Alberto Plaza y el palo encebado de la moral
Más que ofensivo, lo de Alberto Plaza es profundamente patudo cuando ha escrito un libro al respecto y tiene la máxima cobertura mediática para promocionar sus ideas odiosas susceptibles de ser discutidas y rebatidas una por una, pero jamás acalladas por no compartir lo que dice.
I. En la foto de la portada del libro Claro que no da lo mismo de Alberto Plaza, el cantante exhibe un curioso parecido con Paulo Coelho, el monarca de un tipo de escritura con sabor a máximas de autoayuda impresas en afiches sobre paisajes majestuosos y manidos, palabrería colindante con la charlatanería que cientos de miles de personas por voluntad propia están dispuestas a comprar y consumir. "Que cante la vida, por todo rincón", entonaba Plaza en 1985 con aspecto de chico de parroquia y 24 años recién cumplidos ante una emotiva Quinta Vergara en pleno régimen de bota y fusil, sin comprometerse a nada más que su propio éxito para triunfar como baladista a nivel latinoamericano en los 90.
II. En el cambio de milenio, Alberto Plaza demostró cualidades similares a las de Zelig (1983), el personaje del falso documental de Woody Allen sobre un tipo que se mimetizaba en distintos contextos y circunstancias históricas. Mientras gobernaba la Concertación, hizo unas cuantas declaraciones para dejar en claro que a pesar del aspecto ultra conservador que lo identificaba desde los días de Pinochet, podía pronunciar dictadura sin arrugarse y que había votado por Aylwin. En paralelo se abrió la camisa, se puso un collar étnico ajustado y demostró avances en el gimnasio.
III. Algunos datos para comprender al Alberto Plaza cantante y compositor. Su método es sumamente esquemático y funcional, sin ningún contorno romántico o poético. Nunca fue el tipo de baladista que guitarrea todo el día, anota letras en servilletas y graba solitario en la habitación del hotel en medio de la gira. Escribir un álbum era una pega que implicaba irse a una casa lejos sin esposa y familia para redactar versos y probar acordes con un empeño más cerca de la ingeniería que del arte, el cálculo antes que la pasión.
IV. Alberto Plaza envejece. Tiene 56 años y, vaya sorpresa, se ha vuelto conservador. Como si tuviéramos la memoria borrada ahora impacta su sensibilidad política, ese mismo fondo de ideas y expresiones que desde 1985 susurra a gritos que nunca ha alineado en el lado progresista de la historia. Viene a presentar un libro donde expone pensamientos reaccionarios en el primer año de un gobierno conservador, lanza un par de titulares ad hoc demostrativos de un talento promocional intacto cuestionando a la actriz nacional del momento por su condición sexual, mientras desde el parlamento una congresista de inclinación polilla antes las cámaras suma al cantautor a una lista de gente con pantalla que por una eventual ley ya no podrá decir barbaridades. Siempre hay otras opciones para no saber de ellos si se desea. Cambiar de canal. Apagar la tele. Leer e informarse.
V. En tiempos en que el debate público local implica el espesor de una pelea entre barras bravas donde la descalificación por encasillamiento ideológico remonta a la Guerra Fría, resulta escalofriante que en nombre de los límites de la libertad de expresión se pretenda callarlo. Alberto Plaza ni nadie merece un bozal en nombre de la tolerancia. A gente como él, defensor de una doctrina religiosa desacreditada a nivel mundial como la cienciología, entre varios flancos abiertos de sus planteamientos, se le confronta con argumentos provenientes del dato, los hechos, los enlaces, su historial, el rigor periodístico en definitiva, y no desde el palo encebado de la moral.
VI. En esta última voltereta para adaptarse a los tiempos, Alberto Plaza se transfigura nuevamente en lo que está en boga, el conservador indignado que dice hablar por quienes no tienen tribuna con todos los micrófonos abiertos. Más que ofensivo, lo de Alberto Plaza es profundamente patudo cuando ha escrito un libro al respecto y tiene la máxima cobertura mediática para promocionar sus ideas odiosas susceptibles de ser discutidas y rebatidas una por una, pero jamás acalladas por no compartir lo que dice.
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