Alfredo Zamudio tiene un lema simple y expresivo: “El diálogo es para valientes”. Destacado facilitador de procesos, trabajó para el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) en Colombia, así como en numerosas situaciones de conflictos complejos. Y tiene algunas certezas. Una de ellas es que para participar de un diálogo en la comunidad se requiere valor, “porque hay que atreverse a pensar que tal vez cambies de opinión. Tenemos que pensar fuera de la caja, ir a conversar donde nunca se ha ido, entender cómo vive y cómo siente la otra persona”.

Nacido en Chile y radicado en Noruega, Zamudio es director del Centro Nansen para la Paz y el Diálogo. A través de él participó en más de 30 conversaciones en el país, entre estudiantes, gobierno y sector privado. “Durante los momentos más álgidos, con la temperatura muy alta, no fue fácil, pero después de un tiempo la temperatura bajó, porque se dieron cuenta de que querían seguir escuchándose. Vimos que había mucho descontento, pero también constatamos que estaban las ganas de hacer algo distinto. La Convención Constitucional es un tesoro cívico que permite la transformación de Chile”, afirma.

Especialista en mediación, Zamudio valora el proceso histórico que enfrenta el país y piensa que su éxito depende de un verbo esencial: escuchar. “Un proceso constituyente es un camino para lograr los cambios fundamentales que se necesitan. ¿Pero cómo construir los espacios que permitan escucharse? Hay que reconocer que las personas son más que sus demandas: tienen historias y personalidades que los han traído hasta ese espacio, y tienen en común el desafío de hacer escuchar su voz”.

La Convención Constitucional estará integrada por 155 personas que expresan una gran diversidad social, política, étnica, de género. ¿Cómo facilitar el diálogo?

De acuerdo con su experiencia, “cuando hay situaciones difíciles, debido a conflictos o diferencias que han durado mucho tiempo, además de las desconfianzas, hay también otras emociones, como el miedo o la rabia. Si no las escuchamos, es muy difícil entender el porqué de nuestras diferencias”. Agrega: “Tratar de convivir desde las diferencias es un punto a favor para iniciar el camino de la reconstrucción de las confianzas. Las conversaciones pueden ser incómodas y difíciles, pero en el proceso las personas se van humanizando”.

El director del Centro Nansen resalta que “escuchar no significa claudicar, ni perdonar, ni justificar las posturas o los argumentos del otro. Si realmente se desean cambios profundos, hay que tomarse el tiempo necesario para conversar sobre lo que hubo, sobre lo que hay y sobre lo que puede ser”.

“El beneficio de un proceso incluyente y dialogante es que puede conseguir mejor información, porque cala más hondo, escucha más atentamente a más personas, explora opciones y construye confianza”, prosigue. “El diálogo toma tiempo, porque es una exploración para escuchar la forma y el impacto de las dificultades (que pueden ser muchas) y para encontrar las soluciones (que pueden ser muy escasas). Si no escuchamos atentamente, tal vez vamos demasiado rápido y ‘nos pasamos varios pueblos de largo’, y se desperdicia una valiosa oportunidad para entender la dimensión, el impacto y las emociones detrás de los problemas”.

En la práctica, agrega, “es necesario pensar los detalles de la hospitalidad y logística, para que (los convencionales) interactúen desde lo cotidiano, sin que eso implique negociar ni dejar de lado sus identidades y opiniones. Si se acepta encontrarse en torno a detalles amables y sencillos, si se considera viajar a regiones u otras maneras de generar dinámicas que incorporen a todas y todos, también se puede contribuir en una forma sustancial al propósito del proceso constituyente”.

¿Qué hacer con los temas controversiales?

En quechua existe una palabra que se llama pirca, que significa “muro de piedra”. Cuando hay muchas desconfianzas o hay grandes problemas que dividen a las personas, es natural que la gente diga “tenemos que solucionar el problema más grande”. Pero nosotros sugerimos ir por el lugar más bajo de la pirca, porque si no logran encontrar una solución a ese problema que han identificado en común, tal vez no les duela mucho el porrazo. Pero si lo logran, esa experiencia les puede inspirar para seguir adelante con problemas mucho más difíciles. En el fondo, el lugar más bajo de la pirca es la transformación más fácil de abordar, para luego continuar con los temas más complejos.

La enseñanza mapuche

En 2016, la Presidenta Michelle Bachelet empujó un proceso constituyente que el antropólogo Rodrigo Araya, socio de la consultora Tironi, conoció de cerca. Aunque no logró respaldo político, aquella experiencia puede ofrecer lecciones, dice. Entre ellas, el modo en que funcionó el Consejo de Observadores, un grupo de 15 personas entre las que estaban Juanita Parra, Benito Baranda, Roberto Fantuzzi, Jean Beausejour y Patricio Fernández.

“Eran gente muy diversa que entró con el cintillo de la desconfianza, y pasó algo interesante que ojalá suceda ahora. Se generó la idea de grupo, de un cuerpo que tenía diferencias muy profundas, pero lograron encontrar lo común. Y se logró cierta confianza por los objetivos que les encargaron”, cuenta.

Esa dinámica facilitó la participación ciudadana en los encuentros autoconvocados, piensa Araya: más de 200 mil personas participaron de ellos dando sus opiniones constitucionales. “El mensaje era muy claro: la Constitución no es tema de expertos”.

Como paso previo al debate, el antropólogo considera que es fundamental que los convencionales asistan con disposición a escuchar de buena fe. “Lo primero, como gesto profundo de los delegados, es que se reconozcan como válidos. Este es un ejercicio inédito por la diversidad de la convención. Si todos llegan con la lista del supermercado, esto no va a funcionar bien; si cada uno va con una aspiración purista de que sabe lo que Chile necesita y va a sentirse frustrado ante los cambios, es una mala predisposición. Los miembros de la convención deben estar dispuestos a escuchar y a dejarse persuadir, y lo primero es aceptarse: en la convención son todos iguales, sea un empresario, un almirante, una machi o un profesor. Igualdad radical. Eso va a generar apertura a escuchar y podría ir desatando los nudos”, afirma.

Araya cree que no hay que ir demasiado lejos para destacar una experiencia valiosa: el Pentukun mapuche. “El mundo mapuche tiene una tradición muy importante de diálogos en los parlamentos. El Pentukun es una presentación personal que se hace antes de los diálogos, pero bien personal: quién soy yo, quién es mi familia, mis sueños, mis miedos. Imaginemos que en la primera sesión de la convención, antes de elegir al presidente y antes del reglamento, hacemos un Pentukun. Va a tomar tiempo, son 155 personas, pero es una inversión muy importante: es poner una semillita de cada uno. Eso podría facilitar y contribuir a la apertura al diálogo”. La idea del Pentukun ya comenzó a circular entre los constituyentes.

“Tan importante como el resultado va a ser el proceso, el camino, el lugar que les den a los desacuerdos”, dice el antropólogo. “Hay que dignificar el desacuerdo, desdramatizarlo; sería ingenuo creer que vamos a estar de acuerdo en todo. Si esto se da bien, con estas ideas de diálogo y respeto, esta dinámica podría reflejar el país que estamos construyendo. Si esto se parece al Congreso, donde nadie se escucha, no va a funcionar”.

Los términos de la interacción

En 2019, por encargo de un ministerio, la consultora Glocalminds gestionó un encuentro de organizaciones. ¿El fin? Levantar ideas para los programas sociales de la cartera. “Eran como 150 personas durante unos cuatro días”, cuenta hoy la facilitadora Josefina Maturana, para quien el éxito del encuentro era cualquier cosa menos evidente. Una experiencia similar, algún tiempo antes en el mismo ministerio, había fracasado: un grupo de participantes impidió que la actividad llegara a puerto. Los mismos que reaparecerían en 2019.

“Sabíamos que había un grupo que iba a boicotear”, prosigue la ingeniera comercial. “Teníamos un diseño de lo que se iba a conversar, y después de la primera actividad, salió este grupo, y en el recreo nos tocó conversar con ellos. Lo primero fue escucharlos: comprender qué necesitaban, qué sentían bajo amenaza, y eso cambió la actitud que traían. Cuando se encontraron con que nosotros no queríamos imponer nuestra postura, sino entenderlos y explorar diferentes formas en que pudiéramos incorporar su necesidad y la del resto, logramos un espacio de intercambio. A veces pasa que la gente piensa que habla a nombre de todos, con la mejor de las intenciones, pero le impone al resto que se hable por ellos, cuando quizás piensan diferente”.

En términos de gentío, de horas trabajadas y de conflictos sobre la mesa, es lo más cerca que ha estado Maturana de participar en una constituyente. Cerca dentro de lo lejos, claro, pero provista de una convicción: la facilitación “puede ayudar en situaciones de conflicto a encauzar las tensiones, a generar espacios contenidos con una estructura clara y consentida por todos, donde se valide cada voz como poseedora de una parte de la verdad”.

Los conflictos existen, añade, “porque hay cosas que nos importan mucho, y las queremos cuidar, y en ese cuidar nos sentimos en tensión con otros que creemos que quieren cosas que pueden amenazar eso que nos importa. Si somos capaces de entender lo que cada uno quiere cuidar y lo integramos y complementamos, ganamos soluciones mejores que si gana la posición de uno sobre el otro”.

Lo anterior presupone condiciones. Por lo pronto, generar un espacio en el cual todos se sientan escuchados y entendidos: “Si sé que voy a tener mi turno para sostener lo mío, tal vez me tranquilice un poco escucharte”. Porque no es llegar y conversar sobre un tema determinado. Se requiere, por ejemplo, “invertir” en que la gente se conozca y que no considere este solo hecho como una pérdida de tiempo.

Por lo anterior, se precisa una metodología que defina los términos de las interacciones. Y si la CC va a generar sus propias reglas de funcionamiento, las de este tipo deberían quedar claras desde un inicio, incluyendo la eventualidad de echar mano a alguna instancia de mediación o facilitación. Lo otro es cómo se expresan los participantes, “porque si en la primera frase yo estoy descalificando, el resto me va a dejar de escuchar. Evitar el ‘yo nunca-tú siempre’ y otras formas automáticas, inconscientes, puede ayudar a disminuir la polarización y la imposición de ideas”.

Rosa María Olave, directora del Programa de Mediación y Resolución de Conflictos de la U. Alberto Hurtado, considera, por su parte, necesario “ver cómo se generan procesos de diálogo al interior de la convención y fuera de ella, porque lo que ahí suceda va a ser visto por la ciudadanía. Puede ser un muy buen ejemplo ciudadano de diálogo y de generación de acuerdos, o puede ser un muy mal ejemplo”.

La convención es una respuesta a un conflicto, plantea la académica, y “cuando eso sucede, debe haber un piso que permita generar ciertas relaciones humanas” entre “socios en conflicto”. Y en el contexto de la pandemia, las conversaciones “deben ser lo más presenciales posibles”. Debe haber una metodología, así como las mencionadas reglas: “Hay reglas que tienen que ver con el contenido, que en este caso pasan por el reglamento, y hay reglas para que las personas conversen mejor”. Eso, y la generación de “relaciones de confianza”: hay un espacio relacional que se construye entre personas, en espacios pequeños, y “es importante que en la convención esos espacios sean considerados”.

Tiempos, agenda, modo de organización, participación de terceros legitimados frente a las partes. ¿Y qué pasa si una discusión se torna violenta, descalificatoria? Pues “habrá que hacer una pausa, una intervención específica. Son cosas que la misma convención puede ir definiendo”.

Tampoco ha estado Olave en una constituyente, aunque conoce la experiencia del mediador argentino Francisco Díaz, quien participó, como integrante del Centro Carter, en un equipo de monitoreo e información del proceso ecuatoriano de 2007 y 2008.

“Lo más importante es que los actores puedan entablar negociaciones colaborativas”, afirma Diez. “Todos los constituyentes son responsables del éxito o fracaso del proceso, tienen que sacar una nueva Carta Magna y necesitan consensos amplios (2/3 de los miembros) para producirla. Si no lo logran, fracasan todos, junto con fallarles a quienes los votaron. Además, tiene que ser un texto que ‘sintonice’ con lo que los votantes quieren, porque se someterá a referéndum posterior. Esto es un gran incentivo para que negocien bien”.

Lo más importante, prosigue Diez, “es acordar primero sobre procedimientos, mecanismos para negociar lo sustantivo, que tienen que darles espacio y hacer sentir seguros a todos. Hay recetas simples: comenzar poniéndose de acuerdo en principios fundamentales de la República, organizar una agenda que identifique los temas más fáciles para consensuar y los más difíciles, y para esto últimos diseñar procesos especiales”, como utilizar para cada eje temático la técnica de texto único, procedimiento que va centrando posiciones para definir los intereses fundamentales.

Es cierto, por último, que los convencionales no están solos, que responden a intereses colectivos y que la voz de los grupos se hará notar. Frente a este punto, Diez piensa, sin embargo, que en las negociaciones “todo es personal”, que “se co-construye siempre entre individuos. Las instituciones, los partidos, los Estados y las organizaciones son una ficción. Detrás, siempre hay individuos que toman decisiones ‘en nombre de’, con mayor o menor conciencia y responsabilidad por los efectos de sus decisiones”.