Cuando un día Emilia leyó en el grupo de WhatsApp de su familia que finalmente se reunirían después de un año, no se emocionó. Todo lo contrario, por primera vez, el hecho de que su abuela cumpliera años le generaba rechazo. El problema no era el cumpleaños, sino que tener que compartir con un grupo de 10 personas. Esta vez no tenía que ver con la ansiedad de salir de su casa que había sentido los meses anteriores, solo que no toleraba la idea de escucharlos.
Emilia tiene 30 años y vive en un departamento en la comuna de Ñuñoa. Desde que se decretó la primera cuarentena, trabaja de manera remota y durante meses su única interacción no virtual ha sido con su gato. Después de meditarlo, Emilia decidió ir al evento familiar y el resultado no fue mejor de lo que esperaba: el primer encuentro lo tuvo con su prima, cuando cuestionó la vacunación; después discutió con su tío tras un comentario político, y cuando se enfrentó con su madre, decidió irse del cumpleaños. “No era racional, simplemente, no los soportaba”, recuerda.
Lo que Emilia sintió se llama hastío social, un término que el psiquiatra de la Universidad de Chile Rodrigo Gillibrand asemeja “al cansancio emocional y al rechazo, intolerancia e irritabilidad hacia las personas, la comunidad y algunas instituciones”. Producto de la pandemia, se ha visto en la población una mayor susceptibilidad ante los estímulos externos, dificultad de empatizar con el otro y exacerbar la intolerancia. Es una sensación generalizada.
Pasaron días para que Emilia se diera cuenta de que tenía un problema. Una conversación telefónica con su abuela la llevó a caer en cuenta que haberle arruinado el cumpleaños por discusiones familiares no era algo normal en ella y que esa intolerancia la repetía en el día a día. Esa tarde buscó el número de su terapeuta y le escribió: “¿Tienes hora para una sesión esta semana?”.
Desgaste emocional
Han pasado 487 días desde que se confirmó el primer caso de Covid positivo en Chile. Un año y tres meses de entrar y salir en cuarentena, mientras el mundo está inmerso en la incertidumbre de un virus desconocido. “Los ciudadanos han hecho grandes esfuerzos para contener el Covid-19, el cual ha tenido un costo extraordinario, porque nos ha agotado a todos, sin importar dónde vivimos o qué hacemos”, declaró el director regional de Europa de la OMS, Hans Kluge. “Por ello, es fácil y natural sentirse apático y desmotivado, experimentar fatiga”, agregó.
Pero para que se haya generado esa fatiga fue necesario pasar por distintos estados. La salud mental también ha acumulado camino. La académica de la Escuela de Psicología de la Universidad de los Andes María Elena Pérez menciona la ansiedad, la improvisación y la niebla mental como etapas propias de esta trayectoria: “Lo que podemos ir comprendiendo detrás es el desgaste, a raíz de tener que sostener estos estados (...). Es un desgaste síquico-emocional en todas sus áreas, y es muy grande”.
En un principio se identificó el miedo generalizado en la población. En el caso de Isidora, de 29 años, el temor al contagio fue su primera etapa. A causa de esta sensación se encerró en su casa y desarrolló lo que se conoce como el “síndrome de la cabaña”, concepto que Rodrigo Correa, psiquiatra y director del Instituto de Psicofarmacología Aplicada, define como “temor y ansiedad a dejar lo que se percibe como un entorno seguro, predecible y controlable. En este caso, la casa de la persona que lleva largo tiempo confinada”.
Con la baja de los casos positivos, Isidora sí se ha reunido con más personas, pero dice que solo si es estrictamente necesario, sobre todo ahora que apareció la variante delta. En estos encuentros ha identificado menos tolerancia y paciencia. Cambió su actitud cuando se enfrenta a un comentario que le parece ofensivo, “pero que socialmente antes eran aceptados”. “Ahora no, esas cosas me molestan y lo digo, ya no me quedo callada”, cuenta.
Frente a esto, María Elena Pérez explica que efectivamente la tolerancia se ha visto modificada. “Hay una especie de reactividad frente a situaciones que antes manejábamos de mejor manera, porque producto de todo este estrés las capacidades regulatorias se han visto deterioradas. Hemos tenido que lidiar con elementos que no eran cotidianos, como el riesgo de salud, de convivir con la muerte. La incertidumbre desarma todo un sistema que el ser humano estructura”, dice.
Producto de todo este estrés las capacidades regulatorias se han visto deterioradas.
María Elena Pérez, psicóloga U. de los Andes
También sucedió que la gente se acostumbró a estar sola. Esto es lo que le pasa a Laura, de 41 años. “Yo no entiendo mucho a la gente que dice en los grupos de WhatsApp que necesita ver gente, que por último nos juntemos en alguna plaza. A mí no me dan ganas, no lo extraño, no lo necesito, no lo ando buscando”, asegura. Por lo mismo, cuando se ha tenido que enfrentar por obligación a un grupo más grande de personas se siente incómoda y de mal humor. En los días que ha tenido que trabajar de manera presencial, el desafío es aún mayor: “Me molesta escucharlos hablar, me molesta que se griten de un lado a otro, me molesta casi todo. Así que tiendo a aislarme más en mis audífonos y mi música. Es bien raro, porque antes no me ocurría, pero no es algo que pueda controlar”.
Esto que siente Laura, el doctor Gillibrand lo explica por un aumento de irritabilidad y externalización de las emociones, “es una forma de canalizar ese cansancio que puede traer esas dificultades interpersonales”. Por eso, dice que puede terminar en un aumento de polarización, que incluso se puede ver en las redes sociales.
La irritabilidad es una forma de canalizar ese cansancio que puede traer las dificultades interpersonales.
Rodrigo Gillibrand, psiquiatra U. de Chile
Apatía social
Aunque Ignacio, de 21 años, ya tiene un sumario sanitario, no ha dejado de salir en las noches. Se junta con amigos, sobre el aforo permitido, y hace fiestas pasado el toque de queda. El último sábado se reunieron cerca de 30 personas y ante la posibilidad de contagios, dice que no siente culpa alguna. De hecho, también tiene planes para este fin de semana.
Sin embargo, el año pasado pasó varios meses totalmente recluido. No se juntaba con nadie y no salía ni para ir al supermercado. Como vive con su padre, que tiene 60 años y es hipertenso, prefería no exponerlo a un potencial contagio. Sentía la necesidad de ver más gente, pero se resistió. “¿Y para que sirvió todo eso?”, pregunta en voz alta. “Para nada”, responde.
Que la variante delta le sea indiferente es también un síntoma de apatía, apunta la psicóloga clínica Gabriela Hernández. Por una parte, identifica la pérdida de la percepción de riesgo, “el vivir con una amenaza constante normaliza la situación, y por el cansancio emocional se pierde el apego a elementos como la salud”, explica. Por otro lado, menciona que Ignacio muestra una falta de empatía que se podría explicar por la falta de interacción social, “o sea, cuando ves a una persona sufriendo, hay algo en ti que hace que se active la empatía y es muy difícil que esto suceda en una pandemia”. Además, “la pandemia ha individualizado a las personas, los sentimientos colectivos fuertes fueron reemplazados por la supervivencia”, dice. Y, por último, cree que existe otro factor que se asemeja al no querer hacerse cargo de un otro, “ante un desgaste emocional, las personas deciden evitar los problemas de los otros, haciéndose los ciegos para no cargar con el peso de los demás”.
Ignacio entiende que su actuar está pésimo, pero le molesta que lo critiquen. Días atrás subió una fotografía a Instagram con amigos y recibió respuestas que lo increpaban por incumplir la ley. “Lo que hago es cosa mía”, respondió a uno de los mensajes.
El psiquiatra Rodrigo Correa asocia la apatía al concepto de anomia. Un término que el sociólogo francés Émile Durkheim define como una condición de ruptura de normas que se produce en cualquier situación, donde las leyes o normas del mundo que conocíamos se caen, se transgreden o se violentan debido a un suceso global no esperado.
Correa lo explica así: “Tiene que ver con que la mayoría de las personas nos conducimos en el mundo de acuerdo a los márgenes sociales que este mundo nos impone y lo que los demás esperan de nosotros. Entonces, yo no me paso, por decirlo así, una luz roja o un disco Pare, porque se supone que hay todo un constructo social detrás de esto. Esto que implica que eso no debiera hacerse. Sin embargo, uno ve que usualmente una persona que transita un lugar donde nadie lo va a ver, por ejemplo, sí se pasa el disco Pare”. Esto, aunque no justifica la falta, explica la transgresión a los límites que se consideraban correctos.
La hastía tiene que ver con la anomia, que se produce cuando las normas del mundo que conocemos se transgreden.
Rodrigo Correa, psiquiatra y director del Instituto de Psicofarmacología Aplicada
Emilia, la joven que se peleó con su familia en el cumpleaños de su abuela, desprecia a la gente como Ignacio. A su vez, él no tolera que personas como ella opinen de sus acciones. Los dos están cansados, hastiados de esta pandemia.