Del miedo a la indignación: el trauma como motor constitucional
Hoy frente a un proceso constitucional en marcha me pregunto si inconscientemente, como muchos de nuestros procesos humanos, no estaremos repitiendo el patrón del trauma. Así como la Constitución del 80 tiene de trastera el miedo, hoy tenemos la indignación, que también afecta a la dependencia temporal y propone, al menos en algunos sectores, un borrón y cuenta nueva.
La estabilidad política y social son los grandes desafíos del Chile de hoy. El proceso constituyente es parte esencial de esa búsqueda y busca redactar una “nueva casa de todos”. Sin embargo, sería miope pensar que la nueva Constitución operará como remedio mágico para un problema tan complejo, por eso vale la pena acercarse a variables más de fondo que subyacen al problema. En un interesante libro titulado La estabilidad del contrato social en Chile, Guillermo Larraín plantea que las constituciones deben ser, entre otras características, flexibles y porosas. Esto es, capaces de adaptarse a la evolución social y de absorber las inquietudes que requieren tratamiento institucional.
Desde este punto de partida el problema de la Constitución del 80 no sería simplemente la ilegitimidad de origen, solventada en parte por las reformas del 2005, sino su incapacidad para adaptarse a los requerimientos de una sociedad que cambiaba a pasos agigantados y sus cerrojos labrados por el miedo. Creada para impedir las trágicas situaciones vividas en nuestro país e inserta en los años de la Guerra Fría, su objetivo central fue proteger la democracia. Creada para “evitar”, terminó en el largo plazo causando algunos de los males que buscaba impedir, pues no fue capaz de evolucionar adecuadamente. Lo anterior, sumado a que no pocas veces faltó voluntad política para llevar a cabo reformas que sí eran posibles. Visto así, el problema de la Constitución del 80 es el trauma que la origina y la “refundación” que a partir de esta se propone (trauma cuyo punto de partida, obviamente, se alojaba en quienes la redactaron).
Estas características, sumadas a la creencia de que la prosperidad económica trae aparejada necesariamente la estabilidad, lo que es a todas luces una simplificación peligrosa, dan lugar a la paradoja de que Chile, como sostiene Larraín, es un país que ha crecido, con buenas cifras macroeconómicas, reducción de la pobreza y la desigualdad, pero no alcanza la paz social.
Hoy, frente a un proceso constitucional en marcha me pregunto si inconscientemente, como muchos de nuestros procesos humanos, no estaremos repitiendo el patrón del trauma. Así como la Constitución del 80 tiene de trastera el miedo, hoy tenemos la indignación, que también afecta a la dependencia temporal y propone, al menos en algunos sectores, un borrón y cuenta nueva. Así como el libro al que hemos hecho referencia afirma que la Constitución del 80 quería neutralizar la política, me parece muy importante preguntarnos: ¿Qué se busca hoy neutralizar en el proyecto constitucional? ¿Cuánto influye el ansia de reivindicación que convive con la indignación? ¿Cuánto pesan los sesgos epocales? ¿Cuánta capacidad tenemos de aprender de los errores y aciertos del pasado? ¿Cuánta conciencia de que la homogeneidad y la diversidad no son en sí mismas garantía de nada? Respuestas no tengo, pero tener las preguntas ante nuestros ojos me parece fundamental.
Esa indignación de base, muy válida en muchos de los casos, expresada violentamente el 18 de octubre y perpetuada en la discusión política actual, alimenta el extremismo de todos los sectores, fomenta los sesgos cognitivos y de confirmación y la búsqueda de un culpable. ¿Es posible la estabilidad y la gobernabilidad en una sociedad de víctimas y victimarios? ¿Cómo se reordenan las fuerzas de poder y se reflexiona sobre la vida en comunidad desde los extremos?
Nuestra responsabilidad es enorme, porque aunque se haga de buena fe, corremos el riesgo de terminar luchando contra nuestros propios fantasmas —sean estos los que sean— tal como lo hizo el texto constitucional que queremos superar.
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