Korn: Nada más ni nada menos
Korn sigue siendo una banda increíblemente original en su sonido y la manera de facturar metal, pero también lucen agotados no de energía escénica, sino de ideas musicales.
Para la fanaticada metalera de viejo cuño -generación Black Sabbath, fans de la NWOBHM y thrashers de los 80-, Korn nunca fue una alternativa a tomar en serio. Los elementos incluidos por la banda californiana desde su debut en 1994, contando una estética que abrazaba la influencia del hip hop de la costa oeste, afinaciones más graves y el destierro de los solos, jamás convencieron al promedio del público amante del rock con olor a azufre, que suele ser conservador. El nü metal, género que les identificaba, tampoco hizo mucho por su propia dignidad, refugiado en una especie de pataleta permanente. A estas alturas Korn podría montar shows de grandes éxitos concentrados en sus primeros cuatro álbumes, sólidos e influyentes (Sepultura produjo Roots copiándoles sin remordimiento), pero no descuidan el material reciente como lo hizo el jueves por la noche con el teatro Caupolicán repleto, postal repetida en cada visita. Discos como Take a look in the mirror (2003), See you on the other side (2005) y The serenity of suffering (2016) figuraron en el listado.
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FOTO: JOSE LUIS MUÑOZ / LA TERCERA[/caption]
A falta de novedades en la puesta en escena -siguen trayendo el mismo humilde telón con el nombre del grupo-, la gran noticia de esta pasada es la presencia de Tye, el hijo de 12 años de Robert Trujillo de Metallica, como suplente de "Fieldy" en el bajo. El chico no solo tiene actitud y una cabellera perfecta para avisaje de acondicionadores, sino que domina el instrumento y azota las cuerdas contribuyendo a la masa de sonido característica de Korn, compuesta de riffs gruesos y acompasados. Tye tuvo un momento solista quizás innecesario y de sonido apelotonado, pero su destino parece escrito como estrella de rock.
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FOTO: JOSE LUIS MUÑOZ / LA TERCERA[/caption]
El resto se mantiene en el mismo punto de anteriores visitas. Korn sigue siendo una banda increíblemente original en su sonido y la manera de facturar metal -sin contar que el líder Jonathan Davis usa falda y toca gaita-, pero también lucen agotados no de energía escénica, sino de ideas musicales. Cada pieza parece competir con la anterior en la pretensión de ser lo más voluminosa posible, compuesta de un riff gigantesco y denso como un alud del que no hay cómo escapar y una infinidad de cambios de tiempo en la batería de Ray Luzier. Sin embargo tras un rato los matices escasean.
Al público treinteañero no le importa en lo absoluto lo redundante que se ha vuelto Korn porque entre medio pueden disfrutar de grandes clásicos del metal de los 90 como Somebody someone, Shoots and ladders (con la infaltable introducción en gaita a cargo del líder), Blind, Twist y Good God, todas de su primera etapa cuando renovaron el género. Korn seguirá viniendo, colmará teatros e interpretará sus mejores canciones con notable profesionalismo. Nada más ni nada menos.
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