Cuando veía Interestelar, el filme de Cristopher Nolan, no podía evitar los comentarios. María Teresa Ruiz estaba con su amigo José Maza, ambos invitados especiales de Warner al preeestreno de la película en Chile. “Pero cómo ponen el hoyo negro en los anillos de Saturno”, decía Maza. “Ah, no, van a entrar de nuevo al hoyo negro, y ni se despeinan”, decía ella. Pero más allá de los viajes estelares, y las paradojas espacio temporales, a la astrónoma especialista en supernovas y estrellas enanas le gustó la cinta. Claro que por motivos alejados de la ciencia:
“Lo que me gustó es que lo que salvó a la humanidad fue precisamente la humanidad misma, fue el amor, la relación tan cercana entre una hija y su padre”, dice. “El amor es algo que miramos un poco en menos, cuando uno habla de amor los demás te miran como si estuvieras hablando tonteras, pero el amor es una fuerza de la humanidad, el amor nos hace hacer cosas para las que no estábamos diseñados, ir más allá de los límites”, agrega.
Pionera en la astronomía en Chile y doctora en astrofísica en la Universidad de Princeton, Premio Nacional de Ciencias 1997, para ella el amor y la familia han sido un soporte fundamental. Casada con el físico Fernando Lund, Premio Nacional de Ciencias en 2001, son padres de Camilo, ingeniero industrial de la Universidad de Chile.
El apoyo de Fernando fue determinante durante la pandemia, dice ella. Desde hace unos años, María Teresa Ruiz sufre una degeneración ocular que ha reducido notablemente su campo visual. “Tengo un ojo que no sirve, y el otro al 30 %”, cuenta. Esa afección le impide leer y le plantea problemas para escribir. “Para leer una palabra me demoro 3 segundos. Normalmente uno se demora una fracción de segundo para reconocer una palabra; yo tengo que mirarla, el cerebro hace el escaneo, y ahí la arma. Tiene que ser en un tamaño no muy grande, 12, 14, y alto contraste”.
En este sentido, escribir su último libro fue todo un desafío y le tomó más tiempo del que esperaba. “Me he demorado más de la cuenta. Cuando uno escribe un párrafo, lo vuelve a revisar, para ver si se entiende, si quedó bien, y luego espera leer todo eso entero. He tenido la suerte de tener un marido que es un lujo, él ha sido mis ojos; cuando escribía un capítulo, él me lo leía”, relata.
El Sol: conviviendo con una estrella está dedicado a Fernando. Publicado por el sello Debate, es el libro más reciente de María Teresa Ruiz. Una biografía de nuestra estrella más próxima, que pone a disposición el conocimiento en torno a ella, su composición, su actividad y los eventuales riesgos que encierra.
Si el sol revestía gran importancia para nuestros antepasados, con la llegada de la modernidad lo perdimos de vista, dice la astrónoma. La ciencia se ha ocupado de estrellas distantes a millones de años luz, y de otros cuerpos celestes, y ha descuidado al sol.
“Yo me empecé a fascinar con el sol en AURA”, dice en referencia a la fundación astronómica que maneja los observatorios Géminis, Tololo, el telescopio espacial de EEUU y el observatorio solar. “Hay pocos astrónomos solares, pocos observatorios solares, y hay una gran ignorancia colectiva del sol y de vivir al lado de una estrella”, añade.
Relativamente pequeña, con una masa 109 veces superior a la de la Tierra, el sol transforma hidrógeno en helio desde hace 4.500 millones de años. Produce una enorme cantidad de energía a un costo de cuatro millones de toneladas de hidrógeno por segundo. Aun así, le queda combustible para unos cinco mil millones de años, observa María Teresa Ruiz. Como toda estrella, “vive en un equilibrio entre las reacciones nucleares que intentan hacerlo estallar y la gravedad que busca que se desplome sobre sí mismo”.
En permanente ebullición, el sol atraviesa ciclos de 11 años, a través de los cuales se intensifica su actividad. La concentración de energía en su superficie produce explosiones conocidas como ráfagas solares, equivalentes a una bomba de mil millones de megatones de TNT, y suelen presentarse en los máximos del ciclo solar. Estas explosiones provocan gran cantidad de rayos X que pueden ocasionar perturbaciones en la Tierra, interfiriendo en las comunicaciones.
A veces las explosiones provocan la eyección de gran cantidad de plasma solar, que puede llegar a desestabilizar el campo magnético terrestre y afectar dramáticamente los aparatos electrónicos, internet, los GPS, la navegación aérea. “En 1989 destruyeron la central hidroeléctrica de Quebec y derritieron varios transformadores en New Jersey. En Rusia se rompió un gaseoducto y estallaron dos trenes con cientos de pasajeros. Fue una tragedia enorme”, recuerda. Además, estas tormentas “producen corrientes inducidas a nivel de tierra que pueden destruir incluso las líneas que comunican bajo el océano, por mucho que sean submarinas, las pueden derretir”, dice.
En 1967 el sol estuvo a punto de provocar una guerra nuclear, cuando una tormenta solar inutilizó el sistema de defensa del Atlántico Norte. En plena Guerra Fría, Estados Unidos sospechó de los soviéticos y comenzó a preparar un ataque aéreo, cuando el observatorio solar de Massachusetts alertó de una tormenta geomagnética. La astronomía evitó la guerra.
“Estas explosiones ocurren con más frecuencia cerca del máximo de actividad solar, incluso cuando pasa un poco el máximo. En 2024 es el nuevo máximo, entonces el 25, 26, 27, hay que estar atentos, pero puede ser en cualquier momento. En el 2012 hubo una eyección impresionante de la cual nos salvamos raspando”, cuenta.
“Vivimos dentro del sol, es nuestra casa, la Tierra está dentro de la corona solar que ocupa todo el sistema solar. El sol nos da la vida, pero también nos pone en riesgo y merecemos saberlo”, afirma.
Durante la pandemia, María Teresa Ruiz tuvo dudas de publicar el libro. No quería sembrar más miedo. “Pensé que a lo mejor no era el momento de hacerlo, pero por el problema de mi vista tenía que sacarlo ahora, tal vez después ya no pueda”.
Ciencia y familia
Llegó a la astronomía por accidente, cuando estudiaba ingeniería en la Universidad de Chile. Una noche sin luna de 1966, en el observatorio el Tololo, se enamoró de la Vía Láctea. Fue la primera astrónoma graduada en Chile y luego la primera mujer doctorada en astrofísica en Princeton.
“Yo no tenía planeando ser astrónoma, y sin embargo se me dieron las oportunidades. No fue fácil pero fue una buena elección”, dice.
A inicios de los 70 aterrizó en Estados Unidos, sin dominar el inglés. Aprendió viendo programas de televisión como El super agente 86. Tuvo que lidiar con el hecho de ser latinoamericana y mujer.
“Yo diría que las mayores dificultades por ser mujer las encontré en Chile, al regresar. El observatorio cerro Calán tiene casas a los pies y a todos mis colegas les asignaban una cuando llegaban. Algunos no pagaban o pagaban una suma nominal, y por Dios que ayudaba cuando uno venía llegando. Yo osé preguntar si me podían asignar una de ellas, me dijeron que estaban todas ocupadas. Después llegó otro colega y sí le dieron casa. Tal vez pensaban que Fernando tenía que mantenerme. Eso lo encontré discriminatorio”, cuenta.
Otro episodio ingrato ocurrió cuando quedó embarazada. “El sueldo era pequeño y la mitad era por productividad: tenía que ver con papers, clases, etc. Si estás embarazada, en pre y postnatal, son como 6 meses fuera. Cuando volví, lloré como una semana al separarme de mi guagua. El tema es que al ver mi sueldo me impresioné. Fui a hablar con el director y me dijo que se debía a mi baja productividad. Pero yo había estado embarazada. Ya no hay nada que hacer, me dijo, y lo peor, como para terminar, me preguntó: Pero no irás a tener otro chiquillo, cierto? No tuve otro chiquillo, solo tuve un hijo, y no sé hasta qué punto esa frase me resonó”.
Conciliar familia y el ejercicio de la ciencia no fue sencillo, pero con Fernando Lund lograron armonizarse. “A veces yo me iba a observar dos semanas y Fernando se quedaba con Camilo, le lavaba su ropita, veía su comida, lo llevaba al jardín. Y eso hace una gran diferencia. Después, cuando Camilo estaba más grande, tratábamos siempre que uno de los dos estuviera en la casa o viajábamos juntos. Juntábamos conferencias en Europa y nos íbamos los tres”.
En los últimos años la situación ha cambiado: las niñas y jóvenes que quieren estudiar astronomía ya no estarán tan solas. “Al principio éramos tres gatos. Con José Maza nos íbamos a observar juntos, aunque nuestros campos no son los mismos. Hoy tenemos cientos de astrónomos, lo que entonces nos parecía sueño casi imposible. Con José sacábamos la cuenta: si formamos doctores podremos formar uno cada cuatro años, estábamos llegando a 100 en el año 3000. Y no poh, explotó esto, gracias a que los observatorios ESO, Paranal, ALMA han hecho mucha difusión, con imágenes maravillosas, y también tenemos muchos astrónomos extranjeros de primer nivel en Chile, tenemos Naciones Unidas completa. Tenemos programas de doctorado a los que entran chiquillos muy motivados y últimamente muchas mujeres. En los últimos cursos de física de Fernando casi la mitad son mujeres y casi todas quieren astronomía. Se abrió el mundo de una manera que no nos dimos cuenta”.