Abiertos de mente
No es contradictorio afirmar que alguien que se opone al matrimonio homosexual, a la eutanasia o a la maternidad subrogada es genuinamente abierto de mente, pues dicha apertura tiene que ver con la profundidad del razonamiento y con esa disposición a dar razones y a enfrentarse seriamente a diversos argumentos.
El anuncio del Presidente Piñera sobre el “matrimonio igualitario” dividió nuevamente las aguas entre los grupos que solemos etiquetar como “conservadores” y aquellos que calificamos de “liberales”. El debate entre ellos, sin embargo, tiende a darse en términos toscos y poco fructíferos.
En parte, esto ocurre porque algunos contrarios a agendas como estas son incapaces de ofrecer razones convincentes para sustentar sus posiciones. No porque esas razones no existan o no puedan ser fundadas en términos racionales, sino simplemente porque se desconocen o se teme expresarlas. Para ellos, los cálculos políticos no lo aconsejan e ir en contra de propuestas aparentemente populares no vale la pena.
Hay, además, una segunda razón que consiste en cerrarle la puerta al debate de antemano: muchas veces se desechan ciertas posiciones por considerarse anacrónicas, desalineadas con el progreso humano y ciegas a la realidad. Quienes las sostienen serían, simplemente, “cerrados de mente”. Por el contrario, quienes van acorde a las convicciones de los tiempos mostrarían gran apertura. De ese modo, cualquier argumento que provenga de aquellos que se “resisten a abrir los ojos” obedecería únicamente a su incapacidad para mirar más allá de sus rígidas limitaciones. En consecuencia, se asume que ni siquiera merecen ser tomados en cuenta.
Vale la pena, sin embargo, preguntarse qué es ser abierto de mente. Con tal expresión se intenta describir a alguien que asume como correctas y deseables convicciones propias del tiempo en que se vive. Lo que las haría buenas sería el solo hecho de tratarse del estado actual de las cosas, pues la historia las habría traído hasta acá. “Los tiempos han cambiado, no seas cerrado”, solemos escuchar. Así, el paso del tiempo equivaldría necesariamente a un avance, y su solo transcurso determinaría que algo es bueno. Según esa lógica, lo que ocurre ahora es bueno porque hemos progresado respecto de un pasado despreciable. De este modo, aceptar, por ejemplo, el matrimonio homosexual o la eutanasia significa ser abierto porque implica aceptar aquello que el momento trae consigo. Por el contrario, quienes se oponen a agendas como las que mencionamos serían cerrados e incapaces de subirse al carro de la historia.
Desde luego, hay mucho de determinismo en pensar que el mero paso del tiempo genera bondad moral, y que la historia sigue un camino obligado y necesario (como si el ser humano no fuera libre). Pero, además, usando esos términos apuntamos los dardos en sentido equivocado. La apertura de mente no se define por sostener tales o cuales planteamientos, sino que se trata de una disposición a enfrentar y analizar críticamente distintas razones y argumentos, y a aceptar la posibilidad de ser, eventualmente, convencidas por ellas. La apertura de mente, entonces, supone honestidad intelectual –reconocer y aceptar las buenas razones– y, sobre todo, diálogo serio y riguroso. Solo mediante un diálogo de ese tipo pueden intercambiarse y evaluarse argumentos que redunden en soluciones racionales. Así, no es contradictorio afirmar que alguien que se opone al matrimonio homosexual, a la eutanasia o a la maternidad subrogada es genuinamente abierto de mente, pues dicha apertura tiene que ver con la profundidad del razonamiento y con esa disposición a dar razones y a enfrentarse seriamente a diversos argumentos. Incluso más, quien sostiene honesta y firmemente una posición puede ser profundamente abierto en la medida en que llegar a la conclusión de que esa opinión es correcta le pudo haber significado mucho estudio, debate y reflexión, cuestiones propias de una mente que no está encerrada en sí misma (el encierro suele ir de la mano de la ignorancia).
La tónica en nuestra discusión pública ha sido enfrentar los grandes debates en estos términos. El problema es que, paradójicamente, así no hay posibilidad alguna de diálogo. En efecto, no hay espacio para ofrecer argumentos ni para dejarse persuadir por aquellos de quienes piensan distinto. Nuestra democracia se ha transformado en una de inteligencias herméticas que, al descartar de inmediato ciertas posiciones, la convierten en una imposición de creencias y estilos de vida que no admite disidencia. Así, nos encontramos frente a una nueva ortodoxia. Ese camino, sin embargo, no promete mucho para nuestro país. Necesitamos más apertura de mente, pero la de verdad.
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