Kiev: La aparente normalidad que esconde la tragedia
El Metro de la capital, por ejemplo, funciona con normalidad, pero la guerra circula con fuerza en el ambiente. En los avisos publicitarios ahora se anuncian los números de las oficinas de reclutamiento, superpuestos a imágenes de soldados en el frente de batalla. Es difícil encontrar a alguien en la ciudad que no haya perdido a un ser querido o que no sea cercano a una persona que está combatiendo contra Rusia.
El tráfico pesado, las luces de neón que anuncian la apertura de restaurantes y bares y la frenética actividad diaria han vuelto en los últimos meses a Kiev, la castigada capital ucraniana que intenta recuperarse de la guerra. Los repartidores de comida a domicilio se abren paso entre los autos, los jóvenes se reúnen en los parques para echarse unos tragos y las parejas se suben a la noria gigante situada en el centro de la metrópolis. Debajo de esa capa superficial de aparente normalidad se esconde la tragedia que golpea a Ucrania desde hace un año. No hay que escarbar mucho para hallar la tragedia. Nada es igual en el país desde la invasión rusa. El dolor se lleva dentro y las vidas de millones de personas han cambiado para siempre.
“El primer día de la guerra no podía creer que lo que estaba sucediendo fuese real. Esas semanas las pasamos llorando. No podía ni siquiera comer”, rememora Irina Dobrovolska, de 36 años, madre soltera con cuatro hijos. Irina perdió su empleo nada más iniciada la invasión. Su empresa cerró y decidió dedicarse a ayudar, en el momento en el que se daban cruentos ataques en los barrios y localidades del exterior de Kiev, zonas como Bucha o Irpin, donde se produjeron algunas de las más terribles y flagrantes violaciones a los derechos humanos en el marco del conflicto.
“Tengo un auto y sé conducir, así que me enrolé como voluntaria en la Cruz Roja. Recorríamos Kiev llevándoles comida, ropa y medicinas a los necesitados”, expone Irina. Así logró alimentar a su familia. “Me pagaban con comida, porque no pagan dinero. No pasamos hambre”. Ahora ha conseguido otro empleo y asegura que ha logrado cierto sentimiento de seguridad.
Otro momento complicado fueron los cortes de suministros que se dieron cuando volvió el frío, a finales del otoño, tras los constantes bombardeos rusos a instalaciones energéticas. “Empezamos a valorar las pequeñas cosas que antes no valorábamos. Nos habíamos quedado sin electricidad, calefacción y agua corriente. Ahora entiendes que la felicidad es tener luz a todas horas”, asegura Irina.
La joven madre asegura que sus hijos están bien. Para ella, el dolor va por dentro y parte de su corazón está en Bajmut, escenario actual de los más cruentos enfrentamientos de la guerra, donde está combatiendo su hermano. “Me preocupo, pero me he acostumbrado a ello. Mi madre llora todo el tiempo, pero yo aguanto, porque tengo hijos”, dice mientras come con su familia en un establecimiento de una cadena de comida rápida. Es la tragedia silenciosa que afecta a cientos de miles de personas en Kiev.
Entre el Metro y el cementerio
El Metro de la capital funciona con normalidad, pero la guerra circula con fuerza en el ambiente. En los avisos publicitarios ahora se anuncian los números de las oficinas de reclutamiento, superpuestos a imágenes de soldados en el frente de batalla. Es difícil encontrar a alguien en la ciudad que no haya perdido a un ser querido o que no sea cercano a una persona que está combatiendo en el frente.
De la guerra nunca volverá Oleksii. Murió el 17 de abril en un ataque con mortero en la región de Lugansk. Dejó un profundo vacío en el corazón de Olena, su viuda, que ha colocado con cariño dos fotografías de su esposo en la repisa de madera de la pequeña salita que habita en un viejo edificio de la era soviética, situado en un barrio de Leópolis.
“Mi vida tiene un antes y un después de su muerte. Fue un marido excepcional durante 22 años y fuimos muy felices. Lo echo mucho de menos, y mi hijo también”. Miles de hogares en Kiev y Leópolis recogen en silencio los mismos dramas. Junto a las fotografías de la repisa Olena ha colocado una medalla que le entregaron tras la muerte de Oleksii. En la pequeña caja que alberga la insignia aparece también una carta firmada por el Presidente ucraniano, Volodimyr Zelensky.
Su esposo nunca dudó en combatir. “La guerra empezó un jueves y él fue al comisariado de guerra el viernes para alistarse, sin tener mayor experiencia militar previa que el servicio obligatorio de un año que hizo en su juventud”, recuerda Olena. “Yo no quería que muriese, pero era imposible pararlo. Dijo que se alistaba porque no quería que su hijo fuese a la guerra”.
Dos veces por semana, la viuda acude al cementerio de Leópolis, donde está enterrado su marido. Las tumbas de los combatientes han sido situadas en una explanada en el exterior del recinto. Un crisol de banderas amarillas y azules de Ucrania anuncia en el lugar decenas de tragedias. Algunas de las tumbas son recientes, de soldados que han muerto hace apenas unos días. Sus familias han podido enterrarlos. No sucede en todos los casos. “Desde marzo hay cuerpos que no se han encontrado. Continúan en los lugares donde tuvieron lugar las batallas”, expone Bohdana Sirkiv, presidenta de una asociación local de caídos en combate.
Rehabilitación de los soldados
La guerra es una catástrofe para toda la población ucraniana. Al menos 8.000 civiles han muerto desde el inicio de la invasión rusa. Unos 430 son niños. Esa es apenas la cifra verificada por la ONU. El número real es, sin duda, mucho mayor. Tampoco se conoce el registro de soldados fallecidos en combate. Es confidencial.
El conflicto ha provocado también una catástrofe humanitaria. Más de ocho millones de personas han abandonado Ucrania. La guerra también cambió la vida de Ruksana Smila, una fisioterapeuta de 24 años. Trabajaba atendiendo a deportistas de élite antes de que cayeran las primeras bombas. Ahora atiende a una media de 12 soldados mutilados al día en un hospital de Leópolis.
Rehabilitar a los soldados físicamente para que vuelvan a tener una vida funcional es posible en la mayoría de los casos, asegura. Más difícil será, argumenta, su recuperación psicológica. “Es duro escuchar las historias que te cuentan sobre sus cautiverios. Los rusos hacen cosas muy malas con nuestros soldados. Es muy difícil escucharlo”, asegura la joven, mientras atiende a Eugene Sharp, un expolicía que se enroló como voluntario en el Ejército y sufrió la amputación de una pierna después de haber sido alcanzado por los fragmentos de un proyectil ruso.
Eugene tiene claro que no se arrepiente de haber ido a la guerra. Todo lo contrario, lamenta no poder estar en el frente ahora. “No pasé el tiempo suficiente en el frente. Tendría que haber hecho más cuando estuve allí”, lamenta el joven, de 28 años. “Quiero continuar en el Ejército y ayudar. Si no soy capaz de combatir, puedo hacer otras cosas, como por ejemplo papeleo”, dice Eugene mientras da vueltas a los pedales de una bicicleta de mano, ante la atenta mirada de Ruksana, que, con mimo, le trata las heridas. El sonido de la máquina llena toda la habitación, mientras Ruksana lanza alguna broma de vez en cuando para intentar animar a su paciente.
En cuanto lo dejen, Eugene volverá al frente, algo que inquieta a su esposa, que lo apoya. “Tengo mujer e hijo. Fue duro para ellos darse cuenta de lo que había pasado, pero gracias a la ayuda de ellos me estoy recuperando más rápido”.
También volvería sin pensarlo Igor Bolney, un minero de 49 años que se alistó como voluntario cuando inició la invasión rusa y perdió una pierna en el frente de Jersón en diciembre, después de pisar una mina. “Todo está bien, salvo porque no me voy a poder quedar en la guerra hasta que acabe. No me arrepiento en absoluto de ir. Soy voluntario y así tiene que ser”.
La guerra ha devastado también la economía de Ucrania. Más del 40% de la población necesita ayuda humanitaria, según la ONU. Cientos de miles han perdido sus puestos de trabajo por fuerza y no tienen los medios necesarios para subsistir. La reapertura de negocios y el mayor esparcimiento en el tiempo de los bombardeos en Kiev han dejado esa falsa imagen de tranquilidad. De fondo subyace una catástrofe, sin que se vea la luz al final del túnel. La prácticamente totalidad de analistas bélicos y de geopolítica coinciden en que la guerra va para largo.
En Maidán, la plaza donde empezó todo en 2014, han vuelto las luces de neón de los restaurantes, pero nada es lo mismo. Los políticos siguen reuniéndose en lugares no habituales por seguridad, mientras las sirenas que avisan de bombardeos siguen sonando todos los días y algunos proyectiles escapan a las baterías de defensa en el centro y el oeste del país.
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