-Lee esto, esto sí que es bueno -le dijo su padre.
Roberto Merino reconoció el nombre de Joaquín Edwards Bello en la portada. Eran tres libros de crónicas que recibió con cierto escepticismo, acaso con tedio. Entonces tenía 13 años, había disfrutado mucho la lectura de Confesiones imperdonables, de Daniel de la Vega, con sus historias en torno a la bohemia santiaguina de los años 20, y ahora su padre le recomendaba al gran cronista de Hotel Oddó.
Al principio sintió rechazo, incluso lo encontró aburrido. Pero durante las vacaciones en Punta de Tralca tomó los libros y se produjo el encuentro:
-Se me abrió un mundo, fue una maravilla -recuerda.
Fue uno de esos encuentros virtuosos: insospechadamente, la obra de Edwards Bello acompañó a Merino desde entonces. Además de ser el mayor especialista en su obra y editor de seis volúmenes de sus crónicas reunidas, Merino es hoy el mejor cronista del país. Y así como Edwards Bello, el autor de Padres e hijos cultivó también una relación literaria y afectiva con la ciudad de Santiago, como atestigua el formidable volumen Todo Santiago: crónicas de ciudad.
“Lo que más se agradece en estas crónicas es, posiblemente, su inteligencia, hospitalidad y humor de punta fina”, escribió Héctor Soto en la presentación de aquel volumen.
Poeta y editor, Merino es también un ensayista que exhibe virtudes semejantes: su prosa respira frescura, lucidez, humor, libertad de puntos de vista y un gran caudal de lecturas. Y eso puede constatarse en Combustión espontánea, el nuevo libro editado por UDP que recoge las columnas que escribía en Revista de Libros.
Formado en el Instituto Nacional y en la Universidad de Chile, amigo de Enrique Lihn y Rodrigo Lira, Merino cultiva un lenguaje elegante y coloquial al mismo tiempo, desprovisto de énfasis, abierto a las conjeturas, así como una discreción casi deportiva. Hace un par de años fue postulado al Premio Nacional de Literatura, y hoy recuerda:
-Sí, agradezco la buena onda y habría sido bueno lo del Premio Nacional. Pero no me desvelo con estos temas. No es que carezca de ambición, sino que a menudo se me olvida. Es una forma de sobrevivencia. Aprendí a desapegarme de la necesidad de reconocimiento -dice hoy, sentado en una mesa del Tavelli, donde escribe sus crónicas.
Su nuevo libro, añade, “son especulaciones, recuerdos, conexiones, pensamientos sobre literatura”.
Son ensayos de un gran lector. Lihn se lo reconocía: le decía el escrilector.
Enrique intuyó muchas lecturas. Lira también me dijo este huevón va a ser un erudito. Yo me molestaba, le decía no, por qué. Yo era muy pendejo, tenía 18 años, y encontraba que un erudito era un personaje despreciable. Si me hubiera dicho vas a ser un aventurero, me habría sentido halagado. Pero yo me imaginaba un viejo gruñón, cubierto de polvo en una biblioteca. No, hay gente que lee más y que vibra con los libros. Yo he llegado a experimentarlos como algo adverso: un peso que uno anda acarreando por la vida, cualquier cambio de casa lo revela. ¿Y para qué? A mí se me está acabando el plazo, ahora calculo el tiempo, ya no tengo la posibilidad de leer indefinidamente -dice, luego de sobrevivir a un infarto.
Edwards Bello es una referencia ineludible para usted. Pero a diferencia de él, que puede llegar a ser altisonante y atronador, su voz es discreta y cautelosa.
A veces puedo ser muy enfático en la conversación y me arrepiento siempre. Digo idioteces, me paso de la raya, tengo que llamar, no es tan así. Y como el tiempo de la escritura, a pesar de las urgencias, es distinto al de la conversación, uno tiene una brecha para modalizar esa cuestión. Podría hacer un texto enfático, pero no me acomoda. No me interesa mi cabeza cuando subo el volumen. Joaquín se enfrascaba en polémicas, era inseguro, sufría con las erratas, sufría con la pertinencia de lo que decía. Pero como opera esta transmutación con la escritura, su voz suena llena de arbitrariedades, como sentenciosas, y puede ser muy gracioso. De repente tiene unas ideas como que al pueblo hay que uniformarlo: el Estado tiene que pasarles ropa a todos igual, una barbaridad. Además, somos personalidades distintas.
¿Cómo se lleva con un medio donde todos parecen hablar fuerte, en especial en redes sociales?
Mal. En estos dos últimos años he estado incómodo, descolocado, sobre todo con la pérdida de la argumentación. Yo nunca he reclamado contra la generación actual y sus déficits, pero la pérdida de la argumentación es muy lamentable, eso sí es un empobrecimiento radical y muy peligroso. La falacia en la discusión está en todas partes. Realmente, la lealtad con el lenguaje se ha perdido; la lealtad con el lenguaje, o sea que estamos hablando un mismo idioma y dentro de los mismos presupuestos, y al hablarlo estamos revisando un poco, chequeando que no nos estamos saliendo de ahí y estamos hablando los dos de buena fe. Pero si te digo, ya, chao, no te pesco, eso corta ese consenso con el que se ha construido la civilización. Ahí hay un problema, y lo ves en los debates, en discusiones políticas. No se atiende a lo que realmente las personas dicen, sino que se presuponen malas intenciones dentro de este esquema bélico que estamos viviendo, de odiosidades.
Merino cita un ejemplo: “Alguien me dijo que no iba votar nunca por un nazi, en referencia a Kast. Por qué nazi, le pregunté. Evidentemente es nazi. Ya, pero dime algo. Es nazi, antigay. Puta, pero también lo eran los soviéticos. Pero es un nazi. Entonces se están usando las palabras con demasiada ligereza malintencionada; no podemos eliminar la ligereza de la conversación, es parte de la ironía, de la chuchoca, pero cuando la utilizas con rabia y con seriedad es medio peligroso”.
¿Cree que responde a la época, a la era de las redes sociales, las fake news?
Es universal, creo que lo que vivimos son intensificaciones de experiencias humanas que se han dado en todas las épocas. No creo que haya nada nuevo, la velocidad de las comunicaciones sí, pero no el fenómeno de la intolerancia, la revancha, la deliberada incomprensión del otro, la descalificación. Eso ha estado en la política todos los tiempos, con gradaciones. En la UP había un tipo de caballerosidad en la discusión que se ha perdido, los viejos políticos podían hacer referencias históricas. En esta elección no hubo ni una referencia histórica, parece que las cosas comenzaron hasta donde llega la memoria de corto plazo. Es muy raro, porque antes había una conciencia de pertenecer a un mundo que excede a los sujetos involucrados hacia atrás.
Boric en su discurso de primera vuelta hizo una alusión a la historia.
Allende, pero no más atrás. Me acuerdo que un día estaba Briones en la radio y un periodista le preguntó a qué presidente de Chile admiraba. Briones dijo Manuel Montt. Y el periodista lo cortó: noooo, de los últimos 30 años… El problema es que cuando destruyen la estatua de Baquedano, que fue un símbolo, hay una desvinculación total con el pasado. Hay dos escultores en Chile, Virginio Arias y Rebeca Matte, y con qué derecho le rompen la obra a Arias. Borran un mural recién hecho en Plaza Italia y las redes arden, ¡fascistas! En circunstancias que esta es una escultura muy valiosa, una de las grandes esculturas que se han hecho en Chile, por el clasicismo, la cosa apolínea, por la forma; es una estatua no dramática, austera. Cuando hicieron una carrera y le rompieron una pata a la escultura de la Rebeca Matte, mucha gente que no le importó que destruyeran la obra de Virginio Arias estaba reclamando, simplemente porque los que la rompieron eran supuestamente capitalistas de las carreras de autos. O sea, parte del enemigo.
¿Cómo llama a la Plaza: Baquedano, Italia, Dignidad?
Italia.
¿No le gusta Dignidad?
Ah, no, encuentro que es una imposición voluntarista, prepotente. No creo que sea necesario cambiar el nombre de las cosas.
¿Y cómo se relaciona con el lenguaje inclusivo?
Cualquier intento de control del lenguaje lo encuentro dudoso. La dictadura de Pinochet también intentó controlar el lenguaje, cualquier autoritarismo intenta ganarse esa parcela. El lenguaje inclusivo realmente no es necesario, en la medida en que el lenguaje funciona. Si digo todos, eso no tiene género, no discrimino a nadie. Distinto es si quiero hacer una indicación política, pero el lenguaje no es para eso. Si en el lenguaje de la conversación estoy haciendo indicaciones políticas, estoy siendo un huevón majadero y molestoso. Si te estoy diciendo todes y no sé qué, te estoy picaneando y exigiendo una disposición tuya que no corresponde a esa especie de cesión que uno hace en la conversación. Uno trata de que el otro entienda, normalmente, sin suponer malos entendidos ni malas intenciones. Si te hablo de mí en femenino, es una mala educación. Cuando había alguna ambigüedad antes, se podía decir señoras y señores, y no había ningún problema. Yo lo veo de ese modo, pero en la medida en que el lenguaje es dinámico, capaz que eso se incorpore finalmente. Evidentemente, no hablamos igual que en el siglo XVI.
¿Ud. se ve diciendo “hola a todes”?
No, jamás, jamás lo haré. Pero por innecesario. Eso no aumenta ni un ápice el respeto que pueda tener por alguien que tiene otra opción sexual. Las viejas generaciones no se criaron con el lenguaje inclusivo, pero todos conocemos el respeto, la tolerancia y la consideración con el prójimo. Eso no ha sido inventado recién. Si alguien quiere saltarse esas virtudes, lo hará con o sin lenguaje inclusivo.
¿Cómo ha vivido estos dos años?
He estado muy encerrado, no he salido de Providencia, todo lo he hecho acá, lo que ya me tiene un poco chato. Pero ha sido bien parecido a un sueño, tengo contornos bien borrosos.
¿Vivió el estallido aquí, cómo lo recuerda?
Esa huevá para mí fue traumática, fue algo nunca visto. Estuve muy atento, pendiente todo el día.
¿Con qué sensación se quedó?
Creo que tiene elementos de liberación mayores de lo que se le reconocen. Se supone que fue una asonada espontánea de la gente por malas condiciones de vida. Y aparecieron muy rápido las explicaciones: Chile despertó. A ver, quién dice eso, en relación a qué, ¿estábamos dormidos, 30 años? Yo no estaba dormido estos 30 años, estaba trabajando como se supone que tiene que hacer la mayoría de los huevones. No estaba dormido en absoluto, entonces qué mierda significa eso. Eso es lo que me da rabia: ese uso retórico, publicitario, de cosas que son muy serias y que involucran dolor y sufrimiento para mucha gente. De repente están todos los huevones, los humoristas del Festival de Viña, todos apoyando a la ‘primera línea’, y lo correcto es estar de parte del movimiento, si no eres un facho de mierda, que es una palabra que ha perdido totalmente su significado. Ahora te dicen facho por discrepar, es muy molesta esa huevá. Me parece que hay un grado de búsqueda de liberación que no se reconoce en esta especie de historia provisoria e instrumental del estallido. Fernando Atria llegó a decir que la violencia estaba justificada en la medida en que sus frutos habían sido positivos, habían sido la Convención Constitucional. O sea, hablemos de sofismas. Lo que yo vi acá fue horrendo, los saqueos, la violencia, y no tendría cómo acomodar una versión que la justificara. Solo vi destrucción lumpenesca y mucho odio.
Por aquellos días, Merino cruzó al café Sebastián. Había notado que los saqueos se concentraban en Av. Providencia y los desórdenes casi no alcanzaban a las calles perpendiculares. “Pero hubo una pelea y alguien arrancó y llegó mucha gente; nos rodearon y nos gritaban, te odio, con los ojos llorosos, pero hubo un límite que no pasaron. Querían destruirlo todo, pero eso habría involucrado atacar gente”.
¿Por qué los amenazaron?
Por estar tomando café, por ser cuicos, no sé. Entonces no puedo adherir, nadie me puede obligar a entusiasmarme con una huevá que me parece criticable.
¿Hubo fascinación con la violencia?
Fue una irresponsabilidad. La frase ‘hay que quemarlo todo’, eso no es una hipérbole, había huevones quemando cosas. Pero quizás es cíclico, quizás en Chile cada cierto tiempo ocurren estos reventones, lo que Edwards Bello llamaba el ánimo-moto, el terremoto del espíritu. En el estallido se dieron fenómenos atávicos, primitivos: la fascinación con el fuego. Edwards Bello habla de la alegría de las demoliciones, la alegría de los incendios. Son hechos horrorosos, pero entiendo el entusiasmo por la destrucción. Led Zepellin les pagaba a los hoteles por la cagada que dejaban.