La ira de Dios

El Mamo se llamaba Juan Manuel Guillermo Contreras Sepúlveda, pero no le molestaba que lo llamaran por su apodo. Creció obnubilado por rencores familiares. Y, por cierto, por la lógica de la Guerra Fría.<br>




A fines de julio, cuando Manuel Contreras fue internado de urgencia por última vez, el Hospital Militar emitió un parte médico en que definió su estado de salud como "obnubilado". Aunque obviamente el parte era más completo, propio de un cuadro de múltiples achaques, la palabra es perfecta para definir al personaje. Perfecta y poética. Cuando se habla de alguien obnubilado, el diccionario admite dos cosas: por un lado, un estado de ofuscación; por otro, un encantamiento desmedido, casi un delirio.

Ambas acepciones le caben muy bien a quien fuera jefe de la DINA. 

Un año atrás, cuando trabajaba en un perfil sobre Manuel Contreras Sepúlveda, me reuní en varias oportunidades con su hijo, Manuel Contreras Valdebenito. En ese entonces el hijo estaba distanciado del padre, lo que quizás ayudó a que entregara un retrato más crudo y sincero de su padre. Dijo que éste jamás pediría perdón ni reconocería responsabilidad alguna en los crímenes por los que sumó más de quinientos años de condena. Es más, desde la cafetería de un McDonald's me dijo que su padre nunca había reconocido una falta ni pedido perdón por alguna cosa, por mínima que fuera. Lo graficó de la siguiente forma:

-Él puede estar sentado al lado tuyo, derramar por descuido una taza de café encima de ti, y no va a pedir perdón. Él es así, nació y va a morir así. 

Eso puede ser interpretado de varias formas. Porfía, orgullo, indolencia. Pero apunta a lo mismo. Manuel Contreras Sepúlveda, el Mamo, vivió obnubilado por fantasmas que crecieron de manera peligrosa en su cabeza.

¿Qué hace que un hombre se obnubile de esa forma? ¿Qué hace que emprenda una masacre que se digita desde un escritorio? Desentrañar la mente de un genocida no es tarea fácil. La vida de un hombre no es simple, por común que sea ese hombre. Pero en este caso, que es complejo, hay algunos sucesos que ayudan a proponer una explicación.

De pequeño, con seis o siete años, presenció la muerte de su madre, Aída Sepúlveda Cubillos, que murió por negligencia médica en la casa familiar de Ñuñoa. Fue un primer impacto. El siguiente ocurrió poco después, cuando su padre se casó con la media hermana de su fallecida esposa. Es decir, en adelante el Mamo tuvo de madrastra a su tía materna. Una madre postiza con la que nunca se llevó bien. El Mamo decía que esa mujer jamás le tuvo afecto. Y decía que el problema era personal: a su hermano menor, que tenía la piel clara, lo adoraba.

El Mamo se llamaba Juan Manuel Guillermo Contreras Sepúlveda, pero no le molestaba que lo llamaran por su apodo, que había sido ocurrencia de su madre. Cuando recién aprendía a hablar, queriendo decir "mamá", el niño dijo "mamo", y así quedó para la familia, los amigos y el mundo, a excepción de su madrastra, que le decía Juan Manuel, a secas.

Tal fue el encono con esa mujer que cuando el Mamo se casó por primera vez, no la invitó a la boda. Y cuando ella murió, él no fue al funeral, siquiera para acompañar a su padre.

El Mamo creció obnubilado por rencores familiares. Y, por cierto, por la lógica de la Guerra Fría. 

Como muchos otros militares latinoamericanos de su época, fue entrenado en la Escuela de las Américas, donde aprendió métodos de guerra sucia y una doctrina: el principal enemigo estaba dentro de las fronteras y pensaba y actuaba como marxista. De regreso del curso de instrucción en Estados Unidos, en un artículo publicado en el Memorial del Ejército de julio de 1968, escribió: "La guerra de guerrillas se gana matando guerrilleros y conquistando a sangre y fuego sus guaridas, sometiendo a estricta vigilancia a la población, que es la base de la cual la guerrilla vive y crece".

En el contexto de la época se va conformando la figura de un criminal político en potencia, como hubo por cientos en la región. Pero el personaje no es uno de esos cientos. Es el primero de la lista, que propone y logra un acuerdo de cooperación internacional para perseguir opositores en el cono sur. El único jefe represor que ostentó un poder descomunal, casi absoluto, una vez ocurrido el golpe de Estado de 1973.

No sólo tuvo a cargo un ejército paralelo sin dios ni ley, de impunidad garantizada mientras actuó. El entonces coronel Contreras tenía tal vuelo que mandaba sobre generales, ministros y jueces, algo inédito pero coherente con la lógica del único a quien le rendía cuentas. Pinochet, que recelaba de su propia sombra, necesitaba a un leal que le cuidara las espaldas ante cualquier amenaza interna a su poder sin contrapesos. Por eso el dictador llegó a decir que, en este país, no se movía una hoja sin que él lo supiera. Lo sabía por Contreras, por cierto, que montó un complejo sistema de espionaje al interior del mismo régimen y de la DINA, donde unos se espiaban a otros.

El poder de Contreras quedó reflejado en los informes secretos que el Departamento de Inteligencia de la Defensa de Estados Unidos despachó sobre Chile. En uno de ellos, fechado en mayo de 1974, se dice que "la autoridad del coronel Contreras es casi absoluta -sometida solo a un improbable veto presidencia. El desarrollo de la DINA es un fenómeno particularmente perturbador".

Tres meses antes, en otro informe de la misma agencia, se comparaba a la DINA con la Gestapo, la policía política de Hitler, y se decía que en Chile había tres grandes poderes: "Pinochet, Dios y la DINA".

El Mamo supo acomodarse en esa trinidad. Fue experto en estratega e inteligencia, y el mejor alumno de su generación. Alimentó los temores de Pinochet y se ganó la confianza de sus hijos y sobre todo de su esposa, Lucía Hiriart. "Un amigo de la familia", lo describió el historiador y ex ministro Gonzalo Vial. Ese amigo era un militar con privilegios, el único a quien la esposa del dictador le toleraba alguna infidelidad. Con los otros era implacable.

El hijo del Mamo me dijo que su padre llegó a tener un poder tan desmedido que para fines de los ochenta, con la democracia en puerta, no era consciente de que lo estaba perdiendo. El poder lo obnubiló, en buenas cuentas.

Ya en prisión, acumulando condenas desde mediados de los noventa, el Mamo se empeñó en estudiar y defender sus causas judiciales. Nadie sabía más que él, ni su mejor abogado, Juan Carlos Manns, con quien llegó a trenzarse a golpes por no seguir sus dictados.

En una cárcel de militares, rodeado de militares, él creía seguir siendo el gran jefe.

Cuando lo visité en la cárcel de Punta Peuco, en marzo de 2014, me recibió en su celda. El mismo me abrió la puerta, señalada con el número uno, y me invitó a sentarme al pie de su cama, que era el único lugar donde podía sentarse una visita. En ese pequeño espacio con baño privado, tipo senior suite, el Mamo se instaló en un sillón de un cuerpo. Cruzó las manos y las piernas, y quiso saber a qué venía la visita.

En vez del monstruo despiadado que fue, tenía enfrente un abuelo desvalido, de ojos nublados, en los huesos, que había colgado sobre la pared un collage de fotos en colores de sus nietos. Contreras estaba viejo y enfermo, pero muy lúcido. Me dijo que no podía darme una entrevista, pero tampoco me echó. Entonces conversamos. De las condiciones en que se encontraba, de sus causas judiciales, de los libros que leía en esos días. Uno de ellos era El libro de Urantia, un clásico de la literatura mística, de autor anónimo, que habría sido dictado por seres de otro planeta.

- Es un libro maravilloso -me dijo, sosteniéndolo entre sus manos, y por primera y única vez  dejó asomar una sonrisa. Quise saber más, y se explayó:

-Todos trascendemos al más allá, a uno de los cien anillos que existen en el universo. No hay infierno. Lo único es que algunos (humanos) quedan suspendidos en alguno de estos anillos, esperando evolucionar.

Al menos en esta Tierra, Manuel Contreras Sepúlveda, el Mamo, ha quedado suspendido en el universo del horror. b

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