Columna de Javier Sajuria: Identidades negativas
Desde hace un tiempo, diversos académicos como Cristóbal Rovira y Carlos Meléndez, han insistido con la idea de que los votantes en Chile hemos pasado de identificarnos con los partidos políticos y sus candidaturas a generar identificaciones contra los mismos. Este fenómeno, conocido como identidades negativas, es la variable común en el comportamiento político chileno, y pareciera haberse expresado nuevamente este fin de semana.
En 2020, la principal victoria fue la del rechazo a la Constitución de 1980. Entre ese 80% que votó por el Apruebo se escondían personas de derecha, izquierda y sin identificación ideológica. Aún más importante, había una multiplicidad de razones distintas para rechazar la constitución actual y embarcarnos en este proceso. Siempre fue un error que ese era un triunfo de la izquierda, sobre todo considerando que llevábamos años con encuestas mostrando el deseo de superar la constitución actual.
La elección de convencionales también fue un rechazo, esta vez a los partidos políticos y sus dirigentes. Ante la posibilidad de elegir a listas de independientes, el electorado se volcó hacia ellas con la esperanza de que renovaran los espacios políticos y los representaran de mejor manera. La expectativa, creo, era que, al ser más parecidos al electorado, fueran más capaces de representarlos. Pero el proceso nos sirvió para darnos cuenta que la representación es más compleja que un par de variables demográficas, y que los partidos importan para lograrla.
Llegamos a 2021 y el Rechazo volvió a ganar, esta vez en contra de José Antonio Kast y la ultraderecha. El salto que tuvo Boric entre la primera y la segunda vuelta fue una mezcla de una apertura de su coalición, sumado al rechazo que produce Kast y su sector en la mayoría del país. Ni siquiera la rápida, y algo vergonzosa, entrega de apoyo desde la derecha tradicional pudo hacerle frente al rechazo que producía un candidato que ponía en riesgo los derechos de parte importante de la población.
Y ahora, después de una convención que dejó más sabor amargo que alegrías, tenemos el rechazo más grande de todos: el que pone una lápida al proyecto constitucional preparado después de 12 meses de deliberación. En este caso, no se trata de un 40% de personas que se arrepintieron de su voto de 2020, sino que de personas que se sintieron defraudadas, o al menos insatisfechas, con el resultado de ese proceso. Al menos una parte, votó en contra del proyecto constitucional y no a favor de la constitución actual. Es decir, una identificación negativa con el proceso y el resultado.
Si miramos este hilo conductor con calma, podemos concluir que no es una buena idea que los triunfadores se engolosinen mucho con el resultado. La ciudadanía sigue mostrando un profundo rechazo a sus posturas, a lo largo de todo el espectro ideológico. El resultado de este fin de semana no es un espaldarazo repentino a la derecha, ni mucho menos a los sectores de centro que ni siquiera tienen representación parlamentaria. Es un golpe a quienes llevaron adelante el proceso, a su soberbia y maximalismo.
Las identidades negativas, es decir, nuestra capacidad de movilizarnos en contra de las opciones políticas que no nos gustan, llegó para quedarse. A menos que las fuerzas políticas trabajen de forma sincera por construir vínculos y raíces en la sociedad, ese va a ser el motor de los procesos que vienen por delante. Y ninguna democracia está a salvo si lo único que le ofrece al pueblo es el mal menor.