Prince aún vive: la historia del disco póstumo que asoma entre lo mejor de su carrera
El pasado viernes salió Welcome 2 America, álbum que el fallecido músico hizo en 2010, pero donde ya olfatea los problemas de racismo, desigualdad y agobio que se han vivido en el último tiempo. ¿Por qué nunca editó un trabajo tan brillante? Su rechazo a los grandes sellos y su obsesivo afán por archivarlo todo guardan algo de la respuesta.
¿Cómo se logra sacar uno de los mejores discos de tus últimos 20 años de carrera cuando ya no existes como artista? Prince, fallecido en 2016, lo consiguió el viernes pasado y la fórmula post mortem pudo haber sido más o menos así: el estadounidense era una bestia insaciable del estudio capaz de levantar maratónicas sesiones de grabación sin más propósito que ejercitar el músculo, tocando, puliendo, sampleando y montando hasta el filo de la madrugada.
Fue la rutina que aprendió de otra leyenda de destino aún más breve: Jimi Hendrix, otro aventurero sin brújula de la exploración entre cuatro paredes, otro hombre que también había volcado su destreza en el flujo inflamable de las presentaciones en vivo.
(“No hay nada como la emoción de haber grabado algo y ponerlo y saber que nunca escucharás nada parecido y que nadie se explicará cómo lo has hecho”, era una de las frases que Prince repetía desde principios de los 80 para explicar su amor por la artesanía fina y meticulosa de sus composiciones).
Además, desde mediados de los 90, el estadounidense comenzó a desconfiar de los sellos discográficos y la industria musical -paranoia personal que hasta lo llevó a convertir su nombre en un símbolo-, por lo que difícilmente alguno de sus grandes proyectos se lo cedería a una compañía con hambre de rentabilizarlo de manera masiva.
Eso quizás explica que el álbum póstumo Welcome 2 America (2021) asome entre lo más brillante de su etapa más adulta: un trabajo realizado en 2010, pero que nunca vio la luz, guardado en lo que él mismo llamaba The vault (“la bóveda”), el espacio donde iban a parar los miles de registros que prefería preservar bajo custodia (se ha reportado en 8 mil la cantidad de temas inéditos encontrados en ese sitio).
En este caso, un disco completo -no colecciones de rarezas ni de demos, no grandes hits refaccionados en la vejez- que traza una distancia con respecto a lanzamientos de otros héroes que ya partieron hace años. Por lo general, el mercado de la música empaquetada como obituario es pródigo en trabajos mediocres, residuos que en algún minuto su creador no estuvo dispuesto a mostrar o un amontonamiento de canciones de diversas épocas apiladas por familiares, albaceas o carroñeros de turno para seguir exprimiendo el talento del que ya no está.
Con el “genio de Mineápolis”, todo quedó en mano de Troy Carter, ex mánager de Lady Gaga, quien decidió trasladar el gigantesco material a una empresa de almacenamiento llamada Iron Mountain, en Los Angeles, donde contrató a un equipo para que fueran clasificando y ordenando todo lo encontrado. De hecho, fue uno de esos archiveros el que se topó con este disco, rotulado con el nombre y casi como si estuviera esperando que alguien lo hallara para poder recuperar la vida.
Con David Bowie, por ejemplo (fallecido también ese mismo 2016), el resultado no ha sido el mismo. Pese a que tenían metodologías muy diferentes -el inglés por ejemplo cambiaba constantemente de ciudad o país para grabar sus producciones-, las ediciones póstumas del Duque Blanco semejan un caótico archivo donde cabe de todo y, por tanto, se trata de material que no entrega luces nuevas de algunas de sus mejores fases creativas (ha sucedido con los kilométricos box sets que han retratado diversos puntos de su carrera).
Con Prince, al menos en el caso de este “nuevo” álbum, es distinto porque pareciera que siempre tuvo en mente que saldría en el convulso 2021 de las desigualdades económicas, la agitación racial y el agobio generalizado. Sabemos que no es así, pero Prince siempre tuvo algo de magia en su actuar: Welcome 2 America se tituló el tour de 2010-2012 que lo llevó a realizar 83 fechas por Norteamérica, Europa y Australia.
Ahí no tocó ninguna canción del disco que ya había registrado antes de saltar a la ruta y sólo se limitó a un repertorio más clásico y tradicional, además de mofarse desde el escenario de las disqueras, de un pop actual que menospreciaba y tildaba de robótico, y de un mercado que según él no entendía su envergadura como creador y guitarrista.
Pero en Welcome... late mucho de lo que estalló después de esos días y que hoy suena como funk de susurro político o despachado para saltar a las calles.
The New York Times en su reseña lo cuenta de esta manera: “Todo esto es casi como si Prince supiera lo que le esperaba. (...) un álbum lleno de sombrías reflexiones sobre el estado de la nación (...) Se hizo en 2010, dos años después del comienzo de la administración de Obama, y Prince ya en ese entonces no veía mucho progreso”.
Con respecto a la temática de los tracks, el periódico teoriza: “Las canciones abordan el racismo, la explotación, la desinformación, la celebridad, la fe y el capitalismo: ‘Siglo XXI, todavía se trata de la codicia y la fama’, canta Prince en Running game (son of a slave master)”.
En el propio tema que le da nombre al trabajo, el cantante -al abordar asuntos como la igualdad de género o de raza-, remata desilusionado: “Todo tarda una eternidad/ la verdad es una nueva minoría”.
En tanto, 1010 (Rin tin tin) no sólo suena chocante por sus acordes de piano entrecortados, que parecen poco elegantes frente a su flasete, sino que también lanza interrogantes que cualquiera podría haber levantado en las últimas semanas o meses: “¿Qué podría ser más extraño que los tiempos en los que estamos? Hay demasiada información y un desierto de mentiras”.
Pese al carácter político y social de Welcome..., las canciones partieron tal como la mayoría de sus obras: sembrando la parte instrumental para que a partir de ahí creciera la lírica y la interpretación. Que el ritmo y el groove diera origen al mensaje. Además, pese a que una parte importante lo hizo en solitario, también se nutrió de instrumentistas idóneos para los contornos soul y jazz que va marcando el disco, como la bajista Tal Wilkenfeld y el baterista Chris Coleman, además de las cantantes Shelby J., Liv Warfield y Elisa Fiorillo, sumado a Morris Hayes, fino y astuto en los arreglos de teclados, cuerdas y trompetas.
Shelby J, en una reciente entrevista con The Independent, recuerda que precisamente lo que más la sorprendió fueron las letras del cantautor, mordaces, agudas y contingentes. Pese a que en su era de gloria no era una figura que se atrincherara en activismos o posturas más políticas, en este disco sí estaba decidido a hablar de situaciones mucho más ásperas. Prince, en rigor, no sólo era líbido y sexualidad.
“Fue genial, porque siempre nos estaba enseñando, estableciendo una conexión entre la canción y el debate actual de, por ejemplo, lo que se les enseña a los estadounidenses sobre la historia colonialista del país. Quería que aprendiéramos, especialmente las cosas que deberíamos haber aprendido en la escuela, porque él sabía que no habíamos aprendido de esa forma”, subrayó la cantante en el períodico británico.
Prince tuvo muchos gestos que lo encumbran como un adelantado: desde integrar sólo mujeres a su grupo hasta batallar contra una industria cuyo antiguo orden se desplomaba. Pero esta vez dejó un manifiesto de época cuando ya su presencia se ha desvanecido para siempre. Como el soberano que articula su imperio sabiendo que algún día ya será historia.
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