Pensar el poder
La decisión que debe tomar la Convención Constitucional, entonces, debe contemplar los mecanismos que enmarquen la acción del poder político, evitando que sustituya a las agrupaciones sociales y a las personas en la definición y persecución de sus fines, al mismo tiempo que fije los mecanismos para que deje de ser estéril.
Redactar una nueva Constitución es sobre todo una decisión sobre el poder ¿Quién lo detenta? ¿Cómo lo ejerce? ¿Hasta dónde puede legítimamente llegar? La relevancia de estas preguntas salta rápidamente a la vista. Por poner un ejemplo, uno de los grandes problemas que se ha hecho evidente durante el último tiempo es que nuestro sistema político se encuentra trabado. Como consecuencia, quienes están en el poder tienen dificultades para ejercerlo eficazmente. El resto de los ciudadanos, por su parte, experimenta esa debilidad en la persistencia de sus necesidades y en la falta de respuestas ante ellas.
Nos encontramos, entonces, ante un escenario paradojal. Por un lado, tenemos un poder ineficaz, por otro, esperamos algo de él. En definitiva, lo necesitamos porque permite el despliegue pleno de la vida social. Esto exige configurar un poder que efectivamente pueda operar. Dicho de otro modo, uno de los grandes objetivos de la Convención Constitucional es fijar un texto que potencie el poder político. De ahí la relevancia, por ejemplo, de destrabar el sistema político introduciendo mecanismos colaborativos y herramientas que permitan superar eventuales bloqueos, dotar a las instituciones de capacidades reales para actuar o hacer del aparato burocrático uno que cuente con las herramientas para responder a las personas.
Ahora bien, un poder efectivo y eficiente no es lo mismo que un poder omnicomprensivo, que pueda llegar a donde quiera y que no tenga mecanismos de contención y limitación, sabemos bien que el poder no solo posibilita nuestro despliegue, también puede arrasar con él. Decían los antiguos que el poder está al servicio de aquellos objetivos que las personas definen por y para sí mismas pues, en la medida en que él no crea dichos propósitos, solo le cabe reconocerlos y posibilitar su consecución. Por eso, el poder no puede tener vocación de dirigir y gobernar todas las esferas; en realidad, su campo de acción es mucho más modesto: cumple un rol habilitador más que otra cosa.
Así, el poder está llamado a incidir en las dinámicas sociales de manera que los distintos actores puedan realizar sus fines particulares. No se trata de llenar sus vacíos ni de reemplazarlos, pues eso implica desconocer la racionalidad y capacidad de autoconducirse de las personas y grupos. Sería minimizarlos. Por el contrario, como explica Chantal Delsol en su libro “El estado subsidiario”, recién publicado por el IES, “el rol del poder consiste en acompañar la acción social para desplegarla más allá de sus límites”.
La decisión que debe tomar la Convención Constitucional, entonces, debe contemplar los mecanismos que enmarquen la acción del poder político, evitando que sustituya a las agrupaciones sociales y a las personas en la definición y persecución de sus fines, al mismo tiempo que fije los mecanismos para que deje de ser estéril. En ese sentido, el diseño del sistema de frenos y contrapesos que protege a los ciudadanos de los abusos y excesos del poder es fundamental. Tal sistema debe lograr que el poder se mantenga a raya, pero sin traducirse en un bloqueo interno que termine impidiendo el ejercicio del poder. Acá entra, por ejemplo, el diseño de las relaciones entre el poder ejecutivo y el legislativo. ¿Cómo hacer que el uno no ahogue la acción del otro, pero que a la vez se controlen mutuamente? También son clave las atribuciones que se le concederán a cada órgano constitucional y, especialmente, sus esferas de competencia. Se trata de precisar el objetivo y modo en que el poder se ejerce. La pregunta es si acaso ese objetivo está realmente presente entre las prioridades de los constituyentes o, por el contrario, se diluyen entre las dinámicas más vociferantes.
Quienes tienen en sus manos la tarea de constituir, organizar y limitar el poder deberán, por un lado, habilitar al poder para que efectivamente pueda operar. Por otro, deberán establecer límites para que no cumpla un rol que no está llamado (ni capacitado) a ejercer. El equilibrio entre esas aspiraciones, difícil en apariencia, está capturado en el principio de subsidiariedad, como apunta Delsol. Quizás dicho principio, tan pisoteado por algunos, tendría que orientar el trabajo de la Convención después de todo.
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