Iggy Pop: Más sabe el diablo
El músico de 69 años se presentó este lunes en el Movistar Arena: un espectáculo de la vieja escuela con partes iguales de actitud y decibeles, arrojando una bocanada de rock puro y salvaje.
Veníamos de The Libertines, ese remedo de banda británica donde campean las poses para soslayar la pobreza de ideas, sonido y ejecución, y aparece Iggy Pop guarecido de su banda y cortinaje platinado, para convertir por un par de horas al Movistar arena en una especie de cabaret sórdido, ensimismado en una estrella de escasa ropa -apenas un pantalón a la cadera y el torso eternamente desnudo-, quien montó un espectáculo de la vieja escuela con partes iguales de actitud y decibeles, arrojando una bocanada de rock puro y salvaje. La noche del lunes el público comprendió de inmediato su rol: la energía recibida debía regresar como una demostración sincera de afecto hacia el primer punk rocker de la historia.
El músico de 69 años que decidió reivindicar su nombre como artista en el estudio mediante el macizo Pop post depression, publicado este año con la guía de Josh Homme de Queens of the stone age, asume el escenario como una jaula de la que a veces se libera para abalanzarse sobre el público. Jim Osterberg Jr cojea notoriamente por un accidente (un jugador de rugby le pasó por encima destrozando un tobillo a los 14 años), pero Iggy Pop convierte la lesión en parte de su rúbrica.
Se balancea y golpea el pecho de pectorales dibujados como si fuera un gorila o un matón con el que preferirías no encontrarte; se apoya y quiebra sus caderas, menea el trasero como striper, y canta con distintas voces que van desde un graznido que hizo escuela en el punk rock, hasta un tono grave y ceremonial, escupiendo las palabras, desde esa suplica enrabiada de I wanna be your dog -la primera de la noche del catálogo junto a The Stooges-, hasta la hipnótica reverberancia de Gardenia, el mejor corte de su último disco.
A veces cuesta evocar éxitos de Iggy más allá de Lust for life y Candy (que finalmente no interpretó), pero el lunes también sirvió para recordar grandes temas que llevan su nombre y los conocimos por otros: The Passenger por Siouxie and the Banshees, Search and destroy por Red hot chili peppers y No fun, al cierre, por Sex pistols. Cada rendición mandó al carajo los recuerdos no solo por Iggy y su movimiento incesante e impredecible, sino por la tremenda banda detrás. Le acompañan viejos zorros como Kevin Armstrong, un guitarrista fenomenal y aguerrido con currículo junto a David Bowie, Morrissey y Sinead O'Connor, y el tecladista (y también guitarrista) Seamus Beaghen, miembro de The Madness.
Varias veces Iggy Pop descendió hasta las primera filas para ser abrazado y manoseado por un amasijo de brazos y rostros convertidos en un remolino para tocar al torso más famoso de la historia del rock, ese cuerpo contradictorio que aún parece esculpido y también maltrecho, ese pellejo cubriendo los músculos de un artista singular e irrepetible, una figura de la que solo cabe tomar lecciones.
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