Columna de Óscar Contardo: Fuera del alcance de la ley
Esta semana, un juez de la Corte de Apelaciones rechazó la demanda civil por encubrimiento en contra del Arzobispado de Santiago, presentada por tres de las víctimas del sacerdote Fernando Karadima. El fallo argumentaba que mal podría ser responsable de encubrir los delitos, entre otras cosas porque el arzobispado no representa a la Iglesia Católica chilena.
Esta semana entrevisté a un sacerdote. Una autoridad dentro de su congregación. Desde hacía dos años estaba tratando de lograr una cita con algún representante que respondiera mis dudas sobre los testimonios de abuso que había recogido y que involucraban a religiosos de esa orden. Llevé un cuestionario de 32 preguntas directas, concisas, sobre hechos ocurridos en distinto tiempo y lugar, desde la década de los 80 hasta fines de los 90. Cada pregunta encerraba historias de adultos que, como niños y adolescentes, habían sobrevivido a vínculos enfermizos con curas que, supuestamente, debían encargarse de su formación moral y espiritual. No se trataba de algo que ocurrió un día o una semana, sino de relaciones torcidas que permanecían en el tiempo. Niños y adolescentes bajo el control total de personas admiradas por la comunidad a la que pertenecían, porque representaban a Dios.
Del total de las preguntas sólo logré unas cinco respuestas claras. Sobre el resto, la autoridad eclesiástica guardó silencio: eran secretos que permanecían resguardados en una dimensión que tiene sus propios ritmos -geológicos y sigilosos- llamada justicia canónica; un universo cerrado con una lógica impecable, que en ocasiones me resultaba sorpresiva, como cuando encontré una denuncia en la que el propio acusado -en virtud de su rango- debió designar al religioso que se encargaría de investigar la denuncia que lo afectaba. Es decir, el acusado nombró al investigador que indagaría una denuncia en contra de sí mismo. ¿A quién eligió para la tarea? A un viejo sacerdote amigo suyo. El caso no prosperó, aunque años más tarde surgirían nuevas denuncias contra el acusado que harían insostenible su permanencia en el cargo que ocupaba.
Cuando le pregunté al sacerdote al que entrevisté -un hombre de mediana edad, sonrisa ancha permanente, dibujada en un rostro amable- si su congregación había hecho algún gesto de reparación con las personas afectadas, me mencionó que sí, que ahora los escuchaban y que eso ya era un gesto importante. También me contó que habían organizado una misa hace unos meses para pedir perdón por los casos de abusos. Aquella ceremonia no contó con la participación de ninguna de las víctimas con las que yo había hablado. En ella tampoco se habló sobre los casos específicos por los que se estaba pidiendo perdón, ni menos sobre quienes eran los responsables de las transgresiones. Aproveché de recordarle, a propósito de misas, que el funeral de un sacerdote de su congregación denunciado por cuatro personas y que se había colgado para no enfrentar a la justicia había contado con la participación de dos obispos y 50 sacerdotes. "Se le despidió como quien despide a un gran hombre", le dije, "¿por qué no se hizo algo más recatado como señal de respeto?", pregunté. Me contestó que no tenía información al respecto y que la discreción de un funeral era algo muy relativo.
Luego de hablarme de la misa para pedir perdón por los abusadores, me confesó que ellos, como Iglesia, también sufrían, que el dolor de las víctimas también era su propio dolor. En ese momento la sonrisa de su rostro fue reemplazada por un gesto parecido al de las personas que pasan por un momento de angustia intenso.
En febrero pasado, en Australia -un país en donde sólo el 25% de la población se identifica como católica- una comisión investigadora oficial, designada en 2013, entregó los resultados de su trabajo: entre 1950 y 2010 hubo más de 1800 sacerdotes involucrados en el abuso de más de cuatro mil niños y niñas. La comisión australiana dio, además, una cifra que llamó mi atención: los abusos tardaron, en promedio, 33 años en ser denunciados. La historia se repetía una y otra vez en una pauta demasiado familiar para ser sencillamente una coincidencia; las víctimas fueron ignoradas o castigadas, los sacerdotes trasladados y la memoria de los hechos sepultada. Es lo que les había ocurrido en México a quienes denunciaron los crímenes del sacerdote Marcial Maciel y lo que habían sufrido los seguidores de los sodalicios en Perú abusados por Luis Fernando Figari. Un patrón similar a los hallados en Estados Unidos y en Irlanda cuando se descubrieron las enormes tramas de crímenes perpetrados por religiosos. El mensaje que habían recibido las víctimas durante décadas había sido que lo mejor era guardar silencio. Que los victimarios siempre estarían fuera del alcance de la ley.
Esta semana, un juez de la Corte de Apelaciones rechazó la demanda civil por encubrimiento en contra del Arzobispado de Santiago, presentada por tres de las víctimas del sacerdote Fernando Karadima. El fallo del tribunal argumentaba que el Arzobispado de Santiago mal podría ser responsable de encubrir los delitos del sacerdote de la parroquia de El Bosque, entre otras cosas porque el arzobispado no representa a la Iglesia Católica chilena. Es más, el texto detalla que, en rigor, la Iglesia Católica chilena no tiene existencia legal. Haberlo sabido antes.
La decisión del tribunal dada a conocer el jueves confirmó que hay quienes viven más allá del alcance de la ley, en un lugar cómodo y protegido, fuera del imperio de la justicia terrenal, en donde pueden aprovecharse de su poder sin temor al castigo. Después de leer el fallo pensé que el mensaje que por el momento ha dado la justicia civil a los hombres y mujeres víctimas de abusos cometidos por sacerdotes es que en Chile sólo pueden aspirar a que se les repare con una misa a la que no estarán invitados.
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