Carlos Peña, rector de la UDP:
“Lo que ha ocurrido con la cuestión constitucional parece probar que crisis en sentido profundo no existía”
Usted atribuyó el estallido a un conjunto de factores, entre ellos la modernización y las expectativas insatisfechas; las percepciones de desigualdad y la irrupción de una juventud anómica. ¿En qué medida ese diagnóstico sigue vigente?
Me parece que el diagnóstico, así como los factores que en él se detectan, siguen vigentes. La anomia juvenil es flagrante y constituye uno de los desafíos de la educación en Chile; hay también la paradoja del bienestar consistente en que el mayor acceso a ciertos bienes, como los certificados universitarios, provoca frustración al no encontrar en ellos los beneficios que proporcionaban cuando eran de minoría; la vivencia de la desigualdad se ha incrementado, algo que no es raro cuando ella disminuye como había ocurrido hasta el 2019; la política se ha desanclado de la estructura social (un fenómeno que los vaivenes electorales del último tiempo prueban), y las patologías de la modernización chilena en pensiones y salud siguen allí, sigue estando pendiente una mejor distribución del riesgo de eso que podemos llamar las pedradas y flechas del destino, la vejez y la enfermedad. ¿Ha cambiado algo? Por supuesto, y ello impedirá que los hechos de octubre se reiteren. En especial se ha abandonado la creencia divulgada por la izquierda redentora (cuya existencia es fruto de la misma modernización capitalista) y compartida irreflexivamente por tantos, que todo esto era sencillo de modificar y que se reducía a una cuestión moral de distribución.
Usted fue especialmente crítico con las élites intelectuales por solidarizarse con el movimiento. ¿Ha visto un cambio en ellas?
En octubre del 19 muchos intelectuales o partícipes en medios de comunicación, más que solidarizar con lo que ocurría, adquirieron un apresurado compromiso intelectual con ello al conferir a esos hechos un significado moral que hasta cierto punto justificaba las demasías: todo era producto, se dijo entonces, de que el globo de la injusticia se había hinchado a tal extremo que había acabado reventando. Hubo incluso quienes pensaron que esos hechos eran una suerte de epifanía que auguraba el fin definitivo de la modernización capitalista y sus instituciones. Pero esa actitud no era más que un fruto de lo que se ha llamado el opio de los intelectuales, de quienes gustan imaginar giros repentinos en la historia. Nada de eso, desde luego, ha ocurrido. Hoy día, me parece, existe una actitud más circunspecta y de sobriedad racional frente a esos hechos (o al menos de silencio de los entusiasmos que en su momento provocaron) y es poco probable que si volvieran a ocurrir -cosa que no creo- se tuviera la misma actitud de connivencia intelectual frente a ellos.
El país ha cambiado en estos cuatro años, ¿los factores de la crisis de octubre permanecen abiertos o fueron sustituidos por otros, como la seguridad y el orden?
El país no ha cambiado radicalmente, las bases de lo que se ha llamado el modelo siguen y a juzgar por lo que ha ocurrido, seguirán allí, y ninguno de los ímpetus transformadores, ni el bosquejo de reformas radicales que en su momento se proclamó, se ha llevado a cabo. Ello, en parte, es producto de la impericia, de un error de diagnóstico, del cambio en la correlación de fuerzas que han llevado al gobierno a ser de minoría, y desde luego, de las viejas pulsiones sociales que están a la base de la legitimidad del Estado y que, como era obvio, aparecerían con fuerza después de los hechos de octubre: la necesidad de producir orden y expulsar la violencia de las relaciones sociales. La más vieja lección de los clásicos es que suprimir el miedo al otro es lo que legitima al Estado, algo que la izquierda desgraciadamente olvida abriendo así paso a la derecha más autoritaria.
De cara al nuevo proceso constitucional, ¿qué perspectivas ve de salir de la crisis?
Bueno, no existía, no parece haber crisis, no al menos la que con rasgos epifánicos se vio en octubre. Lo que ha ocurrido con la cuestión constitucional que ha seguido su curso con regularidad burocrática, y desprovista de cualquier ánimo revolucionario, parece probar que una crisis en sentido profundo no existía, existían discrepancias y discordias más que una crisis o una ruptura. Había más bien un diagnóstico de crisis algo exagerado que una crisis en sentido técnico. Que el país haya seguido funcionando razonablemente, a pesar de todos los tropiezos y de todas las torpezas que (no vale la pena engañarse) han sido abundantes, prueba de que hay una cultura institucional subyacente que es más fuerte de lo que se pensaba. Y respecto de la cuestión constitucional, solo cabe esperar que se resuelva no porque en ella quepa cifrar muchas esperanzas (si una lección hay que sacar de este tiempo, es que hay que abandonar el fetichismo constitucional, la creencia de que las reglas constitucionales, como un dios secular, proveerán), sino porque resolver la discordia que le subyace es valioso en sí mismo para la democracia.
¿Qué conclusiones rescata de octubre de cara al futuro?
La más obvia de todas es que frente a los hechos sociales hay que tomar distancia antes que tomar partido y mantener la sobriedad intelectual. Después de todo, lo que ocurre en la vida social nunca es el fruto de la mera causalidad fáctica, de los simples hechos brutos o desnudos, sino que es el resultado de la actitud que adoptemos ante ellos. La interpretación de los hechos los configura, los conforma, y no solo los describe. Por eso es tan relevante mantener un diálogo racional en torno a estos problemas, evitar el profetismo de cátedra consistente en esgrimir el saber disciplinario para justificar opciones políticas, y no proveer pretextos morales para la violencia o, a pretexto de explicarla, acabar en los hechos justificándola. Y desde luego lo que ha ocurrido en estos años que han transcurrido, permite recordar por enésima vez que la capacidad de los más jóvenes para resolver los problemas, está muy por debajo de la agilidad que a veces tienen para detectarlos.
Manuel Canales, sociólogo, U. de Chile:
“Lo que debe concentrarnos es la agenda de los derechos económico-sociales”
“Octubre es la rebelión de los defraudados”, afirmó en 2020. Y usó el título de la canción de Los Prisioneros, El baile de los que sobran, como imagen. ¿Sigue vigente ese análisis?
Estimo que esa sigue siendo una forma de nombrar la cuestión social chilena actual, en su aspecto si cabe más acuciante. Una joven o un joven dedica un esfuerzo mayor, y con el aliento y la esperanza familiar, a la promoción a través de estudios profesionales, y luego se encuentra con el muro que lo excluye de esas plazas y finalmente lo obliga a trabajos no calificados, mal queridos a veces, y mal pagados casi siempre. A cuatro años del estallido, quién sabe qué decirles a los jóvenes de un cuarto medio común y corriente de Chile. ¿Cuál es el próximo buen paso para ellos? ¿Quién calla a Jorge González? El baile sigue... No es que no haya buenas oportunidades para todos, las hay y hasta a la mano, pero cuando han de tocarse, ya no están. Nunca estuvieron. Es lo inorgánico del crecimiento de la educación superior como bien señala el subsecretario Orellana.
Usted fue muy crítico del modelo económico y planteó que sin refundación hay desorden continuo. Pero el intento refundacional de la antigua Convención fue rechazado...
Fui suficientemente crítico de la idealización del modelo que había sido verdad indiscutible por tantos años. Una de las fortalezas del modelo chileno fue su potencia sociocultural, también proveerse de una fábula buena y brillante que campeó hasta el 2005 o por ahí. Decía refundación en los mismos términos que se usaron cuando fundaban el orden neoliberal, en los tiempos de su programador clave, que fue José Piñera. Él entendía bien la tarea de una clase dirigente en medio de la crisis de un modelo de sociedad: sabía que gobernar es confitar un consenso profundo, un conformismo. Octubre pone la crisis final de sostenibilidad de aquel orden. La crisis comienza con el agotamiento de aquel conformismo, hacia el fin del gobierno de Lagos. El orden no da para surgir y cundió el desánimo. Por eso es que la clase dirigente en vez de espantarse con la idea de refundación lo que debiera hacer es tomar cartas en el asunto. Levantan un fábula contra el significante “refundación”, pero saben que hay que refundar, que hay que entrar a ver los fundamentos, que algo muy profundo no funciona en este reino hace mucho rato.
El dilema sigue válido, y todo lo que niegue la reconstrucción de un orden nuevo, todo lo que impida comenzar a andar un largo camino de reconstrucción de una sociedad basada en alguna forma de cohesión racional, no en privilegios ni abusos como forma normal, no hace sino devenir en el desmán que vemos. Nada pega con nada. Olas de alarmas que se suceden, entre narcos y rituales y consejos constituyentes y palabras falsarias. Desmán, la vida que no mana, que no fluye, pues solo es posible en orden y el orden es flor escasa y delicada que no tiene hoy día quién lo cultive. Refundación para tener una cohesión racional o ¿cómo se detiene la crisis de motivación escolar?, ¿como detiene la desesperanza del enfermo y sus listas de espera?, ¿cómo detiene la sensación de ahogo y asfixia?
En medio de la ola republicana, parece que las demandas de octubre fueron desplazadas por otras urgencias: orden y seguridad.
Bien dicho, ola. Kast se hace fuerte en el desplome de la derecha y de su pareja histórica, el centro y la izquierda de aquel pacto. Hay que considerar que octubre no tuvo organización ni ideología ni representante. No tenía vocación de gobierno. Octubre codificó la demanda social popular. Hoy no hay una izquierda interesada en representar esencialmente esos intereses, como sí hay una derecha interesada en lo opuesto. El progresismo de la Convención anterior, o en un sentido general también de este gobierno, no interpretó octubre ni la crítica al modelo, sino más bien intentó el abordaje del patriarcalismo y las formas anexas de abuso y colonialismo. Y esas causas nobles fueron las derrotadas, pero octubre propiamente no estuvo tras esas banderas. Kast es coherente, consistente, puede generar olas, pero no dirigir el barco.
¿Qué perspectivas ve de salir de la crisis con el actual proceso constitucional?
Creo que la salida va, en estos días tan borrachosos, por la búsqueda de un pacto de clases en torno a las demandas sociales populares: salud digna, educación para todos de calidad comparable, pensiones decentes, empleos que permitan a los jóvenes con estudios superiores desempeñarlos. De eso es lo que hay que hablar: de cómo en Chile hoy se cumplen los derechos económicos sociales o como se les incumple tan notablemente. Ya sea en este texto, o en otros que vengan, pero desde ahora, como una coyuntura política continuada, que dure, no como una ola. Lo que debe concentrarnos es la agenda de los derechos económico-sociales. Todo lo que se desvíe de eso es que trae otras manos y otras voces intencionándolo.
Óscar Contardo, escritor:
“Ninguna de las demandas planteadas en las movilizaciones del estallido ha sido resuelta”
A cuatro años del estallido social, ¿en qué medida sigue vigente su análisis de la crisis?
La crisis continúa. Ninguna de las demandas planteadas en las movilizaciones del estallido ha sido resuelta: la situación de las pensiones, de la salud, la educación, la vivienda siguen tal cual, solo que disimuladas por la crisis de seguridad y el incremento del crimen organizado, dos fenómenos que tuvieron su propio estallido después de la pandemia. La distancia entre la clase política y la ciudadanía no disminuyó, los índices de confianza en las instituciones políticas y en la justicia se mantienen en los niveles paupérrimos anteriores al estallido, tampoco ha habido modificaciones respecto de la confianza interpersonal entre los chilenos y chilenas. Creo, por lo tanto, que sigue vigente.
Usted fue muy crítico con la élite política y en especial con la Concertación. Hoy el legado de la Concertación es revalorado. ¿Mantiene su crítica hacia ese legado?
Mi crítica hacia ese legado, publicada en mi libro Antes de que fuera octubre, siempre ha sido la misma: la generación que lideró las primeras décadas de la transición logró avances materiales que le cambiaron la cara a la pobreza, pero no consideraron que, a la vez, aparecía una marginalidad nueva, distinta de la miseria anterior a los 90; una marginalidad que se incubaba en las periferias desatendidas por el Estado, en donde la promesa de ascenso no se cumplía. Como tampoco se estaba o se está cumpliendo la promesa de lograr mejores ingresos y mejores trabajos gracias a la educación superior. Hay una generación de universitarios y universitarias endeudados y desempleados o mal empleados para quienes no hay una respuesta: ellos hicieron lo que les dijeron debían hacer para progresar y eso no dio resultado. Esa generación no tiene razones para aplaudir el legado de la Concertación, porque ha sido defraudada. Por otra parte, ver las cosas como una oposición binaria entre el aplauso y el abucheo me parece inconducente y muy poco inteligente.
Hoy estamos en medio de una ola republicana, ¿qué pasó con los problemas que diagnosticó? ¿Qué queda del octubrismo?
El estallido y las movilizaciones iniciadas en 2019 fueron interrumpidas por las cuarentenas de la pandemia en marzo de 2020. Es interesante hacer ese punto, porque esa contingencia evidenció que las autoridades del momento, según mencionó el propio ministro de Salud de la época, no estaban al tanto de las condiciones de hacinamiento de un importante segmento de la población que fue el más afectado durante los primeros meses. La pandemia enfrió la rabia, la reemplazó por la urgencia sanitaria, pero esa rabia no ha desaparecido, sino que ha quedado sumergida por el miedo frente a la crisis de seguridad y la incertidumbre económica. La creación de caricaturas como la del llamado octubrismo ha sido muy eficaz para evitar hablar de las condiciones y elementos que explican el estallido y eludir la necesidad de cambios. Luego del fracaso del primer proyecto de Constitución el testigo de la rabia y el hastío cambió de la Lista del Pueblo y el Partido de la Gente a los Republicanos. Mañana podría volver a cambiar de manos, pero eso no significa que haya mutado a complacencia o conformidad.
Ante el nuevo proceso constituyente, ¿qué perspectivas ve de salir de la crisis?
De momento creo que las derechas han aprovechado el éxito electoral de las últimas elecciones para intentar sepultar la posibilidad de cualquier cambio. En esa línea, no veo salida a la crisis. La vía constitucional está encaminada al fracaso.
¿Qué lecciones podemos sacar del estallido de cara al futuro?
No veo el estallido y el proceso posterior como una suerte de experiencia formadora colectiva, sino como un ejemplo del fracaso de una clase política que no supo ni ha sabido atender a las necesidades de una democracia en crisis.
Gonzalo Rojas-May, sicólogo:
“La tarea de articular reformas robustas, bien planificadas, constituye el gran desafío de nuestro tiempo”
En su libro La revolución del malestar usted sostiene que el estallido fue una revolución de consumidores, de consumidores frustrados. ¿Mantiene esa tesis?
Mi tesis de consumidores frustrados y molestos con las promesas de la democracia liberal (pese a sus indiscutibles logros y avances sociales, políticos y económicos de los últimos 100 años) se mantiene completamente vigentes. Los cuestionamientos y amenazas, al que ha demostrado ser el mejor sistema político, constituyen un desafío crítico a nivel global.
Los consumidores, describe su libro, se sintieron estafados por el mercado. Hoy la idea de sepultar o superar el neoliberalismo perdió adhesión. ¿Cómo se resuelve esta aparente contradicción?
La tesis del malestar que planteé en 2020 va mucho más allá de una crítica al neoliberalismo. Una ciudadanía desencantada con la democracia es la puerta al populismo y al totalitarismo de izquierda o derecha; la historia nos enseña que el fascismo y el comunismo, históricamente, se han nutrido de la frustración, el dolor y la miseria cívica, psíquica, económica y social.
La tarea de articular reformas robustas, bien planificadas, viables en el tiempo, con fórmulas inclusivas de participación ciudadana, sin perder el necesario foco en la resolución de problemas específicos y urgentes, con una mirada de largo plazo de sostenibilidad y cuidado del ser humano y su entorno medioambiental, sin duda constituye el gran desafío de nuestro tiempo.
La fórmula para resolver el puzzle del siglo XXI será el origen, y en esto soy optimista, de nuevas y mejores ideas y herramientas para el desarrollo humano. Habitamos un cambio de época.
“En Chile no se piensa, sólo se administra”, escribió. ¿Aún lo suscribe o eso ha cambiado?
El mayoritario rechazo a la mediocre propuesta constitucional de 2022 indica que mi frase puede comenzar a cambiar de rumbo. Sin embargo, como sabemos, el paso de la adolescencia a la adultez toma tiempo, esfuerzo y coraje. En muchos sentidos Chile continúa siendo un adolescente tardío.
Las urgencias de hoy parecen distintas a las de 2019, con una demanda grande de orden y seguridad. ¿En qué medida cambió la situación que describió en su libro?
De manera clara hoy existe, afortunadamente, una revalorización de la seguridad. Ahora bien, la idea de seguridad que las chilenas y chilenos demandamos va mucho más allá del orden público. Las certezas que la ciudadanía exige nacen y se resuelven, indistintamente, desde la falta y la aspiración de contar con seguridad institucional; sin esta, la seguridad pública, social, sanitaria, medioambiental y económica son inviables.
¿El actual proceso constituyente puede ayudar a resolver el malestar acumulado?
La posibilidad de contar con una nueva y buena Constitución es una oportunidad cierta para ello. Ahora bien, una Carta Magna no constituye ni una solución a las necesidades y urgencias de un momento histórico determinado, ni mucho menos puede ser un programa de gobierno.
Una Constitución, ante todo, debe ser el pilar de la convivencia, el diálogo y los acuerdos fundamentales que le den cobijo y sentido a la diversidad de Chile.
Hugo Herrera, filósofo, académico UDP:
“Sin seguridad social, buena salud y buena educación, además de orden, no tiene sentido esperar crecimiento económico”
En su libro Octubre en Chile escribió que la crisis que estalló el 18/O fue eminentemente hermenéutica, comprensiva. ¿Ha cambiado su análisis?
No veo que las ideas que prevalecían entonces -el economicismo dominante de la derecha y el moralismo de la izquierda- hayan cambiado. Hoy sigue habiendo una derecha que entiende la política eminentemente desde una visión económica neoliberal, y una izquierda moralizante, que condena al mercado como ámbito de alienación y piensa que la plenitud humana coincide con su desaparición. Pero ni con economicismo ni con moralismo se hace política en serio. La política exige abrirse al otro, al que piensa distinto, teniendo a la vista el interés nacional y fundamentalmente la cuestión de la legitimidad de las instituciones. Sin legitimidad, no hay progreso posible, ni político, ni social, ni cultural, tampoco económico o moral. Con legitimidad es recién que adviene cualquier posible progreso: social, económico, cultural o moral. Cuando se reduce la política a la economía o la moral, los discursos se rigidizan y la cuestión de la legitimidad política es soslayada por rigorismos respectivamente economicistas o moralistas. Por eso fracasó la Convención 1, por eso el diálogo entre gobierno y oposición está estancado, por eso amenaza fracasar la actual discusión constituyente: porque los dos sectores se aferran a posiciones que reducen la política a credos de disciplinas distintas de la política y dejan de lado el problema político fundamental.
Entonces fue muy crítico de las élites de derecha e izquierda, que describía como desconectadas de los problemas del pueblo, ¿cómo aprecia hoy la situación?
Hay un avance parcial, pues uno nota vacilaciones o dudas en los liderazgos políticos. Como si en ambos lados algunos perspicaces se estuvieran dando cuenta de las deficiencias de sus respectivos discursos y que la necesidad eminente del país es reconstituir la legitimidad de las instituciones a partir de grandes entendimientos. Sin embargo, hay dos dificultades que no se despejan y que es difícil esperar que se despejen pronto. Una, que abandonar un discurso inviable -el economicista o el moralista- no es todavía tener un nuevo pensamiento, una visión del país más cercana a la situación. Dos, que la segregación de la vida en Santiago ha producido que, ahora, junto con una derecha que vive separada de las clases medias y pobres, haya una nueva izquierda que vive también en barrios segregados para jóvenes ricos. Si no se soluciona el asunto de la segregación y las élites no tienen encuentros cotidianos, paisanos y habituales con gente de distintos grupos sociales, les será difícil conectarse con la situación efectiva. Así ocurrió con las élites chilenas a finales del siglo XIX y comienzos del XX: cerraron sus casas en el campo para venirse a mansiones de la capital o, más lejos aún, de París. Entonces vino la Crisis del Centenario.
Habló también de la necesidad de un poder social y de un Estado fuerte. ¿La demanda de orden se impuso a las demás? ¿Cómo afecta el auge republicano?
El orden se ha vuelto efectivamente prioridad. Se trata también de una tarea del Estado, que no está cumpliendo. Vivimos en un laissez faire en asuntos de seguridad: rige una especie de capitalismo salvaje, donde cada uno va crecientemente teniendo que arreglárselas como mejor pueda. Agregaría que, sin perjuicio del triunfo republicano -que habrá que ver si es permanente o se ajusta hacia un equilibrio con la derecha tradicional-, sigue siendo cierto esto: que sin seguridad social, buena salud y buena educación, además de orden, no tiene sentido esperar ni crecimiento económico ni libertad ni solidaridad. El país está estancado y no porque haya un Estado muy grande, sino por algo muy distinto y más radical: en Chile el desarrollo institucional del Estado y el del mercado se estancaron hacia el cambio de milenio. Y de ahí no hemos salido. Sin una profesionalización decisiva de la burocracia, un fortalecimiento fundamental de la institucionalidad territorial, una mejora profundísima a la penosa situación de la educación escolar y al lamentable estado del magisterio; sin la reducción drástica de las listas de espera en salud, y un apoyo masivo a la investigación y el desarrollo, no saldremos del estancamiento económico, cultural, social y político por el que estamos pasando. Suena como un cúmulo de tareas urgentes, requeridas de un esfuerzo colosal, pero la verdad es que precisamente por no cumplirlas es que caímos en lo de 2019 y no hemos salido de ahí.
¿Qué perspectivas ve de salir de la crisis ante el actual proceso constitucional?
La constitución es importante, en la medida en que puede operar como símbolo intangible de la unidad nacional, cuyo respeto se les exija a todos. Es como el mínimo de lealtad exigible de cualquier ciudadano. Tan absurdo como exigir tal lealtad para una constitución que fuese allendista es pedirla para una constitución pinochetista. En este sentido, sería muy relevante que pudiésemos parir de una buena vez la nueva constitución. Con todo, la constitución es un paso necesario, pero no suficiente. Es como en 1925: la nueva constitución sirvió como símbolo y para sentar las bases de un incipiente Estado social. Pero no bastó. Sin las acciones de los caudillos de aquel entonces -la modernización profunda del Estado bajo Carlos Ibáñez, el manejo político de Alessandri- la constitución por sí sola no hubiese bastado para sacar al país de la crisis. Hoy es parecido: sin las reformas que acabo de mencionar, seguiremos política, social y económicamente estancados. Pongo un solo ejemplo. Ningún problema territorial en Chile tiene perspectiva de solución a la vista: ni la sequía, ni el conflicto mapuche, ni el abandono del sur, ni las zonas de sacrificio, ni el rezago cultural y social de las regiones. ¿Por qué? Porque las autoridades que viven en el territorio carecen de poder suficiente para solucionar los problemas mentados y las autoridades con el poder suficiente para solucionarlos no viven en los territorios, sino en sus barrios de Santiago.
¿Qué lecciones saca del estallido?
Me parece que es muy pronto para sacar lecciones. Hay que superar primero la crisis. Y crisis como la nuestra, de legitimidad, o sea debida al desajuste del pueblo con las instituciones y los discursos de las élites, son largas. La del centenario duró de 1910 hasta 1932. La actual, del bicentenario, se manifestó en 2011. El futuro es largo todavía.