Esta semana, por primera vez en 300 días de guerra, el presidente de Ucrania dejó su castigado país. El día elegido fue el 21 de diciembre, precisamente en el comienzo del invierno boreal, y el lugar escogido, Washington. Volodimir Zelenski apareció primero en Bakhmut, una ciudad situada en pleno frente de batalla, para luego embarcarse en un secreto viaje hasta la frontera polaca. Ahí, él y su comitiva abordaron vehículos estadounidenses hasta el aeropuerto de Rzeszow, donde un avión lo esperaba con rumbo a Washington, para una visita de nueve horas y media.
¿Por qué allí? ¿Por qué ahora? Porque en este invierno, buena parte de la suerte de Ucrania se juega, no sólo en el frente de Bakhmut, sino en los pasillos del poder de las capitales de la OTAN. Son esos países los que, liderados por Estados Unidos, soportan su esfuerzo bélico a punta de asistencia militar, ayuda económica y sanciones a Rusia que, en efecto bumerán, impactan dolorosamente la economía occidental.
Mientras Zelenski se reunía con Joe Biden y hablaba ante el Congreso estadounidense, Vladimir Putin también dejaba su país, para visitar a su más estrecho aliado, el líder de Bielorrusia, Alexander Lukashenko. Tampoco fue una reunión rutinaria: como muestra de la jerarquía entre ambos, lo habitual es que sea Lukashenko quien peregrine a Moscú.
Lo inusual de la visita de Putin a Minsk encendió más alarmas en Ucrania. Bielorrusia sirvió como base para la invasión rusa contra el norte de Ucrania al estallar la guerra en febrero, cuando Putin confiaba en tomar Kyiv en cosa de horas. Luego, Rusia ha usado el territorio de su aliado para lanzar ataques con misiles y entrenar sus tropas.
“Están 100% preparados”, dice el comandante en jefe de las fuerzas ucranianas, el general Valery Zaluzhny. Un segundo gran ataque ruso ocurrirá “probablemente en febrero, en el mejor de los casos en marzo y en el peor, a fines de enero”, sea en el este, en el sur o, incluso, desatando una segunda batalla por la capital. “No tengo ninguna duda de que intentarán nuevamente ir por Kyiv”, asegura.
Con los frentes de batalla estancados, Putin se ha dedicado a martillar la retaguardia. Los constantes ataques con misiles y drones contra objetivos civiles se han centrado especialmente en destruir la infraestructura energética, más crucial que nunca para permitir que hogares, oficinas, fábricas y hospitales puedan resistir el crudo invierno que recién comienza.
La OMS advierte que hasta 10 millones de personas han quedado esporádicamente sin acceso a energía y calefacción, mientras las temperaturas llegan hasta los 20 grados bajo cero, y cientos de hospitales y centros de salud deben cerrar por falta de energía y agua potable. “Millones de vidas están bajo peligro este invierno”, alerta la OMS.
El “general invierno”, esa arma defensiva que ayudó a los rusos a frenar a Napoleón y Hitler, ahora funciona como un arma ofensiva, que intenta quebrantar la moral de la población civil ucraniana, y también el apoyo público en las democracias que sustentan el esfuerzo bélico de Ucrania. Porque, claro, esta es una guerra que indirectamente enfrenta a Rusia con la OTAN.
Putin no ganó la guerra relámpago que soñaba, pero aún puede prevalecer en una larga guerra de desgaste. Para ello, la clave es minar la voluntad de los países occidentales de seguir enviando dinero y armas a Ucrania, y pagando los efectos económicos del conflicto. Y este invierno será la prueba de fuego en ese frente.
La población europea está sufriendo el costo de los altos precios de la energía y la inflación generalizada. Una nota de Euobserver se pregunta: “¿Sobrevivirá al invierno el apoyo europeo a Ucrania?”. Mientras las encuestas muestran una creciente impaciencia de la opinión pública, el primer ministro de Bélgica, Alexander De Croo, advierte que “la población está recibiendo cuentas por la energía que son una locura. En algún punto, estallará”.
Putin sabe que cuenta con aliados de lo más heterogéneos en Occidente. En América Latina, su respaldo está en cierta izquierda nostálgica del discurso pro-soviético y anti-imperialista. En Chile, el secretario general del PC, Lautaro Carmona, afirmó que tienen “reparos” a que Zelenski pueda hablar por videoconferencia al Congreso chileno, por considerar que ello significaría una “intervención del funcionamiento de un poder del Estado de Chile por parte de una figura que está en una controversia que genera un debate mundial”.
En Europa y Estados Unidos, los críticos de Zelenski están en el otro extremo político. Tras la decisión del gobierno ucraniano de prohibir las Iglesias ortodoxas afiliadas a Rusia, el gobierno de Moscú acusó a Ucrania de “convertirse abiertamente en enemigos de Cristo”. Un cargo que fue amplificado por el influyente comentarista de Fox News Tucker Carlson, quien acusó a Zelenski de “estar en guerra contra el cristianismo”, y exigió a los legisladores republicanos que le exigieran cuentas por esa “guerra”.
Donald Trump Jr., el hijo del expresidente y aliado de Putin, llamó a Zelenski “una internacional malagradecida welfare queen” (un término insultante que se usa para describir a mujeres que supuestamente viven de la asistencia pública, sin trabajar), y algunos legisladores republicanos han prometido que cuando tomen el control de la Cámara de Representantes, en enero, no habrá “ni un centavo más” para Ucrania.
Consciente de su audiencia, Zelenski se presentó ante los congresistas estadounidenses como un hombre de negocios. “Su dinero no es caridad. Es una inversión en seguridad global y democracia”, les dijo. Y lo logró: volvió a casa con 50 mil millones de dólares en ayudas aprobadas por el Congreso. Además obtuvo el despliegue de los primeros misiles Patriot, los mismos que defendieron a Israel durante la guerra del golfo en 1991, y que ahora ayudarán a contrarrestar los ataques rusos contra la infraestructura ucraniana.
Pero el presidente ucraniano conoce de primera mano las veleidades de la política estadounidense. Tres años antes de enfrentar la invasión de Putin, debió resistir las presiones del entonces presidente Trump, quien congeló un paquete de ayuda a las fuerzas ucranianas para presionar a Zelenski a incriminar a Joe Biden en un caso de corrupción. Tras hacerse público, el caso significó el primero de los dos juicios políticos contra Trump en el Congreso.
¿Podrá el “general invierno” lograr para Putin en 2023 lo que su ofensiva militar no logró en 2022? El conflicto que trajo la guerra de vuelta al corazón de Europa, que volvió real lo que muchos ya consideraban impensable en nuestro mundo globalizado, vive una etapa crucial, con la población civil y la opinión pública como objetivos prioritarios.
En esa batalla, Zelenski cuenta a su favor con el prestigio mundial que ganó al quedarse en Kyiv, resistiendo la invasión rusa, cuando ello parecía una misión suicida. También cuenta con su eximio manejo del discurso público, que lo ayudó a pasar de comediante a Presidente.
Su némesis, Vladimir Putin, maneja armas diferentes. Lo suyo es el control con mano de hierro de su país; la confianza de quien cree que puede mantener su posición indefinidamente, ante las veleidades de las democracias occidentales.
Y el contraste no puede ser más claro. Mientras Zelenski copa el escenario mediático con su viaje relámpago a Washington y constantes declaraciones, Putin canceló por primera vez su tradicional rueda de prensa navideña, en que contesta por cuatro horas las preguntas de la prensa.
Hasta aquí, todo suena a un complejo ajedrez geopolítico. Pero, habiendo estado allí el invierno pasado, habiendo visto a los niños y los ancianos bajo la nieve, con el viento helado calando los huesos, esperando días y noches a la intemperie por un tren que los llevara lejos de la masacre, es imposible olvidar ese sufrimiento.
También por eso, en 2023 hay que seguir mirando a Ucrania. Porque no sólo está en juego el equilibrio de poder mundial. También, el sufrimiento de millones de personas que, de la noche a la mañana, vieron sus vidas convertidas en una carrera diaria por sobrevivir a los bombardeos, el frío y el hambre.
Porque para ellos, el invierno ya llegó.