Levanta la vista y hace un saludo. Matías Rivas toma un café express en Providencia. El saludo iba destinado a Roberto Merino, el cronista y escritor, uno de sus grandes amigos, quien se ubica a unas mesas de distancia. En su rol de director de Ediciones UDP, Rivas acaba de publicar Diario de hospital, un cuaderno inédito de Merino. De pronto aparece el poeta Diego Maquieira y se acerca a la mesa. Se saludan afectuosamente. Poeta y ensayista también, Rivas formó una colección de poesía chilena que se ha tomado el perfil de un canon: allí se encuentran todos o casi todos los grandes autores, desde Gabriela Mistral y Vicente Huidobro, a Nicanor Parra, Raúl Zurita y Elvira Hernández.
¿Qué poeta le falta incorporar?
En mi cabeza los que faltan son Eduardo Anguita y Diego Maquieira.
Matías Rivas (1971) comenzó la colección de poesía hace 20 años con Juan Luis Martínez y Enrique Lihn, dos poetas vinculados a su formación literaria y que forman parte de Referencias personales, su nuevo libro, recién publicado por Seix Barral.
Con el subtítulo Literatura y autobiografía, el volumen es un conjunto de textos biográficos, un recorrido por su formación literaria, sus obsesiones e intereses, así como una reflexión en torno al presente sin desconectarse del pasado.
Autor de los poemarios Tragedias oportunas y Un poema de amor, así como del libro de ensayos Interrupciones, Rivas pone en juego aquí otro ejercicio: el fragmento, la escritura en párrafos, donde se cruzan la observación del cronista, la agudeza del ensayo, la sensibilidad poética y la confesión del diario, a través de una voz donde resuenan lecturas, canciones y películas, con una prosa austera, limpia y precisa.
En estas páginas, Rivas abre la ventana a su biografía intelectual, y así lo vemos de niño, comiendo pan con manjar y una enciclopedia en las piernas; o como un adolescente pretencioso intentando descifrar a Kant en la biblioteca del Verbo Divino; recorriendo las librerías de San Diego, o ingresando tímidamente, a los 15 años, a la librería de Juan Luis Martínez en Viña del Mar.
-Yo escribo hace años en los diarios, tengo un programa de radio, y creo que la gente que lleva mucho tiempo opinando es bueno decir de dónde habla. Porque no vivimos disociados de la sociedad; las opiniones están incrustadas en la contingencia y las personas también. Por ende, su vida, su biografía, sus vínculos marcan su opinión, aunque se quiera ocultar. Yo no creo en los razonamientos lejanos al cuerpo, a la biografía. Mi experiencia como escritor y como editor siempre ha sido que lo que uno hace o lo que los escritores hacen tiene directa relación con asuntos biográficos, ya sea porque los trastocan, incluso porque los intentan eludir, pero es un problema insoslayable.
Su primer sobrenombre, cuenta, fue Doctor No, y se lo puso su papá a los cinco años: “Lo mío fue desde joven estar en contra, cuestionar, molestar”, anota
El libro se desarrolla a partir de fragmentos que se van hilando sutilmente; conecta emociones, pasa del sueño al miedo y de la audacia a la pérdida del misterio. Habla de Freud y de Marx, de Nietzsche y San Ignacio, de Marco Aurelio y Marguerite Duras, de Suetonio y Leonel Lienlaf.
“Hablar con frases largas y compuestas, hacer digresiones, hilar fino , buscar la precisión, son cuestiones en retirada”, escribe.
“La ignorancia dejó de ser un defecto”, afirma. ¿Ya no da pudor?
Hace rato que la ignorancia no da vergüenza, pero hoy ya se transformó en una cuestión descarada. Hay un programa político muy popular, la otra vez fue Rafael Gumucio y trató de mencionar la palabra cultura. No le dieron ni un respiro. Más allá de lo ridículo o no de la situación, creo que estamos en un momento de apagón. No solo en Chile. Hay un mundo que se está yendo que tiene relación de alguna manera más directa con el pasado, no sólo con los libros, sino que rememora el pasado, tiene curiosidad por lo que está más allá de los años 70.
¿Se ha perdido la curiosidad por el pasado?
Sí. En este libro hago menciones de autores que me interesan y que a veces tienen que ver con la antigüedad, el Renacimiento, el Siglo de Oro. Para mí es normal que la gente tenga esa curiosidad. Era lo que antiguamente se llamaba acervo cultural. Todo esto se ha ido diluyendo, porque hay una facilidad para llegar a las cosas a través de los buscadores. Encuentras un nombre, pero pierdes el contexto. Se le pone poco acento a la historia, y eso lo noto incluso cuando leo libros. Lo noto en el habla. Esa idea yo creo que vale la pena resistirla. No sé si se puede combatir, pero se puede resistir.
En el libro recuerda una imagen ya desaparecida: los vendedores de enciclopedias que vendían puerta a puerta.
Sí, yo cuento que había gente que ascendía socialmente comprándose una enciclopedia. Esa era una referencia clave. Era una inversión familiar, porque eran caras, se compraban en cuotas, y era la enciclopedia que uno consultaba para hacer las tareas. Eso hoy día está reemplazado por un aparato electrónico. Simbólicamente tenían una importancia tal vez equivalente a las bibliotecas. Uno ve las casas de las revistas de decoración y tienen escasas bibliotecas y escasos cuadros. Hay una especie de fanatismo por la actualidad, que es una cosa que tiene que ver con nuestra época. Una fascinación por la historia reciente.
“La fascinación por lo nuevo ha ocultado demasiado lo bueno, lo que ha resistido el tiempo”, escribe.
Sí, hay una obsesión por no querer que te notifiquen que tu idea ya fue hecha por un tipo hace 400 años y que hay que fijarse en él para hacerla de nuevo. La idea de partir de cero está incrustada, yo no tengo energía moral para andar combatiendo nada, pero sí para resistir desde las publicaciones. Acabamos de publicar a Shakespeare (Macbeth) traducido por Idea Vilariño, una buena traductora uruguaya, una poeta importante. Así, preocuparse de que no haya este borrón, pero está aconteciendo y no sabemos cuánto va a durar.
¿Al mismo tiempo advierte una nostalgia de corto plazo?
Sí, hay una nostalgia de un pasado reciente. Por ejemplo, los republicanos tienen la nostalgia del mundo pinochetista. El Frente Amplio y el Partido Comunista tienen la nostalgia del mundo allendista. El Socialismo Democrático tiene la nostalgia de la Concertación. Las ideas que proyectan del mundo están ancladas en su nostalgia, en mundos que ya no existen. No dicen nada nuevo, sino que evocan, tratan de levantar los 30 años, tratan de levantar las ideas de Allende, tratan de levantar las ideas de Pinochet. Es una conversación muy aburrida, porque, además, son emociones, no son ideas las que están en juego.
Escuchar
Nicanor Parra se había convertido al silencio editorial, a no publicar, hasta que usted lo convenció de volver a editar. ¿Cómo lo logró?
Conversando nomás. Con paciencia y sometiéndome a muchas cosas que hoy día sería difícil que la gente se someta, porque era un señor que te hacía pruebas. Pero también hubo una conversación que incluyó a Adán Méndez, a Alejandro Zambra y a otra gente que ayudó a darle tranquilidad a Parra, cuando se estaba formando Ediciones UDP. Y después, editar el resto de los libros ya era una especie de ritual, muy largo, muy interesante también. Pero creo que, en parte, se dio lo de Parra, y con otros autores, porque había cultivado esta capacidad de hablar con viejos desde muy niño.
Habla de eso en el libro. ¿Cómo la desarrolló?
Yo tenía curiosidad. Más que hacer preguntas, estaba dispuesto a escuchar mucho rato, a que me contaran sus anécdotas, en el caso de Nicanor Parra, a que me contara todo lo que implicó traducir el Rey Lear. Creo que el trabajo de los editores tiene dos patas. Una que tiene que ver con los textos, fundamental, y otra que tiene que ver con saber escuchar, mucho rato. Porque en lo que uno escucha de un autor, a veces hay un libro que él no se ha dado cuenta. Y también los escritores en este país no tienen ninguna otra relación con lo que hacen, o sea, con los lectores, que ser escuchados eventualmente cuando les preguntan algo. O sea, como editor tienes que tener harta oreja y tiempo para entregar.
¿Qué pasa hoy con la capacidad de escuchar?
Hoy día todo se responde muy rápido, a la velocidad de Twitter. Es un mundo donde no se escucha; un mundo de gritos, de piedrazos verbales, de denostación. La antípoda de la capacidad crítica. Entonces, en la medida en que hay pocos lugares donde ejercer la discusión crítica, porque también hay pocos medios, se está cediendo demasiado espacio a las redes. La discusión se está manteniendo en un tono muy violento y hay poca capacidad de escuchar. Por ejemplo, leer te obliga a escuchar, escuchar el texto.
Escuchar la voz de otro.
La voz de otro. Y eso a mucha gente le cuesta. Entonces, en el hábito de lectura lo primero que se tiene que aprender es a callar el yo para darle la voz a otro. No es que la gente se aburra de los libros, es que tiene la incapacidad de aplacar su yo, que está constantemente siendo estimulado por Instagram, por las redes. Entonces, claro, cuesta escuchar si uno quiere responder a todo muy rápido y si uno tiene un alto concepto de sí mismo.
¿La gente está hablando a volumen alto en todo ámbito?
Yo creo que sí. Por ejemplo, hay una generación de escritores que cultivó la voz baja, como González Vera. Habría que contrastarlo con lo que está pasando hoy día. Puede que haya gente que lo sigue, pero yo creo que la voz pública está muy alta; estamos hablando a gritos. Están escribiendo columnas a gritos. Están mandando cartas al lector gritadas. Las conferencias de prensa que dan los políticos tienen muy poca calma, son irreflexivas en el tono. Y eso me llama la atención, porque eso habla del significante, o sea, más allá de lo que digan, lo que están haciendo es subir la voz. Eso significa que no están siendo escuchados y, por ende, todos suben la voz.
¿En algún momento le interesó el lenguaje inclusivo?
No, soy muy viejo. Estaba muy atento a saber qué iba a pasar con el habla, si el habla iba a adoptar este lenguaje o no. Ahora veo que adoptaron algunas palabras y otras no. Y esto es tan azaroso. A mí me da placer observar cómo funciona el lenguaje.
El lenguaje popular sí le interesa
Sí, me gusta muchísimo, y por eso me conecto a medios de comunicación solo para verlo.
Raúl Ruiz fue un gran cultor del lenguaje chileno.
Sí, totalmente. Al publicar los diarios de Ruiz, y al escuchar a Ruiz en sus conferencias, me di cuenta de que era uno de los grandes analistas del carácter chileno. Y del lenguaje, esa idea del lenguaje flotante, que podemos estar conversando tres horas en un grupo y al final nos ponemos de acuerdo de qué se trata toda la conversación. Eso de hablar sin saber de qué se está hablando, de divagar, de irse por las ramas, todo eso me interesa mucho, porque creo que ahí es donde aparece el pensamiento, donde aparece el humor. Todo lo demás es trabajo.
Cuando formó la colección de poesía chilena, ¿se propuso hacer la colección más completa?
Mi pretensión como editor es más humilde, es publicar los libros que a mí me hubiera gustado leer cuando yo tenía 15 años. Pero no estaban disponibles. Y cuando tenía 20 tampoco estaban, y cuando tenía 30, tampoco. Se trata de recopilar ciertos libros que me parecen importantes.
¿Cómo concilia la faceta de editor y de autor?
Es difícil, porque el editor le quita harto tiempo al escritor, tanto en el periodismo como en la literatura. Entonces hay que saber administrar el tiempo que te queda, y llegas a una edad en que el tiempo creativo se transforma en algo más importante. En el fondo, tienes que compaginar eso. Por otro lado, ser editor es una forma de ser crítico, una forma de armar una selección. Entonces yo veo el trabajo editorial como muy vinculado a mi trabajo con la crítica que ejercía durante muchos años. O sea, uno quiera o no, al decidir qué libro publicar, está tomando una decisión crítica. No me quiero comparar, pero si uno ve, por ejemplo, a Roberto Calasso, los editores general han estado vinculados al ensayo y a la crítica.
En ese sentido, ¿las colecciones que dirige se pueden leer como curatoría personal?
Mía y de la universidad también. Yo no lo manejo solo, soy una persona que trabaja en una institución, no es lo mismo que una editorial independiente. No corro solo, pero, por supuesto, en lo que uno hace, uno deja su impronta.