Libia: A 10 años de la muerte de Gaddafi
Después de más de seis años de una guerra civil que dividió al país en este y oeste, los libios se preparan para sus primeras elecciones generales desde 2014.
A inicios de 2011, la Primavera Árabe tocó las puertas de Trípoli. Al igual que en Túnez, Siria y Egipto, los libios salieron en masa a las calles para protestar contra el gobierno autoritario que Muammar Gaddafi llevaba 42 años liderando. A los días de empezar esta revuelta, aviones militares de las Fuerzas Armadas libias bombardearon a manifestantes que se congregaban en la capital, asesinando a 250 personas.
Ya en octubre de ese año, la dura represión a las manifestaciones había dado paso a una guerra civil, los rebeldes habían tomado la capital –intervención de la OTAN mediante–, y el dictador libio estaba escondido en una alcantarilla de Sirte. El 20 de octubre, Gaddafi fue capturado y linchado, y las imágenes de su cadáver fueron vistas por todo el mundo. Lejos de terminar con la violencia en el país, ese fue el punto de partida para un período de inestabilidad que perdura hasta estos días.
“El modo en que Gaddafi fue atrapado y asesinado infundió la idea de que estaba bien matar, de que estaba bien asaltar lugares como Tarhuna y Bani Walid. Fue una cultura en la que las milicias se empoderaron para golpear contra cualquiera que ellos pensaran que estaba con el régimen”, explicó a The Guardian la experta en MedioOriente del Crisis Group, Claudia Gazzini.
De ahí en adelante, los propósitos democráticos que parecían propulsar las protestas no llegaron a concretarse: tres años después, otra guerra civil entre los vencedores del 2011 fracturaría al país, dividiéndolo en el gobierno de Trípoli al oeste, con Fayez al-Sarraj a la cabeza, y el Parlamento de Tobruk, liderado por el excomandante de Gaddafi, Jalifa Haftar, al este. En conjunto con esta partición, la existencia de distintos grupos étnicos, sobre todo al sur del país, llevó a dividir la nación en distintas ciudades Estado, cada una con sus propias milicias.
Con sus 6,8 millones de habitantes, Libia es hoy el sexto país de África en cuanto a desarrollo humano según la ONU, y posee las mayores reservas de petróleo de todo el continente. A pesar de eso, la inestabilidad ha llevado a que los expertos lo consideren un Estado fallido. “El conflicto y los gobiernos divididos han llevado a una polarización cada vez mayor, y la vida cotidiana es cada vez más difícil. Los libios han tenido que soportar cortes de luz que se han vuelto regulares, largas filas para obtener combustible, productos que son cada vez más caros, y muchas veces, la imposibilidad para retirar el dinero de los bancos”, comenta a La Tercera Tim Eaton, investigador experto en Medio Oriente y Norte de África para el think tank Chatham House, y que ha seguido de cerca el desarrollo de la economía libia durante la guerra.
Hoy, Libia mira con esperanza lo que pueda suceder a fin de año. Después de más de seis años de una guerra civil que partió al país africano en este y oeste, con constantes asedios a la capital y fracturado por milicias que controlan distintas regiones, un alto al fuego declarado en 2020 y un primer ministro de transición permiten organizar las elecciones generales de diciembre próximo, las primeras desde 2014.
Entre Trípoli y Tobruk
El vacío de poder que emergió de la muerte de Gaddafi, que llevaba desde 1969 en el poder, no estaba en los planes de la OTAN a la hora de intervenir. Ya en 2012, la revista Foreign Affairs advertía sobre los riesgos que corría el país, en medio de la competición entre grupos armados: “El mayor desafío para Libia es evitar la partición, como pasó en Sudán, o peor, la ‘Somalización’, cuando el Estado no es capaz de controlar las milicias que imponen sus propias leyes en cada territorio”.
A la división del territorio se le ha sumado en los últimos años el apoyo directo de distintos países a los grupos armados. Los dos involucrados más directos han sido Emiratos Árabes Unidos y Turquía. Ambas potencias regionales se han comprometido de manera militar en la guerra, alentando los primeros al bando de Haftar y la segunda al Gobierno de Acuerdo Nacional en Trípoli.
Pero el gobierno deAl-Sarraj contó no solo con el apoyo de Turquía, sino también con el de Qatar e Italia, mientras que Haftar fue respaldado por Francia, Rusia, Arabia Saudita y Egipto.
En septiembre de 2019, cientos de mercenarios rusos fueron al frente de batalla a las afueras de Trípoli, colaborando en un asalto que nunca terminó de tomar la ciudad. Adicionalmente, más de 4.000 mercenarios sirios respaldados por Turquía llegaron a defender la capital libia, siendo la mayoría de ellos guerreros islamistas.
Eaton asegura que, aún cuando la ONU ha estado escoltando el proceso político en el país, no ha hecho mucho en estos últimos meses para asegurar que los acuerdos entre ambas partes se cumplan. “Otros actores internacionales están presentes en Libia, sobre todo Turquía y los grupos mercenarios como Wagner. Estos actores podrían tener un voto determinante a la hora de hacer o no emerger el conflicto, pero a fin de cuentas, queda en los grupos rivales libios el llegar a un acuerdo político”, dice.
Elecciones en diciembre
Esta guerra civil, a pesar de la creciente intervención internacional, tuvo un alto al fuego en octubre de 2020. En febrero de ese año, luego de conferencias en Berlín entre representantes de ambos bandos, se eligió un gobierno de transición liderado por el primer ministro Abdel-Hamid Dbeibah. Las negociaciones, lideradas por la ONU, llevaron a la elección de un Poder Ejecutivo temporal, que tiene por misión más importante la organización de las elecciones.
Sin embargo, un informe confidencial de la ONU dio cuenta de que Dbeibah habría comprado los votos de ciertos delegados, poniendo ya en duda la legitimidad del proceso puesto en marcha. El primer ministro, presionado por las muchas facciones que pelean en el país, creó un gabinete particularmente amplio: 30 ministros y secretarios de Estado, o sea, 30 cargos para repartir.
Por su parte, Imed al-Sayeh, el jefe de la comisión electoral de Libia, se mostró entusiasta esta semana respecto de la viabilidad de las elecciones. “Estamos entre un 80% y 90% listos”, comentó en una entrevista con France Presse. El país tendría elecciones presidenciales el 24 de diciembre, y retrasaría las parlamentarias a enero, contando ya con casi tres millones de ciudadanos registrados para votar.
Según Eaton, lo más probable es que los comicios lleguen a buen puerto, aun cuando no están totalmente acordados los parámetros para que estos ocurran. “En el nivel práctico, de todos modos, es difícil ver cómo estas elecciones podrían ser libres o justas, mientras líderes militares como Haftar o empresarios millonarios como el primer ministro Abdel-Hamid Dbeibah parecen listos para presentarse a éstas”, apunta. Otros posibles candidatos son el exministro de Interior Fathi Bashaga y Saif al-Islam Gaddafi, hijo del fallecido dictador libio.
El sucesor de Gaddafi
Una de las apariciones más relevantes en los últimos meses ha sido la de Saif al-Islam Gaddafi, que este año anunció a The New York Times su intención de volver a la política y participar como candidato en los comicios. Durante la revuelta de 2011, junto con Muammar Gaddafi murieron tres de sus 10 hijos, entre ellos Mutassim. En la última década del régimen, se había desarrollado una rivalidad latente entre Mutassim y Saif al-Islam, siendo el primero el preferido por su padre y el segundo el más moderado y abierto a cambios democráticos.
Saif al-Islam, de 49 años, pasó varios años en prisión hasta que fue liberado en 2017. Aun con una orden de detención de la Corte Penal Internacional, el hijo del dictador se pasó a las filas de Jalifa Haftar. “Los políticos libios no han traído más que miseria, ha llegado el momento de volver al pasado”, declaró en una reciente entrevista, apelando a la simpatía de los llamados “verdes”, los nostálgicos del régimen gaddafista, caracterizado por la sencilla bandera rectangular de esos tiempos.
Sin embargo, las víctimas y oponentes al régimen no olvidan que, a pesar de ser el “hijo progresista”, Saif al-Islam no dudó en apoyar a su padre y hermano Mutassim cuando se trató de reprimir con fuerza a los manifestantes de 2011. “Aun cuando hay una amplia cantidad de grupos que apoyarían un gobierno como el de su padre, estos grupos están lejos de estar unidos y muchos ya han llegado a tratos con otros contendientes por el poder”, concluye Eaton.
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