Raúl Zurita, poeta y premio Nacional: "Terminamos siendo objetos de museo"

El poeta escribe una memoria sobre el CADA, grupo de acciones de arte que integró con Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld en los 80.




Lleva seis años sin fumar. "No concibo los últimos años de mi vida sin cigarro", dice Raúl Zurita (64), convencido de que volverá a exhalar el humo del tabaco. "Quiero fumar y leer", específica y cita un título de Juan Carlos Onetti, Cuando ya no importe.

Finalmente, el tiempo dirá. Pero el poeta y Premio Nacional de Literatura enfrenta los días en una producción a contrarreloj. Luego de cerrar Zurita, en 2011, su último libro de poesía de 700 páginas, quedó en blanco. Pero no se detuvo. Comenzó a traducir Hamlet, de Shakespeare, que publicará este mes ediciones Tácitas. Y hace unos días presentó Saber morir, un libro de conversaciones con el crítico mexicano Ilan Stavans. Allí afirma: "Escribo porque es mi ejercicio privado de resurrección".

También continúa traduciendo La Divina Comedia, de Dante Alighieri, y realiza presentaciones junto a la  banda González & los Asistentes. "Me reencuentro con una vieja juventud", dice y agrega: "No sé si tendré tiempo para terminar todas las cosas en las que estoy".

Raúl Zurita se calma por un momento ante los movimientos involuntarios del Parkinson que padece. Toma aire, calla. Hace un par de meses comenzó a escribir un libro en prosa, que se llamará Poema. Será un volumen testimonial sobre su participación en el CADA (Colectivo de Acciones de Arte), que irrumpió en la escena artística en los años 80. "Es un relato feroz y bello", dice. "No sé si tendré tiempo", repite. Además, prepara la edición definitiva de su poemario La vida nueva (1994), que el próximo año se publicará en Francia. Esto, luego de hallar su archivo, que "en épocas muy negras" le compró el coleccionista Carlos Alberto Cruz. Son cerca de cinco mil páginas. "Encontré la versión original que tenía olvidada", dice sobre el manuscrito de 800 páginas.

Sin embargo, reconoce que el libro sobre el CADA es una labor más exigente. "Allí se cruzan vidas, miradas, polémicas, quiebres, encuentros y una extraña vitalidad y alegría en medio de una ciudad ocupada militarmente".

HERIDAS ABIERTAS

De 1979 a 1983, el CADA realizó una serie de intervenciones públicas. Sus integrantes, además de Zurita, eran el sociólogo Fernando Balcells, los artistas Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y la escritora Diamela Eltit. La acción inaugural se llamó Para no morir de hambre en el arte y constó de varias etapas: primero repartieron 100 bolsas de medio litro de leche en una población de La Granja (en alusión a la medida del gobierno de Allende de asegurar medio litro diario para cada niño). Recuperaron las bolsas vacías y armaron una instalación en una galería. Finalmente, llevaron 10 camiones lecheros frente al Museo de Bellas Artes, cuyo frontis fue cubierto con un lienzo blanco.

Sus acciones continuaron con ¡Ay, Sudamérica! Lanzaron 400 mil volantes desde avionetas sobre Santiago, con leyendas como: "Nosotros somos artistas, pero cada hombre que trabaja por la ampliación, aunque sea mental, de sus espacios de vida, es un artista". La más trascendente de sus performances fue rayar muros  de la ciudad con la leyenda "No +", para que la gente completara la frase con sus demandas. El grafiti se convirtió en consigna contra el régimen de Pinochet.

El Museo Reina Sofía de España conserva registros del CADA. ¿La marca que dejó el colectivo superó los límites de la política?

El CADA es la historia de un breve lapso de tiempo, de un grupo de artistas que levantó propuestas llenas de miedo y esperanza e hizo algunas de las obras más fuertes de los años en que les tocó vivir. Pero también es el testimonio de una rendición; la tarea del arte era hacer de la vida misma una obra de arte, de cada ser humano una humanidad. La derrota ha sido absoluta y los escombros de esa batalla perdida es lo que llena los museos, las bibliotecas, las galerías de arte, las editoriales. El CADA es parte de esos escombros y si es una leyenda, lo es por razones equivocadas. Finalmente, terminamos siendo objetos de museo. Obtuvimos el prestigio, pero extraviamos la vida. Ayer terminé sus primeras 60 páginas y es quizás lo mejor que he escrito.

¿Cómo recuerda la relación junto a Balcells, Rosenfeld, Eltit y Castillo? 

Fue un momento feliz. Vi cristalizarse gran parte de mis ideas y sin mí el CADA no hubiese existido. Pero como lo ha mostrado hasta el cansancio la historia, lo trágico reside siempre en los detalles y la memoria de ese tiempo, como una amistad traicionada, permanece y permanecerá en mí como una herida permanentemente abierta.

¿Derribará mitos sobre acciones como Para no morir de hambre...? Se especuló que hubo financiamiento de grupos de ultraizquierda.

Mi tarea no es medir los impactos, en todo caso es crearlos. Los camiones lecheros desfilando como si fueran tanques en una de las acciones insinúan que hubo algo, pero no es cierto. No hubo nadie. Sólo unos pequeños tipos rotos en un pequeño país roto. Lo del financiamiento de la ultraizquierda es cómico, suena a comentario de la ultraderecha.

Sobre La vida nueva, ¿qué había descartado en la publicación de hace 20 años?

En su momento, la editorial me dijo que publicaba el ejemplar, pero debía sacarle un tercio. Fue un error feo, pero fue culpa mía. Había dejado de lado toda la cosmovisión indígena y la Guerra de La Araucanía. Hay textos que se me habían olvidado, como El hombre que hablaba con su cintura: es un viejo al que le decapitan delante de él a su hijo. Y la piel la usan de bandera. Y la cabeza se la amarran al viejo en la cintura. Esa historia me la contó el poeta Leonel Lienlaf; otras, Elicura Chihuailaf, con quienes guardo una deuda de gratitud que me faltarían vidas para cancelar. En ese libro dejé muchas cosas abiertas, pero que creo ahora estoy en condiciones de cerrar.

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