En la esquina de la calle Napoléon, en Las Condes, está ubicada una casa blanca de estilo veneciano. Tiene una arquitectura dramática. Las ventanas son de formas distintas, las barandas tienen figuras doradas y la fachada termina en cornisas puntiagudas. Alejandro López camina entre dos estatuas de leones hacia una puerta con las iniciales P.A. Esa tarde está vestido con pantalones claros, una camisa blanca y un blazer rayado de lino. En su cuello da vuelta un pañuelo de seda azul con blanco. Con una mano recoge un ramo de flores que alguien dejó para dar el pésame y con la otra abre la puerta. Cruza el umbral, se detiene y suspira. “Wow”, exclama. Luego calla. “Éste era su palacio”, dice en voz alta. Ese martes, es el segundo día que López entra a la peluquería desde que su marido, Patricio Araya, falleció.

En las vitrinas del salón, los maniquís están acompañados por coronas de flores. Regalos que la gente le ha llevado desde el 5 de abril, el día que el reconocido peluquero murió por Covid-19. López lleva una semana de duelo. Es la primera vez en 37 años que se separan por un motivo que no sea un viaje laboral. Desde que llegaron a ese local en 1989, la mayor parte del tiempo la pasaron entre esas cuatro paredes.

Con más de cincuenta años de trayectoria, Patricio Araya Daud (76) se consagró como el peluquero más reconocido del país, estando a cargo de los peinados más importantes de las últimas décadas. Las producciones de moda en la Revista Paula, el Festival de Viña del Mar, el concurso Miss Chile, además de otros mil y un eventos, eran los terrenos de Araya.

Entre sus clientas estuvieron las presentadoras María Olga Fernández y Paulina Nin; las artistas Thalia y Celia Cruz; las modelos Cecilia Bolocco y Raquel Argandoña, e incluso la primera dama, Marta Larraechea. Todas pasaban por las manos de Araya. Y aunque era quisquilloso, lo querían mucho.

Al cruzar la puerta de entrada, se encuentra el verdadero palacio de Araya. Justo al frente de donde se para a observar López, está la pieza en donde trabajó por última vez. Después de un año de pandemia, el peluquero había asumido la labor de diseñar las pelucas que se utilizarían en la obra Orquesta de señoritas, de Jean Anouilh. En ese salón desarrolló su proceso creativo. Ahí leyó el guión, estudió la época y dibujó los bosquejos que terminaron siendo peinados en las siete pelucas que llevaban los protagonistas de la obra.

El 26 de febrero se estrenó la pieza en Teatro Oriente, pero cinco días más tarde se suspendieron las funciones. Había un miembro del equipo contagiado de Covid-19. Entre el elenco el virus se esparció rápido y fuerte. En pocos días, los actores Tomás Vidiella, Luis Gnecco y el mismo Araya estaban internados en el hospital. El 10 de marzo murió Vidiella. El 5 de abril, Patricio Araya.

Alejandro López entra a la pieza que está repleta de pelucas y se detiene ante ellas. “La de Tomás, la de Cristián Campos, la de Mauricio Pesutic, la de Lucho Gnecco, Willy Sembler, Pancho Medina y Gonzalo, que era el pianista de la obra”, señala de izquierda a derecha. Hay una morada, otra castaña, una negra y otra con canas. Todas tienen cintillos de trenzas. “Estas son las pelucas malditas”, agrega.

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La construcción demoró diez años en estar totalmente lista. Inicialmente era una casa mediterránea, parecida a las que hay a su alrededor en el barrio El Golf, pero Araya quería algo más del estilo del Palacio Vergara. Así que se juntó con su amigo, el escenógrafo teatral Sergio Zapata, y diseñaron lo que se transformó en la Peluquería Pato Araya.

Adentro, subiendo la escalera a la izquierda, se encuentra el salón privado que el peluquero destinaba para encargos especiales como teleseries, obras de teatro o desfiles de moda. Ahí realizaba los looks para los personajes del área dramática de Canal 13 y TVN. En esas butacas se constituyeron los personajes principales de teleseries como El milagro de vivir, Volver a Empezar, Jaque Mate y Estúpido Cupido.

“¡Yo no me voy a cortar el pelo!”, cuenta López que se escuchaba en los pasillos. La respuesta del conocido Pato Araya era siempre la misma: “una actriz tiene que estar preparada para ser personaje. Si eres una actriz profesional tienes que estar dispuesta a esto”. Luego de la discusión, la mujer se paraba de la silla, bajaba la escalera y tomaba el teléfono fijo para llamar al director de la teleserie. Siempre era lo mismo, dice. “¿Por qué quieren ser siempre bonitas?”, preguntaba Araya, cuando ese ala del segundo piso se enfocaba en personificar y no en embellecer.

Una de sus grandes musas fue Raquel Argandoña: juntos marcaron tendencias entre las chilenas. Cuando asumió el rol de conductora en el noticiero 60 minutos de TVN, se coordinaron para que todos los días la presentadora apareciera con un peinado distinto. Argandoña estaba a las cinco de la tarde en el salón y Araya tenía decidido cuál sería el look de esa velada. A las nueve salía al aire. La audiencia esperaba expectante para ver cuál sería su nueva creación.

El profesionalismo que le exigía a las actrices también se lo exigía a las modelos.

Araya trabajó con diseñadores como José Cardoch, Luciano Brancoli, Rómulo Lizana y Osvaldo Mendiburu. Y esta misma disciplina se las exigió siempre a las modelos en sesiones de fotos o desfiles. “¡Ordenen bien los vestidos que le acaban de poner!”, cuenta López que les decía a las mujeres que lo adoraban, pero que a veces incluso lo trataban de dictador.

En el ala derecha del mismo piso está el área donde se atienden las clientas. Hay seis butacas rayadas, cada una frente a un espejo ornamentado. Por ahí pasaron generaciones de familias completas de mujeres que dejaban en manos de Araya su cabello. Ahí también fue donde Patricio y Alejandro crearon su segunda familia. Aunque las clientas no dicen haberlo querido a la primera.

“Pero si tú no tienes la nariz, tú no tienes los ojos, tú no tienes el mentón, tú no tienes las orejas para eso”, le decía a las clientas que llegaban con imágenes de revistas como referencias para cortarse el pelo. “Eso yo no te lo voy a hacer, porque este corte de pelo no te va a quedar bien”, decía firme. Después les daba una propuesta, las asesoraba según sus facciones y tonos de piel. “Lo que pasa es que la personalidad de Pato era muy dirigida a lo quería desarrollar, como la estética y la belleza, entonces él primero iba a lo que veía y después entraba a la persona”, dice López.

Las clientas que cruzaban ese primer umbral de pulcritud, podrían encontrarse con un consejero e incluso pasar a ser parte de esta especie de familia. Son muchas, dice Alejandro López. Prefiere no dar nombres, porque se le podría pasar alguno y sería injusto dejar a una afuera, dice. Entre las más conocidas están Cecilia Bolocco y Raquel Argandoña, a quienes les guardó secretos y, en momentos de escándalos, las ayudó a salir escondidas de la peluquería para esquivar a la prensa.

A muchas las escuchaba, pero solo a algunas les hablaba sobre lo que le pasaba. En esos casos le gustaba hablar de lo doméstico, de su campo y sus perros, o del cotidiano de la vida. Aunque lo más común era que fuera él quien se convirtiera en una especie de psicólogo, dice López. De hecho él y Araya pasaban semanas completas en el salón junto a su familia de clientas. Pero cuando terminaba la jornada volvían a su casa, un lugar que apenas un par conocía. Y ese fue un lugar que sólo Alejandro López conoció.

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Entre San Bernardo y Calera de Tango, a 30 kilómetros del salón de belleza, Alejandro López abre la reja mientras sus perros le dan vueltas alrededor. Esa tarde se ve distinto. Está con unos pantalones negros y holgados, una camiseta blanca y encima una camisa abrigada a cuadrillé. Al otro lado de esa reja, está la casa en que la pareja vivió los últimos 18 años y donde el peluquero pasó sus meses finales de cuarentena.

López quiere parar en un lugar antes.”Es la gruta de Pato”, dice.

Entre los árboles se abre una explanada. En el fondo hay un portal donde está ubicada una estatua de la virgen. Abajo, una mesa llena de coronas de flores. A la derecha una cruz y, más adelante, cuatro candelabros con velas ya derretidas. “Él me decía que si se moría, quería que lo velaran aquí. No se pudo por protocolo Covid, así que simbolice eso”, dice el viudo. Patricio Araya quería que su velorio fuera en ese lugar, que utilizaran los candelabros que habían comprado en un remate y que luego lo enterraran en su natal Mejillones. López lo tiene pendiente, por ahora se conforma con ese lugar.

El lugar era simbólico para la pareja: cuando en 2002 decidieron comprar la casa, el trámite se volvió un lío. Araya pensó que no lo lograrían y, entonces, cuenta López, se encomendó a la virgen de Lourdes. Si conseguían comprar la casa y vivir en el campo, el mismo Araya le construiría una gruta en agradecimiento. Y así fue.

En ese lugar formalizaron su relación hace cinco años. El 22 de abril de 2017, Patricio Araya y Alejandro López se unieron civilmente ante 70 amigos y la virgen de Lourdes. Ahí construyeron la mesa que hoy sostiene las coronas de flores.

Las dinámicas dentro de este lugar son opuestas a la peluquería. En el campo todo es sencillo, antiguo e imperfecto. “El aquí era otro, era otra persona en todo aspecto”, cuenta López. Si para ir a la peluquería empezaba un día antes a elegir ropa moderna y exclusiva, para estar en su casa elegía en el minuto la ropa que estuviera rota o manchada. “Venían amigos a verlo y yo le decía ‘pero Pato...’ y me decía ‘no me voy a cambiar. Que me vean, total aquí estoy en mi casa’, y le encantaba. A él le gustaba así”, recuerda López, que agrega algo más. Ese campo era el único espacio donde el peluquero realmente se sentía de vacaciones.

“Nos gustaba estar acá, incluso había veces que Pato no tenía ni ganas de ir a Santiago”, dice López. En el fondo, Araya no era muy de vida social, dice su marido. En este mundo paralelo también se permitía ser cariñoso con su pareja. Si Araya le tenía prohibido a López besarlo en público, en esta casa sí se permitía decirle “Canito, mi amor” a Alejandro.

Pero todo eso se perdió desde que ese 5 de marzo Araya partió en ambulancia al Hospital Clínico de la Universidad Católica. Fueron días de incertidumbre y soledad. Aún así, desde la primera noche que López se fue a dormir a otra pieza. Lo hizo porque sintió que el dormitorio que compartían le pertenecía a Patricio.

Ha pasado más de una semana de su partida y, a pesar del tiempo, Alejandro López aún no ha podido entrar a esa pieza. Dice que no puede, que aún le duele demasiado.

“En ese espacio está todo lleno de él”, dice.