El sol aún no salía cuando llegó frente a Notre-Dame, en París. Esa mañana de otoño, Waldemar Sommer esperó ver al ujier con las llaves que abrían las puertas de la catedral gótica, y lo siguió. Entró en silencio. Caminó hasta el altar y se detuvo en el transepto, entre los dos monumentales rosetones del siglo XII y XIII. La luz del sol comenzó a ingresar al templo a través de los vitrales e iluminó la escultura de la Virgen de las Rosas. Fue un momento glorioso, recuerda:
-Esa fue la experiencia estética más fuerte de mi vida.
Con casi 90 años, Waldemar Sommer es el crítico de arte con mayor trayectoria del país: desde su columna en el diario El Mercurio ha sido testigo de medio siglo de las artes visuales en Chile.
Y así como se emocionó aquella mañana en Notre-Dame, a fines de los años 70 -en medio de un ambiente represivo-, fue capaz de reconocer nuevos gestos de rebeldía en el arte local. En un artículo para la revista CAL de 1979 destacaba la “definida personalidad de Eugenio Dittborn”, “la casi inagotable inventiva de Carlos Leppe” y “la fuerza elemental de Catalina Parra”, así como la pintura de Rodolfo Opazo, Francisco Brugnoli y Ricardo Yrarrázaval. Todos artistas refractarios al régimen, y los primeros, parte de la Escena de Avanzada.
Contraintuitivamente acaso, el crítico fue uno de los primeros en celebrar “el radical cambio de rumbo en las artes plásticas aportado por la vanguardia chilena”, como escribió entonces en El Mercurio.
Ingeniero agrónomo, miembro del Opus Dei, melómano y aficionado al boxeo en su juventud, Waldemar Sommer estudió arte en la Universidad de Chile en los 60. Fue alumno de José Balmes, que lo calificó con un 3.0 en pintura; de Eduardo Martínez Bonati, con quien aprendió a hacer grabados, y de Luis Advis, que lo tomó como su alumno favorito. Especialista en arte contemporáneo, siempre sintió aprecio también por el arte naif o ingenuo. Y ahora acaba de publicar un libro y organizar una exposición en torno a la pintura ingenua.
-Siempre había pensado escribir, tenía esa inquietud, porque no había un libro sobre los ingenuos. Hubo algunas exposiciones escasas, la mejor fue una que hizo Nemesio Antúnez el año 72. Hay un libro de Carlos Paeile, pero es parcial. Entonces ahora en pandemia tenía tiempo y pensé por qué no escribo de esto.
Ingenuidad y creación, publicado por Ediciones UC, recoge la producción de más de medio centenar de pintores ingenuos de los siglos XIX y XX, de Europa y América. Artistas cuya obra expresa candor, frescura vernácula, cierto encanto y gracia primitivas. Entre ellos el francés Henri Rousseau y la ucraniana María Prymachenko. El libro incorpora también a 15 artistas chilenos, de Luis Herrera Guevara y Víctor Inostroza a Violeta Parra y Las bordadoras de Isla Negra.
-Estuve dos días completos pensando si incluía o no a Violeta Parra, y después de pensarlo mucho la incluí, porque hay espíritu ingenuo en ella.
¿Es una ingenua?
No, no es una ingenua, pero irradia ingenuidad. Y me parecen mucho mejores los óleos que sus famosas arpilleras. Yo me quedo con cualquiera de las cuatro bordadoras de Isla Negra que elegí antes que con Violeta Parra. Ella es muy desigual, sus óleos son desiguales. En cambio, las bordadoras, encabezadas por Teresa Ureta, son increíbles.
A partir del libro nació la exposición Fuera de Norma, en la Corporación Cultural de Las Condes, con los artistas ingenuos chilenos. Pero no pudo integrar a Violeta Parra.
No me prestaron cuadros. La Isabel Parra se negó rotundamente. Las demás instituciones, el MAPA, el MAC, el Museo Nacional de Bellas Arte, el Banco Central, fundaciones, particulares, ¡de inmediato! Pero con los Parra, imposible.
¿Y por qué?
No lo sé. Pero mire, en el arte hay escalas, y los 14 que seleccioné me parecen los mejores. Herrera Guevara y Fortunato San Martín son las cumbres, y después Juana Lecaros, María Mohor y Víctor Inostroza.
¿No pondría allí a Violeta Parra?
No, no. Ella es la cumbre de la música chilena, en cualquier género, clásico o popular. Pero como artista visual… no es tan buena.
Dávila y Lemebel
Nació en Santiago en 1932. Vivió en Amunátegui con Moneda, en Av. Brasil, en el edificio Barco de Ismael Valdés Vergara y frente a la Fuente Alemana. Hace ocho años se cambió al piso 20 de un edificio en Av. El Bosque, un departamento sobriamente decorado, donde resalta una hermosa y sombría pintura cuzqueña sobre la crucifixión, y una terraza con una amplia vista sobre la ciudad.
De niño se sintió encantado por la música, pero a mediados de los años 50 hizo un viaje a Europa que despertó su interés en el arte. Lo cautivaron los impresionistas y lo decepcionó El David de Miguel Ángel: “Es una figura deforme, desproporcionada, tiene las piernas chuecas. Prefiero lejos el David de Bernini”, dice.
Su paso por la Universidad de Chile en los agitados años 60 definió su vocación por el arte contemporáneo.
-Fue algo completamente natural. Para mi gusto, el arte es un sucederse de tendencias maravilloso, y el arte contemporáneo es el arte de nuestra época. Es una época donde hemos pasado dos guerras mundiales. Desde la Revolución Francesa ha habido todos estos altos y bajos de los sistemas de gobierno, en que toda esa estabilidad de la época anterior -monarquías, imperios- se hizo pedazos, como anunciando las guerras mundiales. Y eso se refleja en el arte. Piense en el arte bizantino, mil años; el Renacimiento, 200 y tantos años. Y ya en el siglo XIX hay cuatro tendencias: neoclasicismo, romanticismo, realismo, impresionismo. Y en el siglo XX lo que quiera, surrealismo, cubismo y déle para adelante. Lo contemporáneo es lo que más me hace vibrar, y descubrir gente nueva, y tendencias en lo posible.
Con los referentes de Alone y Antonio Romera, se estrenó en la crítica en revista Qué Pasa, invitado por Juan de Dios Vial Correa. Y en 1976 comenzó su columna de arte en El Mercurio.
Usted en el año 78 ya destacaba a Eugenio Dittborn.
Y lo sigo destacando.
A Opazo e Yrarrázaval.
Para mí, en la pintura chilena hay dos grandes-grandes. Uno es Ricardo Yrarrázaval, me parece una barbaridad que no le hayan dado todavía el Premio Nacional, y el otro es Juan Dávila, el terrible Dávila. Es un pintorazo, pese a que el paso de los años lo ha ablandado un poquito. A mí me gusta el Dávila violento, transgresor; es magnífico.
Waldemar Sommer recuerda especialmente una instalación de Dávila que presentó “en el barrio bajo”, en la Galería Gabriela Mistral: una serie de cuadros que giraban en torno a la identidad chilena a partir de la figura del roto. “Había varios personajes y uno de ellos era un oligarca chileno, que lo retrató fantástico”, dice.
Usted destacó tempranamente también el trabajo de Alfredo Jaar.
Hay que ver las cosas que ha hecho. Lo que montó en la Telefónica fue una maravilla. Y lo que hizo en el Museo de la Memoria, en la cripta subterránea, es estupendo.
Ese mural es conmovedor y se mueve en una línea delicada entre arte e instalación política.
Para mí, el arte político deja de ser arte. Puede basarse en lo político, pero que lo transfigure. Pero Jaar es arte conceptual. El mundo del arte ha ampliado enormemente los géneros. La pintura se ha dejado un poco, corresponde a la época también romper fronteras. A mí me parece perfecto romper, pero crear, no es cuestión de destruir y nada más.
Usted ha tenido el acierto para descubrir artistas. ¿Cuál ha sido la clave?
Dos cosas: la intuición, que es capital, y tener un medio para transmitir las ideas. Yo he escrito lo que se me ha ocurrido, en cualquier época. No he tenido ningún llamado de atención.
¿No ha enfrentado problemas editoriales?
No. Censura, menos.
¿Qué dificultades ha enfrentado como crítico?
Cada artículo es luchar con el castellano, pelear con esta riqueza maravillosa del idioma. Por eso cada artículo me cuesta muchísimo. Y darle cierto ritmo. Que no sea una lata, que no sea un ladrillo.
¿Cómo ha sido su relación con los artistas?
Yo prefiero no tener relaciones con los artistas. Es inevitable, si son mujeres es peor todavía. La amistad influye en el juicio y si la artista es buenamoza, es natural que lo predisponga a favor. Entonces, relación con artistas, cero; ir a los talleres, nada. Porque al fin y al cabo uno enjuicia al artista por la obra realizada, la obra terminada, uno no juzga las intenciones ni los tanteos del artista. Yo prefiero no ver eso. Yo prefiero ver la obra terminada, porque la obra se separa del artista, se transforma en un ente autónomo y eso es lo que a mí me interesa.
¿Se enorgullece de algunos descubrimientos?
Desde luego, Dittborn, Dávila, Tatiana Álamos. También los neoexpresionistas: Benmayor, Bororo, que es el mejor: los monigotes de Bororo son magníficos.
A ellos se los criticó en ese momento, mediados de los 80.
Claro, por retrógrados, por volver a la pintura. Pero ellos revitalizaron la pintura y fueron buenos desde el principio, sobre todo Bororo. Otro descubrimiento mío fue la Francisca Núñez. Una vez le dije a Lily Garafulic: la Francisca Núñez es el futuro y tú eres el pasado. Y se enojó, francamente.
Y en el ejercicio de la crítica usted también ha recibido críticas, no?
Sí, a cada rato.
¿Qué le critican?
Lo más importante es el enfoque político, por ser de El Mercurio. Y por ser distinto. El problema que me ocurre es el exceso de intelectualización en el arte, sobre todo de gente que escribe más que de los artistas. La gente que escribe de arte lo hace con un lenguaje terrible y con una palabrería, con una batería de palabras y de términos extraños, pretenden ser profundos. Y yo creo que aquí la claridad es indispensable. Usar palabras extrañas aparentemente crea una especie de auréola alrededor del escritor, pero no dicen nada. Yo no leo los textos de los catálogos, los encuentro infames. Hay un catálogo ahora que es increíble, que es el de la exposición decepcionante que tenemos en el Bellas Artes venida de México. Es el catálogo más imbécil que puede haber: dice puras tonteras.
Los 80 y los 90 eran la época del estructuralismo y el posestructuralismo en la crítica de arte.
Sí, claro. A mí no me entusiasma. Pueden aislarse algunas cosas, pero en general no, porque es oscurecer el arte. El arte puede ser atormentado, trágico, lo que sea, pero hay que buscar la claridad. Y el estructuralismo a mí nunca me ha entusiasmado.
Pero fue influyente, ¿no?
Inmensamente influyente. De ahí yo creo que he recibido el mayor rechazo, y lo entiendo perfectamente bien, no me da ni frío ni calor. Es lógico, somos distintos.
Ahí estaban la Revista de Crítica Cultural, Nelly Richard.
Sí, los conozco, pero piensan muy distinto. Ya ve usted una persona como Pedro Lemebel, a quien admiro profundamente como artista. Lemebel es la claridad del lenguaje, es una delicia, muy buen escritor.
¿Qué piensa de sus acciones de arte?
Esa que hizo en la escalinata del MAC, una de las últimas, desnudo y envuelto en llamas, ¡genial! Realmente, es una de las grandes obras del arte chileno.
¿Y desde el otro lado, desde la derecha, le dicen algo por sus gustos estéticos?
Claro, me dicen muchas cosas. No entienden. Pero en la derecha queda ya tan poca gente. Y no es solo de la derecha, es el grueso del público. Es que en Chile queda tanto por aprender.
Arte y género
Aún hoy Waldemar Sommer suele recorrer los museos de Santiago, desde el MAC al GAM. En una de esas visitas tuvo otro momento glorioso, recuerda: en el Museo de Bellas Artes, hace muchos años, dice, había una exposición de Juan Francisco González y en el hall central una orquesta de cámara ofrecía un concierto de piano de Tchaikovsky. “Ahí estaban mis dos pasiones, la música y el arte. El matrimonio ha sido con las artes visuales, pero la relación extramatrimonial ha sido la música”.
En los últimos años los museos han comenzado a revisar sus colecciones y a enfrentar la desigualdad de género, visibilizando la obra de artistas mujeres. ¿Qué piensa de ello?
Yo creo que hay que seleccionar artistas buenos. En Chile hay artistas mujeres de primera categoría. Yo no hago diferencias entre hombres y mujeres. Hay arte bueno, regular y malo.
¿Cree que debería asegurarse algún grado de representación para mujeres o artistas indígenas en los museos?
No, no. Eso es democracia mal entendida.
No cree que las artistas chilenas han sufrido invisibilidad.
Yo no sé. Una de las más grandes artistas chilenas es una mujer, Enriqueta Petit, y ha hecho su obra sin ningún contratiempo; es mujer y está a la altura de Juan Francisco González, de Lira, de Ramón Subercaseaux.
¿No podríamos hablar de injusticias de género en el arte chileno?
No, decididamente no. Eso sí, antes la mujer tenía menos posibilidades. Pero el mundo ha cambiado ferozmente, en algunas cosas va muchísimo mejor. Pero eso de diferenciar sexos, no sé, en el arte no le hallo sentido.
¿Qué piensa de la influencia del feminismo en el arte?
Se le ha dado más posibilidades a la mujer, le facilita la entrada. En buena hora, por supuesto. Pero yo no sé hasta cuánto. De lo que conozco, en el pasado en realidad no hay grandes pintoras mujeres. Músicas no hay. Porque una Clara Schumann, por ejemplo, es una buena intérprete, pero no es comparable con su marido. Los grandes creadores musicales son todos hombres.
¿Qué le parece el trabajo de LasTesis?
No me gusta, no me convence. No me interesa realmente. Hay trabajos tan buenos, los de Leppe, por ejemplo, mucho más profundos. Me parecen un poquito superficial LasTesis, bien superficial. Hay gente mucho más interesante.
¿De qué modo lo ha influido en su tarea como crítico pertenecer al Opus Dei?
Me ha influido lo más positivamente que hay. El no despreciar por ningún motivo a nadie. Y ayuda a ser más generoso con los demás, porque es una forma de generosidad hacerles ver a los artistas sus errores, desde el punto de vista de uno. Y desde luego, también para aprovechar mejor el tiempo, menos haraganeo.
¿No ha limitado de algún modo su juicio crítico?
Le doy dos nombres: Dávila y Lemebel.
¿Y cómo ha resuelto ese dilema, abrazar el Opus Dei y valorar la obra de artistas que cuestionan a la Iglesia o transgreden la moral tradicional?
Simplemente es algo tan natural. Uno busca la calidad del artista y que transfigure su realidad, que puede estar equivocada. La obra de los dos, Dávila y Lemebel, va más allá de eso. Eso es lo valioso.