Agenda integral contra la violencia
En un primer momento el derecho a tener voz en los asuntos comunes se percibía como necesariamente unido a tener algo común; y, hoy, como en otras ocasiones, vemos cómo muchos optan por la violencia como modo de hacerse escuchar. Quizás debamos volver al concepto de “vecino” y rehabilitar los orígenes de la idea de ciudadanía.
En su libro Pensar la revolución (Ediciones UDP, 2019), Gabriel Cid explora la historia intelectual de los inicios del Chile republicano. Conquistada la independencia, quedaban abiertas una serie de preguntas sobre cómo organizarse. Una de ellas consistía en el modo de entender la ciudadanía. Qué es, quién es ciudadano o qué derechos ella confiere son algunas de las interrogantes que fueron resolviéndose a lo largo de los años y que Cid analiza.
Durante los primeros años de vida independiente, uno de los conceptos fundantes de la idea de ciudadanía era el de comunidad. Aquella no se entendía si no era localizada, si no consideraba a la persona situada en un territorio y en relación con otros. De ahí, por ejemplo, que en muchos casos se citara a elecciones en las parroquias o que éstas fueran el lugar en que aquellas se celebraran. Si las parroquias eran el centro de la vida social, y por tanto de la comunidad, no era extraño que fueran también el centro de la actividad cívica. En ese sentido, la palabra ciudadano, explica Cid, no se distinguió tan rápida ni claramente del término “vecino”, propio de la colonia.
El punto es relevante también hoy: la ciudadanía, que otorga una cierta titularidad para tomar parte en los asuntos comunes, no puede entenderse separada de la pertenencia a un espacio y grupo determinado. Es justamente esa pertenencia la que justifica los derechos políticos y las responsabilidades derivadas de la vida en común. Esto puede parecer de perogrullo, pero el Chile actual, este país supuestamente maduro y distinto de aquel del siglo XIX, parece olvidar frecuentemente ese dato. ¿Cómo explicar sino los nuevos hechos de violencia y destrucción, esta vez en Panguipulli? ¿Cómo entender la quema de lugares comunes como la municipalidad, el registro civil o la oficina de Chile atiende?
La violencia rompe el vínculo de quien la ejerce con su comunidad. En algún sentido, deja de ser vecino. Por un lado, desconoce la capacidad de dialogar y razonar de los demás, pues se vale de medios ajenos a la comunicación entre iguales, como el miedo o la destrucción. Por otro lado, destruyendo muestra que no hay nada valioso que preservar. A quien ejerce violencia no le duele el sufrimiento de sus conciudadanos, tampoco siente la pérdida de aquello que ha costado construir. En otras palabras, no se siente parte de aquello que destruye.
Un primer paso en contra de la violencia es condenarla. Esto vale para todos, especialmente para aquellos con posiciones de poder: las ambigüedades acá solo la alimentan. Las medidas tendientes a fortalecer la seguridad también son importantes y urgentes, y el principal responsable de promoverlas es el Ejecutivo.
Pero no hay duda de que el problema real exige soluciones más profundas y tal vez podemos encontrar algunas pistas mirando nuestra propia historia. Como decíamos, en un primer momento el derecho a tener voz en los asuntos comunes se percibía como necesariamente unido a tener algo común; y, hoy, como en otras ocasiones, vemos cómo muchos optan por la violencia como modo de hacerse escuchar. Quizás debamos volver al concepto de “vecino” y rehabilitar los orígenes de la idea de ciudadanía.
En ese sentido, una agenda potente en contra de la violencia debiese aspirar a fortalecer los espacios de pertenencia. Ellos dotan de sentido y proveen una justificación para cuidar aquello que se posee y a lo que se pertenece. En ese sentido, la familia como primera comunidad, el barrio y los distintos espacios de sociabilidad, son instancias que debiésemos proteger y fortalecer. Luchar ambiciosamente en contra de la violencia no se agota en pura mano dura.
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