Pedro Montes: "La disciplina de un artista es estar todo el día trabajando y no subiendo fotos a Instagram"
"A Lemebel lo tuve que cortejar. Ir a su casa a tocar el timbre y a veces estaba muy simpático, pero otras muy odioso. Me decía: 'Ya, déjate de hablar de trabajo y vamos a ver la teleserie'. Y partíamos a su pieza a ver la teleserie. Así nos fuimos respetando".
Los negocios poco rentables requieren de una cierta ingenuidad para abrirse camino, y a Pedro Montes no le faltó esa cualidad cuando decidió crear Departamento 21, una de las galerías de arte más activas en el Santiago de la última década. "En ese momento, año 2009, estaba muy de moda el 'nuevo galerismo', que supuestamente iba a refundar la escena del arte en Chile -recuerda como quien describe a su timador.. Y yo me entusiasmé con eso, creí que era verdad. Después me di cuenta de que no era verdad. Había nuevos galeristas, pero no nuevos coleccionistas, y los negocios sin clientes no funcionan. También descubrí que el arte que a mí me interesaba era el que menos se vendía, porque lo encontraban raro. '¿Y por esto pagaste tanto?', me decían. Para mí es el mejor arte que se ha hecho en la historia de Chile, pero estaba bastante solo en esa convicción".
Ese arte raro que Montes compraba y no vendía fue aquel que cuajó durante la dictadura: radicalmente experimental, adicto a los márgenes y de alta densidad política. La historia de cómo un exalumno del Verbo Divino y de Derecho en la UC se convierte en el principal coleccionista de esas obras empieza un poco más atrás.
"Yo he sido coleccionista toda la vida, desde armas a estampillas. Y desde muy chico coleccioné libros. A los 14 años iba a San Diego y me asesoraba con los Rivano para encontrar primeras ediciones de poetas chilenos. Ahora es muy fácil, se busca online, pero antes había que ir a hablar con los viejos. Y yo no quería Neruda: mi poeta era Huidobro. Y a partir de Huidobro, siguiendo la pista de las vanguardias, llegué con el tiempo a los poetas de los años 70 y 80".
La época en que casi todos los poetas eran artistas visuales, de Parra para abajo.
Eso fue impresionante, un caso único. Y claro, si te metes en el mundo de Lihn, Rodrigo Lira, Maquieira, Bertoni, se te aparece detrás todo este grupo de artistas visuales que yo hasta ese momento no conocía. Ese fue el clic: ¿Qué pasó acá, por qué nadie cuenta esto? ¿Qué pasó con la Escena de Avanzada, con Juan Dávila en Australia, con Downey en Nueva York? Entonces me puse a investigar y ahí empecé a encontrarme con una mina de oro. Se decía que había un apagón cultural y era todo lo contrario.
El apagón era por fuera.
Claro, pero por dentro había un movimiento exquisito de artistas, poetas, filósofos, sociólogos, cineastas, todos relacionados entre sí, armando encuentros, debatiendo ideas. Todos escribían, además. Los catálogos de los artistas eran muy literarios. Y poco antes de crear la galería, yo entré al taller de Eugenio Dittborn, donde empecé a conversar con él y a entender con más profundidad cómo se hacían las cosas en los 70, quiénes eran los amigos, qué estaba pasando.
Desde entonces, casi todos los protagonistas de aquella escena han entrado al catálogo de D21. No pocas exposiciones alcanzaron el estatus de icónicas, y Montes se ha dado lujos como producir las últimas performances de Lemebel o reeditar La nueva novela, de Juan Luis Martínez. "Cada vez viene más gente del extranjero a investigar a estos artistas, a pedir obras para hacer muestras afuera", cuenta orgulloso, y asegura que sus vínculos con el mundo del arte no han elevado su consumo de champagne: "Me siento muy ajeno a todo eso. Voy poco a inauguraciones, y si voy tomo piscola o whiscola. Lo mío es darle vida a esta colección".
Todos conocimos de niños el placer de coleccionar, pero lo normal es que a uno se le vaya pasando.
No, a mí se me ha acrecentado. Es el placer de ir descubriendo conexiones entre las cosas que juntas. Tú vas encadenando imágenes, libros, personajes, y sientes que vas enriqueciendo algo que, si no lo juntas, se podría perder. Muchas piezas del arte que yo busco han estado botadas en bodegas, en condiciones lamentables, o directamente han terminado en la basura. Entonces es la pasión de encontrar eslabones perdidos que hoy ya significan mucho, pero en el futuro van a ser imprescindibles para entender una época.
Eso ya tiene más gracia que coleccionar estampillas.
Sí, acá hay alma detrás: hay artistas, poetas, vidas, derrotas, victorias… Y yo he ido ampliando la colección hacia temas políticos y sociales que empiezan a hablarse en los 80: la homosexualidad en Chile, los derechos de la mujer, los fotógrafos del AFI. Como estaba todo tan vinculado, siempre aparecen nuevos núcleos que aportan al acervo que estoy armando.
¿Y lo que cruza todo esto se llamaría resistencia a la dictadura?
No, es un poquito más largo. Va desde el año 69, cuando Juan Pablo Langlois hace la primera obra conceptual en Chile, hasta el año 89, con Las Yeguas del Apocalipsis. Título no tiene, pero son 20 años de la historia de Chile: la Unidad Popular más la dictadura.
Para que se entienda el canon, ¿qué arte de ese período dejas afuera?
Posiblemente el arte que es muy directo o decorativo. El que busca captar rápidamente la atención del espectador con elementos "lindos", por decirlo así.
¿Tu arte en general es feo?
No le diría feo, pero es precario, muchas veces sucio. Y es un arte difícil, porque había censura, entonces se codificaban los mensajes para esconderlos un poco. Y también hay cosas fuertes. Una buena pintura de Juan Dávila, por ejemplo, es totalmente chocante. O sea, la mayoría de las piezas que tengo no las puedo poner en mi casa, porque son muy duras. Hay temas de tortura, de desaparecidos… La vida no está tan lejos de la muerte, digamos.
A un millonario que quiere colgar algo en el living, ¿tienes algo para venderle?
Sí. Hay obras de artistas como Gonzalo Díaz, Ronald Kay, Juan Luis Martínez, Jorge Brantmayer, que cualquiera puede colgar en el living.
[caption id="attachment_795001" align="alignnone" width="900"]
El galerista chileno Pedro Montes | Foto: Nicolás Abalo.[/caption]
Terror a Lemebel
En el mundo del arte, donde abunda la suspicacia, se te reconoce como un coleccionista que sabe moverse. ¿Cómo se gana ese prestigio?
Uf, muy de a poco. Lo primero es ser honesto con todos: artistas, galeristas, coleccionistas, herederos… Porque en esto uno se puede saltar muchos pasos, pero tarde o temprano eso te va a patear de vuelta. Otra cosa importante es no acaparar, no ir encerrando las obras. Al revés, mostrar las conexiones que estás armando, aceptar que vengan otros a investigar las piezas. Y, por supuesto, ser persistente en el tiempo. O sea, tú no puedes hacerte coleccionista por un año y después volver a ser el empresario. Esto es como hacerse monje: o tomas los hábitos o no los tomas.
También tienes fama de ser muy exitoso en ganarte la confianza de gente desconfiada.
[Se ríe] Sí, bueno, eso también tiene mucho que ver.
¿Para eso hay que ser correcto o ya se requieren otros talentos?
La base es ser correcto, pero a partir de ahí entra a jugar la inteligencia emocional: ser prudente, paciente, comprensivo… Estoy hablando como Piñera... Pero lo principal es tener paciencia. Mucha paciencia.
¿Con los artistas?
Y con sus sucesiones. Porque muchas veces los artistas no fueron blancas palomas, sino personajes conflictivos, entonces la relación de la sucesión con la obra del padre puede ser súper difícil. A veces son varios hermanos, ¿me entiendes? Hay que saber hasta dónde llegar, no meter presión en todo. Y por supuesto, cumplir: si prometes algo, hacerlo. Ahí me ha servido mucho ser abogado, porque si entro en terrenos conflictivos hago contratos muy detallados, donde queda todo claro. Y eso funciona: cuando la gente tiene un contrato firmado ante notario se hace cargo.
Un desconfiado insigne era Lemebel, y tú no provienes del grupo social que más le simpatizaba. ¿Cómo te lo ganaste?
Bueno, yo primero le tenía terror a Lemebel. Porque en 2011 exhibimos Lo que el sida se llevó, la obra que hizo Mario Vivado con la performance de Las Yeguas del Apocalipsis, y Pedro siempre andaba amenazando que iba a ir a destruir la exposición, que odiaba estar en una galería, bla, bla, bla. Pero lo conocí en persona al año siguiente, cuando lanzamos Sodoma mía, el libro de Pancho Casas. Ahí nos saludamos y fue cariñoso, lo que me dio cierta confianza: ya, me saludó y no me escupió. Y después me contactó a través de Sergio Parra para que lo ayudara a producir obras. Así que hubo algunas reuniones y empezó una especie de pololeo con Pedro Lemebel.
No tuviste que cortejarlo, entonces.
Lo tuve que cortejar, sí, sí... Ir a su casa a tocar el timbre, él salía con su pañuelito y a veces estaba muy simpático, te ponía música, te servía helado o té. Pero, claro, otras veces se ponía muy odioso.
Le gustaba poner a prueba la paciencia del interesado.
Exacto. "Es que llegaste cinco minutos tarde", "ya, déjate de hablar de trabajo y vamos a ver la teleserie". Y partíamos a su pieza a ver la teleserie. Así nos fuimos respetando. Nunca hablamos de política, ni de plata, ni de… bueno, sí, un poquito de amores, me contó algunas historias. Todo esto en una época muy dura, porque él estaba con los dolores del cáncer.
Esto fue en su etapa final.
Fueron sus últimos dos años. Un par de meses antes de que falleciera, fuimos con Pedro y Sergio Parra a la Bienal de Sao Paulo, donde no lo recibieron, no lo invitaron a la cena, todo mal. Como que todo con Pedro salía terrible. Pero igual lo pasamos bien. Estuvimos tres días paseando, nos reímos, comimos rico.
¿Crees que él como figura, como universo estético, ya es tragable para la clase alta chilena? ¿O todavía no?
Se está haciendo tragable, diría yo. Ahora que no está, porque con él presente era más difícil, el tipo hablaba. ¡Y se tiene que hacer tragable! O sea, la clase alta, o como la llames, tiene que hacerse cargo de la historia de su país en todos sus aspectos, incluidas las artes visuales, la literatura, la disidencia política y sexual, etc.
¿Ya no cuesta ser de derecha y sentir como propio el arte político que se hizo en dictadura?
Insisto: son procesos de aprendizaje, de ir conociendo la historia de estos artistas y a partir de ahí hacerse cargo de lo que representan. Y ya conozco a varios coleccionistas, si tú quieres de clase alta, que sí se interesan en estas obras, reconocen su valor. Esto es la historia de Chile. Y así como Arturo Gordon pintaba El velorio del angelito en los años 30, bueno, en los 70 había tortura, había desaparecidos y hay que asumirlo nomás. Y lentamente ha ido ocurriendo. Las dos Fridas, de Las Yeguas, ya es una imagen bastante reconocida, con todo lo que representa: el tema del VIH, el travestismo, la homosexualidad expuesta. Y este acercamiento se va a acelerar, no me cabe duda.
En algún momento de la historia, la aristocracia que compraba arte se estancó en sus gustos, ¿no?
Eso está clarísimo. El gusto llegó hasta los artistas de los 20. Camilo Mori ya era súper moderno, casi el surrealista de ese grupo.
¿Y qué pasó después?
Se pegaron ahí, en el arte chileno patrimonial. Y claro, las nuevas generaciones ya no querían ver a la vaquita pastando en la cordillera, entonces se aburrieron. Hasta los años 90, cuando llegan los nuevos políticos y se genera el grupo icónico de la transición: Bororo, Benmayor, los artistas que los líderes de la Concertación tenían en sus casas. Luego viene Lagos, que le dio un impulso fuerte al arte, diría que fue el único que realmente se preocupó de la cultura.
Y los que compran, ¿se han gastado la plata bien?
Se han gastado mucha plata en grabados y litografías de artistas consagrados, por lo general sin darse cuenta de que son obras seriadas. Litografías de Vasarely ultravistas que son parte de una edición de mil, donde quizás el tipo ni siquiera puso la firma. Hay que desacreditar un poco la obra seriada, sobre todo la extranjera, tenemos mejores cosas acá. También pasa que la élite económica, como es más conservadora, le tiene mucho temor a "qué van a decir si yo pongo esta imagen en mi casa o en mi oficina". Entonces pones un Matta, porque a lo más te van a decir "qué lindo tu Matta". Pero si pones Las dos Fridas, te pueden decir "oye, ¿pero esos eran pareja? ¿Y por qué están semidesnudos? ¿Y qué dicen tus niñitas de esto?". La decisión de comprar una obra u otra pasa muchas veces por ahorrarse esa complicación.
Se ha discutido muchas veces por qué la democracia, en vez de desbordar la creatividad de los 80, la neutralizó.
El enigma de la transición. Todos los artistas estaban felices, la alegría ya viene, ya viene… y la cosa se desinfla. Algo pasó. En Museo Abierto (1990), la exposición que hace Nemesio Antúnez, se viven las primeras censuras posdictadura: Las Yeguas del Apocalipsis para afuera, Luger de Luxe para afuera. Ahí se pegan un cabezazo contra la pared: ¿Bah, no venía la libertad? Y empiezan a bajar las ganas.
Y entre esa escena desinflada y la actual, ¿pasó algo importante?
Me parece que seguimos casi en lo mismo. El Bellas Artes y el MAC son lo mismo que al inicio de los 90. No han cambiado ni las luminarias, creo yo.
¿Para dónde se fue la energía nueva?
Qué difícil… Porque claramente la energía nueva no está en las artes visuales, pero tampoco sé dónde está, la veo poco. ¿Es que sabes qué pasa? Antes la cosa era más colectiva, y cuando funcionas en grupo la energía se complementa. Hoy, cada artista está con su computador viendo cuánto valen en dólares las obras de un artista similar a él en Estados Unidos. Entonces hay una especie de desazón, una sensación de estar a la deriva. Recién han aparecido algunos jóvenes que trabajan con más desenfado, casi desconociendo el pasado, para poder salir de la inercia.
¿Qué artistas?
El Papas Fritas, por ejemplo. Creo que él hizo un clic en muchos artistas jóvenes: oiga, usted no tiene por qué seguir anclado a la escuela de la U. de Chile, ni someterse al mercado. A muchos les cae mal, se manda cagadas, pero logró instalar un mensaje que escucharon los demás. Lo veo como una especie de líder escondido, un Osama bin Laden. Además, tiene humor, y el arte político sin humor hoy no llega muy lejos.
Además del atrevimiento, siempre echas de menos la disciplina con que trabajaban los artistas que coleccionas.
Absolutamente. Son obras a las que se llega después de mucho ensayo y error, pese a que disponían de materiales muy precarios. Y claro, la disciplina es estar todo el día trabajando y no subiendo fotos a Instagram.
Tampoco perdían el tiempo haciendo lobby; no existía.
No, el lobby en esa época era tener amigos que te dieran lugar en una sala para exhibir. Y como no tenían mercado, el fin de esa exposición tampoco era la venta, era estar ahí. Poder decir "oye, yo en este minuto soy el mejor, estoy haciendo algo más innovador".
El único éxito a la mano era la envidia de los pares.
Exacto, competías con tus pares, que eran todos muy buenos. Era como ser el tiburón Phelps nadando con los otros tipos al lado, a ver quién toca primero la meta.
También estaba muy claro a qué había que resistir. ¿A qué se podría resistir hoy, si todas las tradiciones se caen solas?
A la copia, a la flojera, a eso hay que resistir. Y hay que conversar con gente de otras disciplinas. El artista chileno está muy encapsulado en las artes visuales y en su nicho académico. En Brasil, por ejemplo, los grandes artistas son artistas, no académicos. Van a talleres de artistas. Acá lo primero que le preguntan a un artista es dónde estudió. Y el tipo te responde: "Estudié acá, después hice este máster, tal doctorado…". Oye, no estoy buscando un economista, cuéntame de tu vida, de tu obra, cuáles son tus pasiones, me da lo mismo si estudiaste en Isla de Pascua o en la mejor universidad de Santiago.
Cuando decides comprarle a un artista nuevo, ¿te dejas seducir por su discurso o te fijas solo en la obra?
No, yo desconfío mucho de los discursos. Muchas veces son totalmente impostados, con citas a los mismos filósofos europeos de siempre, un libreto que ya resulta totalmente aburrido. Lo que sí me interesa es la postura del artista: cómo se para al lado de su obra, no cómo la explica. El discurso se lo tienen que dejar a los demás.
En los 80, más que un discurso común, lo que se distingue es una actitud común frente a la creación.
Eso es lo que había: una actitud, una presencia y un convencimiento casi suicida de que tu obra es buena. ¡Así tiene que ser! Uno sabe si un artista se cree su obra o no se la cree. Acá necesitan que sus pares le digan "oye, está buena". No, el gran artista sigue solito, contra viento y marea, porque eso es lo que después trasciende. Cuando 30 años después se descubre a un artista que nadie reconoció en vida, es porque su certeza estaba ahí.
¿Sigues viendo tus compras como inversiones?
Sí. No sé si llegue el día en que tengan una liquidez inmediata, pero estas obras valen más ahora que hace 10 años. No hay cien compradores, pero ya hay dos o tres. Alguna vez dije que quería competidores y han aparecido. Por suerte son amigos, así que es una sana competencia. Pero hoy me motiva más difundir que vender, crear contenidos alrededor. Además de la galería, tengo el sello D21 Editores, que publica libros relacionados con estas obras, y hace dos años formé el Centro de Estudios de Arte (CEdA), que funciona con un grupo de amigos dedicados a lo mismo.
Lo que financia todo esto es un negocio familiar inmobiliario, ¿no?
Sí.
Un rubro al que muchos artistas culpan de haber arruinado el museo más importante: la ciudad. ¿Les encuentras razón?
No, no, no, esto es colectivo. La ciudad no depende de las inmobiliarias, depende de la legislación, de lo que la gente demanda, de los alcaldes que elige, etc. Hoy la participación ciudadana frena un montón de proyectos y eso siempre se ha podido hacer. Y si nos comparamos con la Ocde, claro, destruimos la ciudad colonial, pero no lo hemos hecho peor que otras ciudades latinoamericanas. En todo caso, yo no construyo, me dedico a los terrenos, así que no me sentiría culpable. Pero me parece fácil esa queja, no se hace cargo. Lo que hemos arruinado, lo arruinamos entre todos.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.