Habib, uno de los dos protagonistas del libro Los cuerpos desnudos no le temen al agua (2022), imagina un mapa en que las distancias entre un país y otro no se miden por kilómetros, sino que por permisos migratorios. En ese esquema, México queda mucho más lejos de Estados Unidos que Suecia o Australia, pues un ciudadano de estas naciones siempre será más bienvenido que un buscador de empleo al sur del río Grande.
La imagen se revela como una fotografía bastante ingrata, pero adquiere características infernales cuando Habib la hace calzar, además, con la auténtica ruta que él y Omar deben recorrer para llegar a Europa. Para empezar tienen que cruzar 4.500 kilómetros entre Afganistán y Turquía si es que desean arribar a Grecia, la puerta de entrada al continente desarrollado. En sus casos, la distancia migratoria y la real son igualmente grandes. En medio de Kabul y Estambul hay un desierto que cruza Asia Central y el peligro de secuestros y agresiones asoma en cualquier paso fronterizo.
Una buena parte de la historia que cuenta el libro del periodista canadiense Matthieu Aikins (1984) transcurre en ese limbo geográfico entre ambas naciones. Luego, cuando Habib y Omar llegan a Grecia, las cosas se ponen probablemente aún peores, en particular en la isla de Lesbos. Hasta el año 2020 estaba ahí el mayor campamento de refugiados de Europa, descrito como “cárcel a cielo abierto” por Human Rights Watch.
Habib, que es en realidad el nombre usado por Aikins para hacerse pasar por refugiado afgano, y Omar, el auténtico migrante, quedan a merced del contrabando de refugiados, una ruleta rusa donde puede venir la salvación o la eterna espera.
Publicado a inicios de año en Estados Unidos y ahora ya en español, el libro es la crónica en primera persona de la ordalía por las que debe pasar un migrante de Asia Central en camino a Europa. El periodista Matthieu Aikins, que en mayo ganó un Premio Pulitzer tras reportar para The New York Times la muerte accidental de civiles afganos tras el ataque de un dron estadounidense, emprendió el viaje junto a su amigo Omar entre agosto y diciembre del 2016. Seis años después, este fue el resultado.
Aikins tenía claro que la única manera de escribir una historia así implicaba recurrir a periodismo “gonzo” y vivir en carne propia los acontecimientos. En ese contexto, la decisión de Omar de salir del país junto al resto de su familia fue la excusa perfecta para realizar su trabajo in situ, desde el interior de los sucesos. Antes, eso sí, le entregó su pasaporte canadiense a un conocido, borró su antiguo número telefónico y adquirió nueva identidad.
“Este viaje no lo podría haber hecho sin Omar, definitivamente no. Compartí con él muchas experiencias en Afganistán antes de la travesía”, dice Aikins al teléfono desde Kabul, donde se encuentra reinstalado hace más de un año, reportando sobre la vida bajo el gobierno talibán.
“Pasamos por situaciones peligrosas juntos y eso va creando la necesaria confianza entre ambos”, explica sobre el traductor que lo ayudó en su labor periodística durante toda la década pasada en Afganistán, y que, para ser exactos, no se llama en realidad Omar. Por razones de seguridad, su nombre y los de sus cercanos fueron cambiados en la narración.
¿Ha visto recientemente a su amigo?
Sí. Vive en Europa y lo he visitado varias veces. Considerando el devenir de los acontecimientos en Afganistán y la toma del poder de los talibanes el año pasado, su salida del país es lo mejor que pudo hacer. No ha sido fácil para él, pero era necesario.
En el libro usted dice que su complexión y su tono de piel le permitieron hacerse pasar por afgano. ¿De otra manera no hubiera podido hacer este trabajo?
Creo que mi rostro fue clave para realizar la travesía, pero aún así eso no bastaba. No solo tenía que parecer afgano, sino que también hablar su lengua, que en este caso es el persa. La conocía debido a los más de 10 años que he estado en Afganistán. He cultivado relaciones con la gente, he aprendido del país. Es el tipo de cosas que sólo se logran con el tiempo y es lo que hace que el trabajo periodístico pueda tener más valor.
¿Tenía un plan para que las notas que escribía en su celular fueran publicadas en caso de que usted muriera en el viaje?
Para ser sincero nunca planeé nada después de mi muerte. Estaba demasiado preocupado por permanecer vivo.
¿De qué manera le ayudó que quienes lo rodeaban lo percibieran como un refugiado más?
Los periodistas estamos acostumbrados a tener experiencias de primera mano. Conocemos personas y ellos nos cuentan sus historias. Los vemos y escuchamos. Es básicamente por eso que escribí este libro. Quería saber e informar sobre qué estaba pasando en la frontera y en los campos de detención con los contrabandistas y los migrantes. La única manera de lograrlo era ir encubierto como refugiado. En este contexto tuve la oportunidad de descubrir la vida y la interacción de quienes conocí.
¿Hubo momentos particularmente difíciles?
En este tipo de situaciones está el peligro latente de entregar tu vida a otros, de estar en las manos de contrabandistas. No tienes control sobre tu propio cuerpo. Una situación así es la que experimenté cuando estuve atrapado con muchas personas en una camioneta en la costa de Turquía. Solamente pensar que puedes morir aplastado ahí o ahogado en una balsa de goma en el Mediterráneo es aterrador. Por suerte no sucedió.
¿Cómo funciona la economía del contrabando en el caso de los refugiados?
Las leyes de fronteras, los impedimentos para atravesarlas y la propia policía crean la demanda de contrabandistas. Mientras más difícil es cruzar una frontera, más valioso es el servicio de un contrabandista. Es lo que pasa entre Europa y Asia o en el límite entre Estados Unidos y México. La construcción de muros o barreras no detiene la inmigración, sino que más bien aumenta el tamaño de esta economía criminal. En ese sentido, la policía y el contrabando son dos lados de la misma moneda, están conectadas. En la práctica, cualquier afgano que quiera salir del país necesita un contrabandista, ya que no hay visas ni pasaportes.
¿Qué lo motiva a seguir en Kabul?
Al establecerme en Afganistán en el 2009, comencé a crear lazos, empecé a tener amigos acá y sentí la responsabilidad de informar lo que estaba sucediendo. Por otro lado, los corresponsales extranjeros tenemos privilegios que la población local no posee. Detentamos cierta libertad que los afganos carecen con los talibanes. Es nuestra responsabilidad usar esos privilegios y hacer nuestro trabajo.
¿Cómo es su vida normal allá?
Para ser honesto, creo que todos los periodistas occidentales estamos algo sorprendidos de poder seguir trabajando en Afganistán después de la llegada al gobierno de los talibanes. No es una situación fácil, pero continuamos haciendo nuestras labores. Una de las razones es que a los talibanes les conviene mantener las embajadas en el país y lograr reconocimiento de los países en el mundo. Ellos necesitan a la ONU y a las ONG internacionales, pues actualmente el país vive una crisis humanitaria. Entienden que los periodistas extranjeros forman parte del mismo paquete.
¿Cómo ha cambiado la vida en términos concretos desde la llegada de los talibanes?
Lo más evidente es que ya no hay guerra en gran parte del país y eso significa que no hay muertes por esas razones. Pero, por otro lado, las libertades que habían alcanzado las mujeres ya no existen y la censura cayó sobre los medios de comunicación. En las áreas rurales eso no es tan notorio, pero en las grandes ciudades sí que está muy presente. Digo todo esto también dejando en claro que durante los últimos 20 años se propagó en el mundo la imagen de un Afganistán democrático y esa no era en la película completa. En muchos casos, era una mentira. Existía corrupción, violaciones de los derechos humanos por parte del gobierno y las mujeres enfrentaban mucha represión. Todo eso tiene mucho que ver con lo que Afganistán enfrenta ahora. Hubo fracasos y errores de parte de la OTAN en los últimos 20 años.
¿Cuál es el impacto que pudieron tener en Afganistán las protestas de las mujeres en Irán?
Algunos afganos están ciertamente al tanto de lo que pasa en Irán, su país vecino. Sin embargo, la realidad de ambas naciones es muy distinta. En Irán hay una gran población en las ciudades que tiene un historial de manifestaciones y protestas. Afganistán ha sido devastado por la guerra y el derramamiento de sangre en los últimos 40 años. No hay condiciones que permitan hacer demostraciones, a no ser que sean ataques suicidas bastante peligrosos. Los talibanes han sido muy duros en reprimir cualquier tipo de protesta, como pasó con las pequeñas manifestaciones que hubo el año pasado, cuando recién se instalaban. Básicamente acá la población solo trata de sobrevivir y la gran preocupación es la situación económica. Hubo un colapso en el país y depende de la moneda extranjera. La gente sufre por ello. Esa es la realidad.
Usted ganó el Premio Pulitzer junto a otros cinco periodistas al informar sobre la muerte accidental de 10 civiles afganos al ser atacados por un dron estadounidense. ¿Cómo fue aquella cobertura?
En algún sentido fue una situación bastante familiar. Me ha tocado antes informar sobre eventos que son muy diferentes a los que describen las habituales fuentes militares y que se presentan falsamente como ataques terroristas. Es muy difícil contradecir las declaraciones oficiales del ejército y del gobierno estadounidense, que usualmente son las que ganan. Sin embargo, en esta ocasión todo el mundo estaba observando lo que pasaba en Kabul y afortunadamente pudimos tener rápida evidencia de que la versión de los militares no era verdad. Hubo un cambio de actitud y debieron disculparse.