Columna de M. José Naudon: La verdadera certidumbre
La contundencia del fracaso del 4 de septiembre puede operar en los derrotados como un moderador o, por el contrario, como un aliciente a creer que se debe “retroceder un paso para tomar impulso”. No es razonable pensar que la identidad de la izquierda más radical ha quedado aletargada o relegada a la periferia.
En un extraordinario libro sobre la historia cultural y política de América Latina, “Delirio Americano”, Carlos Granés aborda las posturas de los escritores latinoamericanos frente a la democracia entre 1975 y 1981.
“Ser demócrata en América Latina siempre pareció muy poca cosa. Ante tanta injusticia, cómo conformarse con promulgar leyes; ante tanta radicalidad del enemigo, cómo resignarse a la moderación; ante la titánica labor que suponía sacar a un país del subdesarrollo, cómo empantanarse con la reforma y el procedimiento”. Así define el texto el desdén por la democracia proferido desde un continente revolucionario y reaccionario que entendió durante muchos años que el cambio no venía de la mano del gobierno sino el poder. Lo anterior, acompañado de un temperamento romántico y personalidades exaltadas hizo difícil el acostumbramiento a la vida institucional y las soluciones parciales de la democracia. La terquedad se habría transformado en el vicio central de América Latina: “Gente empeñada en obrar milagros con ideas inservibles, gente empeñada en ver los problemas no como un asunto colectivo, sino como el resultado de un grupo de impuros corruptores que debían ser eliminados”.
Algunos de estos paradigmas siguen presentes hoy en parte de la izquierda nacional, cuyo corazón sigue puesto en la revolución o al menos en la terquedad. “No puedes ir más rápido que tu pueblo”, declaró el Presidente Boric la semana pasada aludiendo, justamente, a ese espíritu revolucionario que entiende que los “avances civilizatorios” que traerán el desarrollo, la justicia y la dignidad solo pueden ser comprendidos por los elegidos. Misma cosa hemos visto en algunos ex convencionales como Jaime Bassa, Patricia Politzer o Elsa Labraña quienes, lejos de cuestionar la dirección de la propuesta constitucional como causa de su fracaso, centran el análisis de la derrota en variopintas explicaciones que se mueven entre la mezquindad de unos, la ingenuidad de otros y los errores comunicacionales. En la misma línea, Guillermo Teillier (PC) sostuvo que la propuesta era “un texto muy moderno, (…) y que fue incomprendido porque chocaba con el sentido común de la gente”, para sostener después que la derrota había sido electoral, con visos de política, pero no estratégica.
Visto así, la contundencia del fracaso del 4 de septiembre puede operar en los derrotados como un moderador o, por el contrario, como un aliciente a creer que se debe “retroceder un paso para tomar impulso”. No es razonable pensar que la identidad de la izquierda más radical ha quedado aletargada o relegada a la periferia. Toda interpretación en ese sentido es equivocada.
Importa y mucho incorporar esta variable en la lógica del proceso constituyente que hoy se discute. No se trata solo de alcanzar un pacto constitucional transversal, sino de dotarlo de legitimidad suficiente para que pueda proyectarse en el tiempo y resistir los embates futuros. El ánimo refundacional no ha terminado con el reciente plebiscito, seguirá presente y lo veremos campear altivo una y otra vez. Cerrar la discusión constitucional es imprescindible y cualquier fisura en el actual proceso puede ser determinante en los años venideros. La historia constitucional chilena tiene mucho que decir al respecto. Leer, por ejemplo, los debates en torno a las reformas del 2005 y su viabilidad en el tiempo puede ayudar. Soluciones que podrían ser adecuadas en el corto plazo no lo son siempre en el largo. Incorporar en el diseño la amplia complejidad del fenómeno resulta central. Ahí reside la verdadera y necesaria certidumbre.
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