Massú y sus fantasmas

Hasta hace algunos años, Nicolás Massú era visto como el tenista heroico que ganó dos medallas de oro en Atenas, que llegó a ser 9 del mundo y que sólo en la cancha ganó más de US$ 4 millones. Pero hoy, con 32 años y un ranking de 503º de la ATP, debe salir a jugar para demostrar que aún le queda un último acto de gloria en su carrera. En Viña, esta semana, no tuvo suerte.




Ahora, antes de que entre a la cancha, Nicolás Massú todavía es un campeón. La pasarela cercada por guardias y vallas metálicas que une el camarín a la entrada del court central del ATP de Viña del Mar es un caos, en el que niños lloran por autógrafos del último ídolo deportivo que parió esta ciudad costera y, también, un lugar donde hombres adultos sienten la libertad de gritarle arengas en forma de metáfora.

-¡Saca las medallas, Nico! -le aconsejan- ¡Muéstrale las medallas!

Si eso sucede es porque parte de los fanáticos, que pagaron no menos de $ 12.500 para ir a ver a Massú, entienden algo que el ranking ATP todavía no comprende: que el hombre que entró, cerca de las 21 horas, a esa cancha, no puede ser el 503 mejor del planeta en su deporte. Que en ese número no hay una verdad significativa, sino una desgraciada circunstancia pasajera que Massú corregirá esta noche, en la primera ronda del torneo que juega contra un argentino, 172 del mundo y que corre por el nombre de Federico Delbonis.

Horas antes, el zurdo Delbonis asumió el rol respetuoso del retador joven, extranjero y desconocido; y dijo que para él Massú, de 32 años, era un referente  y que todo lo logrado en su carrera era un ejemplo. Y claro, todo eso dejaba de sonar como una prédica desechable cuando uno entendía que Delbonis tenía 20 años. Que en 2004, cuando Massú completó la épica olímpica de ganar dos medallas de oro en Atenas, Federico aún no cumplía los 14. Y eso, en la cancha del Club naval de campo Las Salinas, puede convertirse en el tipo de espectáculo por el que la crónica deportiva se desvela: el duelo entre un tenista primerizo que golpea la bola para inventar su propio mito y otro, que lucha para revivir al campeón que alguna vez fue.

1.
En esa sala de estar, Nicolás Massú era un hombre impaciente, porque estaba imposibilitado de hacer lo que podía hacer como pocos en el mundo: optimizar los movimientos de su cuerpo para perseguir y golpear una pelota amarilla de 6.67 centímetros de diámetro, durante todo el tiempo que fuese necesario.

Pero en ese minuto, varios meses antes del partido contra Delbonis, en Viña, Massú no era más que un tenista retenido en su departamento en el sector oriente de Santiago, por un desgarro en el bíceps de su brazo derecho que lo obligó a un aprendizaje incómodo: hacer su vida con la mano que no golpea la bola.    

-Tengo que manejar con la mano izquierda, lavarme los dientes con la mano izquierda, peinarme con la mano izquierda, abrir una puerta con la mano izquierda. Por 21 días. No me puedo lavar el pelo bien. Y es complicado. Porque ando todo el día pensando cuándo voy a volver. Rápidamente tengo que volver a estar bien. Porque ahora estoy perdiendo tiempo. Hay otros matándose entrenando, mientras yo estoy 21 días parado. Siempre hay que ver el lado positivo, aunque a veces es difícil. Lógico que el cuerpo duele. Y mientras más edad tienes, más duele. Así es la vida -diría entonces. 

En ese departamento, situado en el último piso de su edificio, donde la decoración era tan variada que se movía entre modernos muebles en la terraza y pelotas de tenis gastadas como centro de mesa en el living, había un perrito Shih Tzu, llamado Tommy, que acompañaba al campeón en los días en que hacía el inventario interno de las cosas que tuvo que ceder. Y ahí no sólo estaba el hecho de que su familia ya no puede tomar desayuno viéndolo jugar, como antes, porque los canales ya no se pelean por transmitir sus partidos, o que hasta el 2010 tenía la categoría Comodoro en Lan y ya no, sino que aparecían las derrotas menos visibles que su fama se encargó de eclipsar.

-Yo perdí todos los amigos del colegio. Me tuve que salir de mi colegio y meterme a uno especial. Me tuve que venir a Santiago. Tuve que alejarme de mi familia. Tuve que viajar solo por el mundo. La vida no es fácil, huevón. Todos te dicen 'Ay, juegas tenis. Viajas por el mundo. Vas a fiestas importantes. Ganas plata'. Bueno, hay que ver el otro lado. Y más si no eres bueno. Porque está toda la otra vida, donde haces lo mismo, dejas todo de lado, pero no ganas un peso. Eso es más difícil todavía. Hay otros que hicieron el mismo esfuerzo que yo, durante años, y cuando terminan tienen la cuenta bancaria en cero. Eso sí que es triste.

En la vida profesional en cancha, que comenzó en 1997, Nicolás Massú obtuvo más de cuatro millones 300 mil dólares en premios, ganó seis torneos ATP y llegó a ser 9 del mundo. Pero esa fama que la sabiduría popular atribuyó nada más que a su incombustible deseo de correr tras pelotas que nadie más perseguiría, tuvo un costo que quienes ahora piden su retiro en foros o sentados mirando la tevé, nunca llegaron a ver.  

-Mientras todos mis amigos estaban saliendo de fiesta, mientras se iban de viaje o cuando salían del colegio y se iban a jugar a la pelota, yo entraba al colegio a las 7 am. Cuando salía, mi nana me pasaba a dejar el almuerzo en un termo a las 14.30. Del mismo colegio, me tomaba una micro hasta 1 Norte, y de 1 Norte me iba a Villa Alemana. Imagínate, llevaba siete horas estudiando y me iba directo a entrenar. Comía en el bus. Llegaba, tenía que caminar dos kilómetros para llegar a la Academia del Nano Zuleta. Llegaba ahí, me cambiaba y entrenaba hasta las 8 pm. Después lo mismo: dos kilómetros de vuelta caminando y de vuelta para Viña. Llegaba reventado. Comía y a dormir, huevón. Durante años. Para hacer eso tienes que tener un grado de locura. Tienes que tener algo diferente. Y por eso yo creo que llegué a estar donde estoy. Cuando a mí me dicen que la vida es fácil, yo digo que sé que no es fácil. Miro hacia atrás y no sé si estaría dispuesto a hacer todo lo que hice de nuevo.

2.
La vida afuera de las canchas, que el tenis le permitió a Nicolás Massú, le dejó un apetito particular por las pizzas y la ropa. El campeón, en su clóset, dice tener una colección de 300 poleras, 100 pares de zapatillas y que, para lograrlo, no tuvo problemas en pasar más de siete horas de shopping en un mismo día. Pero ni la ropa ni las pizzas se le pegan tanto a la piel como El Gladiador: la película en que Russel Crowe interpreta a un general romano que, después de ser traicionado, regresa a Roma buscando venganza.

Massú, que también encuentra inspiración en Rocky IV, porque retrata la fortaleza mental y el último golpe de un campeón en el que nadie creía, llegó a Viña gracias a una invitación de la organización del torneo que le permitiría jugar el rol del general romano y de Rocky sobre la arcilla de Las Salinas. Para eso se preparó tres semanas en Buenos Aires, con su entrenador Andrés Schneiter, y la tarde del martes 31 de enero llegó al club sobre su nuevo Audi R8 negro, con la alegría de quien vuelve a estar donde quiere, después de mucho tiempo.

Desde hace algunos años, Massú ha tenido que lidiar con la constante presión de ponerle fecha a su retiro y jubilarse del circuito mientras aún le quede dignidad en la cancha. Pero lo que el público no sabe es que las cosas que Massú más disfruta están dentro de un court. 

-Lo que me gusta del tenis es la competencia -dijo en su departamento hace  meses-. Me gusta ser ganador, la adrenalina. El cariño del público, el estadio lleno. Levantarse cuando las cosas están mal. Te podría nombrar millones de cosas, pero cuando me quitan el tenis, es como que me cortaran una pierna.

El match contra Delbonis era un escenario perfecto para la redención. Sólo que bastó un punto para entender que el argentino no pretendía homenajear al campeón. Desde el principio y hasta el final, 15 juegos más tarde, Delbonis golpeó la bola sonoramente de un lado a otro, desparramando a Massú, sin ningún respeto por las medallas de oro ganadas en Atenas.  Sin siquiera dudar de que un 6-0, 6-3 en 76 minutos era muy poco para un tenista, como el chileno, que entre sus rencores guarda no haber tenido piernas para correr la final de este mismo torneo en 2006, contra el argentino José Acasuso, porque la noche anterior le ganó las semifinales a Fernando González en un partido que duró hasta las 3 de la mañana y que no le permitió ir a acostarse antes de las 6.30 am. Porque ese año, entendía Massú, era el año en que tenía que ganar.

Pero eso, claro, fue entonces.

Ahora, lo que queda después de la conferencia de prensa, en que el campeón admitió que entró a la cancha tan nervioso como un junior de 16 años y que no le daban las fuerzas para golpear la bola más allá de la línea de servicio, es esto:

Que Nicolás Massú, víctima natural de un cuerpo que envejeció más rápido que su propio mito, llegó al lugar de su nacimiento buscando una última hazaña que silenciara a sus críticos y al tiempo. No la tuvo.

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