Para alguien que no conoce esos mundos educativos, puede sonar como un salto hacia una posición más gerencial. Pero en lugares como Macaya, la encargada es la única funcionaria de la escuela. Entonces no sólo tiene que dirigirla, sino que también educar y resolver todos los problemas que puedan presentarse en esa comunidad. Y eso sin contar lo otro:
—No me importó que no hubiera luz ni agua, porque así es la ruralidad. Uno va con las condiciones que hay, porque lo que a uno la mueve son niños que están tan lejos y tan fuera de cualquier alcance.
La reemplazante
Al principio había dos alumnos en su escuela. El tercero fue el mayor de sus hijos. El cuarto llegó en 2019 y el quinto al año siguiente: ese último fue su hijo menor. En esa comunidad envejecida, Claudia Iturriaga y su esposo eran el matrimonio más joven del pueblo.
—Los jóvenes deciden irse porque no hay trabajo, porque no hay acceso a internet. Entonces, al final, los únicos que quedan son los abuelos. Y si no hay jóvenes, tampoco hay niños.
Con alumnos en segundo, quinto y sexto básico, la meta de Iturriaga es crear un séptimo y un octavo básico. Su sueño es que con ella, por primera vez, se celebre una licenciatura de básica en Macaya.
Aunque había otras cosas que resolver antes. La primera, ganarse a la comunidad. A personas como Margarita Donaire, por ejemplo: la técnico en enfermería de la posta rural de Macaya, nacida y criada ahí, pero, también, madre de un niño de 11 años que estudiaba en la escuela. Ella y varios vecinos apreciaban el trabajo realizado por el profesor anterior. Claudia Iturriaga tenía que venir a llenar ese espacio. Lo hizo desde el primer día, con el mismo discurso que la había motivaba a enseñar en lugares tan lejanos:
—La educación pública a veces se olvida de estos niños. Ellos también tienen derecho a una educación de calidad, a tener las herramientas para poder acceder a la enseñanza media. Mi proyección era que todos lograran ser profesionales universitarios.
Conseguirlo, con el peso de ser la única profesora, en la única sala de clases y con niños de distintos cursos, no era fácil.
—La forma en que trabajo es en base a las habilidades, no en el contenido. Por ejemplo, vamos a hacer comprensión lectora y comprensión lectora es una habilidad transversal para todos los cursos que veo al mismo momento, pero cada uno con el contenido específico que está trabajando el lenguaje. Pero la habilidad central para los tres cursos es comprensión lectora. En matemática no sé, resolución de problemas, cada uno con su complejidad de cada curso, pero la habilidad transversal para matemáticas es resolución de problemas.
Esa idea, Iturriaga la repite:
—El contenido se olvida, pero la habilidad siempre queda.
Todo eso se complejizó aún más con las clases remotas por la pandemia. Exprimieron las pocas oportunidades en que tenían mejor conectividad para contactarse con sus alumnos, subir videos al Facebook de la escuela y para acompañarlos, tanto en lo emocional como en lo académico, con material impreso.
—Compartir una fotografía o un video puede tardar horas. A veces hay que ir a la punta del cerro para tener mejor señal, pero se hace.
Entremedio, la profesora se convirtió en una activista por el cierre del pueblo, para mantenerlo sin Covid, y en la voz de Macaya para el resto de Tarapacá.
Joaquín Alburquenque es el profesor de educación física que sube una vez a la semana desde Iquique, a partir de mayo, que fue cuando las clases presenciales voluntarias regresaron. Su participación ayudó a que los niños vieran otras caras, pero también para otra cosa: que alguien externo fuese testigo de los esfuerzos de Claudia Iturriaga.
—Cuando se cerró la escuela, se cerró todo —explica Alburquenque—. Ella hizo útiles escolares con elementos reutilizables, porque nadie podía ir a dejar cosas para allá. Por ejemplo, para clases de deporte, hicimos pelotas con diario o con revistas, para trabajar desde la casa distintas actividades motrices y lanzamiento.
Cada mes, o a veces cada dos, Iturriaga también recibe la visita de una asistente social con la que trabaja temas de convivencia escolar.
Desde la Corporación Municipal de Desarrollo Social de Pozo Almonte señalan que son ellos quienes gestionan esto y que es parte de su política de entregar educación en zonas apartadas. Claudia Iturriaga es, de cierta forma, un rostro de eso. Lo hace, dice, esperando que en un futuro esos niños lleguen lejos. Mucho más lejos que ella.
Por ahora, eso es lo que Margarita Donaire ve en su hijo.
—Él quiere ser médico y yo siento que ahí la profesora Claudia le da las herramientas para cumplir sus sueños —cree la tens.
Joaquín Alburquenque va un poco más allá. Dice que en su trabajo personalizado, Iturriaga logra algo especial. Ver cómo aprende cada uno de sus alumnos y, así, entregarle el contenido de la manera en que le sea más fácil aprenderlo. Y que eso, que es una de las ventajas de la unidocencia, no ocurre demasiado seguido en Chile, sino que es más propio de la educación en otras partes.
—Pero con ella —confiesa Alburquenque— es como si esto fuese Finlandia. D