Dos versiones: 45 versus 40

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No es desquiciado pensar que en el subterráneo ideológico de esta verdadera guerrilla comercial que nos rige es donde anidan deslealtades y odiosidades extremas, incluidas las patologías social-patriotas, que son a la convivencia nacional lo que los antivacunas a la salud pública: un peligro.



A) 45 HORAS: Difícil está la cosa para emprendedores, empeñosos y empresarios: el chileno promedio es patudo, flojo como dedo meñique, ingrato como él solo. Duerme sin preocupaciones, madruga feliz (como las gallinas), se ducha largo porque paga dos chauchas por los servicios básicos, pasa a hacer vida social al consultorio y de la educación de sus hijos apenas se preocupa, para eso está la teta estatal.  Ya en el trabajo saca la vuelta viendo memes, tirando la talla, preparándose cafecitos y fumando, tras lo cual hace una o dos cositas, manda unos mails y se cansa, por lo que decide adelantar su hora de colación, la que suele extender más allá del tiempo convenido. De ahí regresa a la pega a obrar, y como nada lo apura aprovecha la comodidad del WC para revisar Instagram y wasapear. Vuelve a su puesto demorándose en alguna conversación de pasillo y cuando va a entrarle a sus quehaceres empieza a sentir un peso en la parte superior de los globos oculares, la modorra inevitable de media tarde, a la que ha concluido que lo mejor es darle curso –"ya que es tan larga la jornada"–: una pestañada loca no le viene mal a nadie, al contrario, ¡debiera ser ley!, rezongará, profiriendo suspiros de estrés y poniéndole cara de pocos amigos a quien requiera algo de él, que a esta altura del día ya anda lento y medio irritable. Y ahora resulta que el chileno promedio quiere reducir la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales. ¡Habrase visto! ¡Haraganes! Y después se quejan por cómo estamos.

B) 40 HORAS: ¿Y cómo estamos? ¡Como las reverendas esféricas colgantes! En manos del adversario, así estamos. Que es, más que una persona o un conjunto de personas (que sí), un modo de entender la vida como competencia desleal, como un Constante Exprimir al Otro. El adversario, digamos, es el que escribió la primera parte de esta columna, alguien que opera con una ley tácita: la de Moraga. El imperio de dicha ley lo explica todo, desde el cinismo argumental de los adictos al trabajo ajeno (aka Jornada Flexible) hasta la avivada de los buses interprovinciales, que venden pasajes a $3000 pero en el boleto ponen $9000 con descuento de $6000 para subirlo los festivos sin que se los acuse de usureros. Es una lógica perversa, desconfiada y con contornos faciales de nalga la que nos quiere eternizar en la pega, el imperio de una ley complementaria a la de Moraga: la del gallinero, cuya omnipresencia nacional sería ocioso ejemplificar, pero igual me gustaría citar la carta que la isapre me mandó por el alza del plan: "Sabemos que este incremento no es una buena noticia, sin embargo nuestro trabajo con los prestadores en convenio, sumado a distintas mejoras en los procesos, nos ha permitido reafirmar el compromiso de entregarte una salud de calidad a valor razonable". No es desquiciado pensar que en el subterráneo ideológico de esta verdadera guerrilla comercial que nos rige es donde anidan deslealtades y odiosidades extremas, incluidas las patologías social-patriotas, que son a la convivencia nacional lo que los antivacunas a la salud pública: un peligro. Su proliferación tiene el tufo de un amanecer terrible, el de una barbarie que reclama para sí patria y libertad en sus peores acepciones, un movimiento que pasa por pintoresco y legítimo pero que de repente se pondrá pesado, brígido, cuando tal vez ya sea tarde y no sepamos cómo sacárnoslo de encima, enfrentándonos a paisajes de odiosidad mayúscula. A propósito de paisajes espeluznantes, y cambiando (no tanto) de tema, qué impresión y estremecimiento produce el paisaje al que nos enfrenta una de las más feroces obras de la exposición de Carlos Altamirano en el Bellas Artes: un televisor viejo colgando de un alambre de púas cuya pantalla muestra una toma aérea del océano mientras se escuchan incesantes las hélices de un helicóptero. Vemos y oímos lo que vieron y oyeron los verdugos de nuestra historia reciente cuando arrojaban cuerpos al mar. En la sala de abajo, Altamirano instaló 1.044 flores de alambre de púas. Es lo que se obtiene de paisajes así.

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