La ciudad del miedo

Después del terremoto del martes 1, Iquique se transformó en un lugar que sobrevive sin conciliar el sueño. Tras 48 horas sin agua y sin luz en buena parte de la ciudad, la zona costera parece un pueblo fantasma comparada con la saturación de las calles de la zona segura. Vivimos la réplica de 7,6 en los cerros y registramos los dos días de desorientación tras el terremoto. Aquí, la crónica.




Habían pasado 24 horas del terremoto de 8,3 grados Richter de la noche del martes 1 e Iquique estaba en una situación de emergencia. Sin agua y con buena parte de la ciudad sin luz.

A las 22.58 del miércoles vino un nuevo aviso.

Una réplica de 6,3 grados hizo que la ciudad tambaleara, que se escucharan ruidos y gritos desde dentro de las casas. No hubo alarma de tsunami, por lo que la mayoría de la gente del casco histórico siguió en sus residencias. Otros decidieron no esperar.

Deivy Rentería es un colombiano de 20 años, estudiante de Ingeniería en Minas en el Inacap de Iquique. Rentería camina por la calle Bulnes hacia arriba, a la zona de resguardo. Atrás, un poste del alumbrado público tira chispazos. Junto a él van su madre, su hermana, su cuñado y dos sobrinos. Van cargados de mochilas y frazadas. Mientras camina, Rentería recuerda la noche anterior, la del terremoto.

Esa vez el mismo grupo familiar salió de la casa cerro arriba. Pero decidieron pasar la zona de resguardo y seguir caminando. Vieron pedazos de cerro que se desmoronaron, caminos cortados, una fila interminable de autos y micros llenos de gente. No pararon de caminar hasta que llegaron a Alto Hospicio. Demoraron tres horas. Cuando amaneció, con la alerta de tsunami desactivada, volvieron a bajar a la ciudad.

Esta vez, como era sólo un temblor, decidieron quedarse en los cerros y no salir de Iquique.

EL LEJANO OESTE

Sin terremoto ni temblores, el casco histórico de Iquique parece un set de una película del Far West debido a las antiguas casas de madera de uno o dos pisos, unas estilosas, otras en decadencia, herencia del pasado salitrero. Pero en situación de emergencia, esta parte de la ciudad parece ser una comarca del Lejano Oeste en serio.

Anochece el miércoles 2 y la sensación que producen las calles del centro es de abandono y desorientación. Se ven colas gigantes en los pocos almacenes que están abiertos, militares con fusiles en mano en cada esquina, mientras uno que otro auto transita lento por las calles semioscuras. Prácticamente no hay signos del maremoto de la noche anterior. Sólo quedan las embarcaciones destrozadas de Caleta Ramírez y la inundación de la terminal de buses, ubicada justo atrás.

Mientras el sector céntrico y las playas de Cavancha y Playa Brava parecen ausentes, anestesiados por el trauma posterremoto, arriba en los cerros el shock se vive de manera distinta. Para partir, las calles de la zona de seguridad están congestionadas y cuesta encontrar un lugar donde estacionar, principalmente en la calle Pedro Prado, que marca el inicio de la esa zona y que el alcalde Jorge Soria rebautizó como Salvador Allende, aunque la mayoría de los iquiqueños sigue ocupando su nombre original.

Un poco más hacia arriba, en el inicio de la subida a Alto Hospicio todavía quedan carpas instaladas de la noche anterior. También sobre la vereda de la Escuela de Caballería Blindada del Ejército y en el frontis del cementerio de Iquique. La paradoja queda dando bote: para sobrevivir la gente aquí en Iquique escapa hacia el cementerio.

LA GRAN REPLICA

Es casi medianoche y un carabinero ubicado en la garita de control del camino que lleva a Alto Hospicio conversa con un borracho que le pide permiso para subir el camino. El permiso es concedido y mientras el borracho grita algo ininteligible desde lejos, camino arriba, el carabinero comenta: "El tema de la espera, de esperar en grupos a que pase algo, ha hecho que muchos se caigan al vaso".

Deivy Rentería y su familia se instalan cerca de una canchita de baby-fútbol. En el cerro, la mayoría, es decir, los más precavidos son extranjeros: peruanos, bolivianos y colombianos. Rentería dice que en su familia no están acostumbrados a los grandes temblores, pero que la ciudad está bien organizada. "Eso nos da tranquilidad, aunque tengo un primo que no lo soporta y se va a devolver a Colombia". Rentería queda ahí, sentado en un banco, y se despide diciendo "suerte".

Dos minutos más tarde empieza el movimiento, los gritos de la gente en el cerro, la desorientación. A las 23.43 de la noche comienza la gran réplica de 7,6 grados Richter. Cuando la tierra finalmente paró de moverse, empezó la segunda fase del miedo. Los sollozos en medio de la oscuridad de las carpas, mientras una sirena se activaba ruidosamente apenas terminaba el sacudón. Luego venía la voz de un hombre que se escuchaba en toda la ciudad pidiendo evacuar hacia la zona segura. El estado de emergencia, ahora en plena emergencia, otra vez hacía parecer a Iquique una ciudad en guerra.

El camino que va a Alto Hospicio, que antes de la réplica aparecía expedito, rápidamente se llenó de autos, armándose un taco que no avanzó por un largo rato. Y con la sirena, ahora sí, se empezó a ver y a escuchar una mayoría de chilenos caminando hacia la zona segura.

Juan Béjar (27) había llegado antes al cerro, por petición de su novia boliviana, Rosa Cuéllar (21). Ambos coinciden en que la réplica se sintió más fuerte que el terremoto del día anterior. Y Béjar agrega un dato más desde su posición en el cerro, mirando hacia la bahía de Iquique: "Los edificios se movían como banderas, de lado a lado. Eso me impactó".

El día anterior fue el gran susto, pero la noche siguiente vino el terror.

Un poco más abajo, en una rotonda arenosa, varias familias que estaban instaladas desde antes de la réplica comentan el remezón. Un grupo de unos 10 bolivianos de Santa Cruz bromean nerviosos.

-Después de esto ya no queremos más mar, se los regalamos-, dice una mujer joven. Todos ríen.

-Que nos deporten, por favor, queremos ver a nuestras familias-, dice otro.

-Si nos deportan no podemos volver. Que Bolivia nos ayude, que nos mande los pasajes-agrega otra voz.

Pero, bromas aparte, el sentimiento general del grupo es de querer regresar a su país hasta que vuelva la calma en Iquique. Aunque el dinero para viajar no esté.

Por la próxima hora, los iquiqueños siguieron llegando a la zona de seguridad en relativa calma. El comentario general era que lo que había ocurrido era un segundo terremoto, aún más fuerte que el de la noche anterior. Escuchando sus radios a pila, no podían creer que la magnitud del sismo se hubiera situado en 7,6 grados Richter.

Mientras lo comentaban y algunos discutían inútilmente con los locutores radiales diciéndoles que este movimiento había sido peor que el de ayer, dentro de la masa que seguía subiendo, un hombre parecía al borde del desfallecimiento. Totalmente transpirado, jadeaba sin parar. Al lado suyo, una mujer de unos cien kilos en silla de ruedas. Era su pareja y la había empujado unas 40 cuadras desde el casco histórico, cerro arriba.

-Me demoré media hora en llegar, pero llegué- decía el hombre de nombre Luis Arriagada y de profesión carnicero. Luego agradeció a Jehová por estar ahí para él y dijo que los terremotos eran algo natural, un asunto del Creador.

ARRIBA Y ABAJO

En Cavancha, la playa principal de Iquique, donde se hace deporte, se anda en bicicleta y patines, lo que más sobra es espacio. Es jueves en la tarde y la playa está prácticamente vacía. En el mar hay un par de tipos haciendo bodyboard, que desde lejos parecen unos héroes trágicos, unos kamikazes, mientras por la costanera camina un puñado de personas.

Luis Bravo, un iquiqueño de 39 años, viene llegando a la playa con su tabla de bodyboard en mano. Dice que no le tiene miedo al mar, que necesita despejarse y escapar de "esa Babilonia en la que está transformada la ciudad". Luego completa su idea con otro apunte: "Lo que viene después de los terremotos es mucho peor que los terremotos".

La frase de Bravo parece ser un traje a la medida para Iquique. Aunque en términos de destrucción el terremoto no es muy visible, son los problemas logísticos los que han hecho la vida complicada para los iquiqueños. La falta de agua en toda la ciudad ha obligado a que el comercio esté en su mayoría cerrado. Por un tema de salubridad, no hay restoranes abiertos, ni edificios públicos, ni tiendas, en las que se pueden ver los maniquíes tirados en el suelo y el desorden de mercadería que dejó el terremoto. Sólo están abiertos algunos almacenes -varios, aunque no todos, con precios de mercado negro- y algunos supermercados, que han mantenido sus precios, pero que han tenido que implementar un sistema de colas para dar abasto.

Con el corte general de agua, la ciudad lleva dos días sin ducharse. Y aunque se ha anunciado una reposición gradual, todavía no hay certezas sobre cuáles serán los primeros sectores en tener acceso. Lo mismo ocurre con la electricidad: grandes áreas de la ciudad han pasado las noches a punta de velas. El transporte también es escaso. Los primeros dos días las oficinas de arriendos de autos estuvieron cerradas, mientras los taxis y colectivos se vieron a cuentagotas por las calles. Las micros simplemente no salieron.

Esa búsqueda por sobrevivir durante y poscatástrofe ha hecho que toda una ciudad se replantee la manera de hacer las cosas, empezando por la ubicación de sus edificios. En la Clínica Iquique, ubicada justo en la orilla del mar, tuvieron que vivir ese proceso luego de la experiencia durante la noche del terremoto. Manuel Romero fue el doctor a cargo de evacuar el edificio de cinco pisos. Cuenta que, en la emergencia, se dieron cuenta de que sus protocolos en caso de terremoto no servían.

-Lo que estaba escrito era que debíamos evacuar verticalmente-, explica Romero, sentado en el lobby de una clínica vacía, con un militar custodiando en la entrada. -Pero teníamos a varios enfermos que necesitaban estar conectados para vivir. Que el mar inundara los pisos de abajo complicaba su sobrevivencia. En sólo un minuto decidimos que había que evacuar al Hospital de Iquique, en zona segura.

Los pacientes eran un poco más de 30, recuerda Romero. Uno de ellos estaba siendo operado del apéndice cuando comenzó el terremoto. Los doctores tuvieron que parar y esperar a que parara el movimiento para suturarlo y sacarlo de la clínica, recién operado. Los pacientes más complicados para caminar tuvieron prioridad. Se usaron las dos ambulancias de la clínica, una de ellas manejada por una enfermera, y los autos de tres doctores. "A mí me tocó subir a varios recién nacidos a mi Hummer", dice Romero. "Los que podían caminar por sus medios fueron acompañados por personal de aseo hacia las zonas seguras", agrega.

Romero recuerda que todo pasó, desde el terremoto a la evacuación final, en 25 minutos. Ningún paciente salió herido en el proceso.

LA RUTINA SISMICA

Paso a paso. En tiempos de emergencia, la preocupación de los iquiqueños se enfoca en conseguir la próxima comida, en llenar bidones con agua desde los camiones aljibe para poder limpiar los baños. Muy pocos reparan en los seis muertos que dejó la noche del martes o que, de las 295 internas que se escaparon del penal femenino, 145 todavía estén dando vueltas por la ciudad. Resolver lo cotidiano es la urgencia más inmediata.

Es jueves casi de noche, dos días después del terremoto, un día después de la gran réplica, y la ciudad parece seguir dividida en dos. Abajo, el pueblo fantasma, los cascarones de la zona más pudiente que vive a orillas del mar, el abandono de las casas de madera del Lejano Oeste. Arriba, la ciudad bullente, las carpas en las veredas, los autos estacionados en cualquier lado, un Iquique más humilde, hecho prácticamente entero de formalita, pero que se siente más seguro lejos del mar. Y a medida que oscurece, la gente que empieza a salir de sus casas y a subir con frazadas y mochilas hacia la zona segura. Alguien dice que tiene un familiar en la Onemi, que ahí le dijeron que el gran terremoto que espera la ciudad será entre las 12.30 y 1 de la mañana. Los que lo escuchan no se atreven a rebatirlo. Todo puede ser.

Subiendo por Bulnes va el colombiano Deivy Rentería junto a un amigo. Ninguno se habla y Rentería lleva un piso de plástico en la mano. Va totalmente absorto, tal vez pensando en el camping forzado que ha tenido que instalar en la calle junto a miles de iquiqueños.

Será otra larga noche. Sólo quedan la rutina. Y el miedo.

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