Todos los Mapochos, el Mapocho
Factores sanitarios, sociales y culturales convergen en la historia del principal curso de agua capitalina. Antigua frontera de la ciudad, su canalización hizo posible el Parque Forestal y la incorporación del cerro San Cristóbal. Así lo relata un libro que aborda el proceso que lo intervino entre 1885 y 1918. Epicentro de los bajos fondos, un siglo después su imagen se renueva.
Maruja (Hilda Sour) es joven y hermosa, pero maldice su suerte. Se gana apenas la vida como suplementera entre una y otra ribera del Mapocho, moviéndose entre los puentes La Paz y San Antonio. Vive en la Chimba ("del otro lado", en voz quechua) y mira el centro como el lugar de bienestar y elegancia donde cumplirá el sueño de ser cantante. Del lado norte, dice ella misma, "está la miseria, el hambre", pero "cruzando el puente está la luz, la alegría, la ciudad".
Dirigida por José Bohr, Uno que ha sido marino (1951) no se queda ahí en su aliento folletinesco. Maruja efectivamente cruza el río y, tras oficiar de sirvienta para un empresario que la desea, se convierte en la reconocida cantante "María del Mar". Pero no se pierde con el dinero ni con la fama: hacia el final de la película, se reencuentra con Silvano (Arturo Gatica). Este lustrabotas, asomado a la riqueza por un golpe de suerte, la abriga entre sus brazos y le recuerda la nobleza de los nadie. "Vieras qué lindo está el Mapocho", le dice, con su "gente desamparada, pero limpia de alma".
El río capitalino ha sido muchas cosas, entre ellas, una frontera entre dos mundos. De ello da testimonio la coloratura melodramática de este filme, pero también los escritos y la labor como intendente de Benjamín Vicuña Mackenna, que fijó el Mapocho como límite norte de la "ciudad propia", espejo de la civilización, confirmando al mundo ultra Mapocho a la "ciudad bárbara". También ha sido un monumento a la razón técnica y a la domadura de la naturaleza, según testimonia una pintura de Rafael Correa, de los años 30, donde se ven las obras de la canalización mapochina, emprendidas a partir de 1885. Y epicentro de los bajos fondos, como relata Alfredo Gómez en su ya clásica novela El río (1962). O como muestra Patricio Kaulen en Largo viaje (1967), cinta cuyo protagonista, un niño que trata de llegar al Cementerio General, es retenido por una pandilla que vive bajo un puente entre alcohol, prostitutas y armas cortopunzantes.
Muchas imágenes han asomado en siglos de ocupación humana, desde los tiempos en que con suerte había puentes de palo entre un lado y otro. Pero siempre se necesita integrarlas y ponerlas en perspectiva. Es lo que hace Simón Castillo, historiador y doctorado en arquitectura y estudios urbanos, en su libro El río Mapocho y sus riberas. Espacio público e intervención urbana en Santiago de Chile (1885-1918). Su obra propone una historia sociocultural que es también un análisis del espacio público y considera una variedad de elementos que permiten ver el gran cuadro y encontrar sentidos. Para el período que describe, naturalmente, pero también para lo que ha venido en el siglo siguiente.
Por de pronto, dice Castillo contrariando la costumbre, este no es un río. No técnicamente. A diferencia del Sena o del Támesis, es un régimen inestable de aguas que se alimenta de una de las mayores cordilleras del mundo. Dicho eso, subraya su importancia. Plantea que la principal transformación urbana del último tercio del siglo XIX no es necesariamente la remodelación del Santa Lucía, como enseñan los libros de texto. Igualmente, pone sobre la mesa la variedad de factores que estuvieron en juego a la hora de "contenerlo": de la salubridad a la "cuestión social", de la ingeniería y la expansión urbana a la estética y el paisajismo.
"Señores, mucho cuidado/Dijo el río rezongando/Verán lo que va a pasar/Por tarme acanalizando". Estos versos, tomados de la Lira Popular, hablan en la década de 1880 a nombre de una fuerza de la naturaleza que hoy cuesta incluso imaginar. Por entonces, y al igual que en el presente, durante la mayor parte del año el Mapocho era un hilillo miserable que convertía en un despropósito, por ejemplo, que alguien intentara suicidarse arrojándose a sus aguas (como la mujer que se resiste a la ayuda de Andrés del Bosque en Nemesio, de Cristián Lorca).
Antes de ser canalizado y encajonado, el Mapocho circulaba al nivel de la superficie -sus aguas podían tocarse literalmente con la mano- y en ausencia de contenciones que no fuesen los tajamares construidos en el siglo XVII, algunas de sus secciones llegaron a tener 400 metros de ancho. En todo ese espacio se instalaron grupos a vivir de forma más o menos permanente. Pero cuando el río no era un hilillo, sino lo contrario, arrasaba con todo a su paso, generando, además, enfermedades ligadas al estancamiento de las aguas.
Ya en 1872, Vicuña Mackenna proponía una canalización, en paralelo al ensanchamiento de la red de agua potable y la nivelación de acequias. Para el intendente, por de pronto, sus bordes eran "un cúmulo de insalubridad". Sin embargo, el primer proyecto en esta dirección fue presentado sólo en 1885 por el ingeniero Valentín Martínez y fue aprobado en enero de 1888, tras varias correcciones. Martínez, junto con proponer la canalización de dos kilómetros del cauce, desde la actual Pío IX, contempló la construcción de siete puentes metálicos, al precio de botar el antiguo puente de Cal y Canto.
Y si en la década de 1770 el cabildo mandaba a retirar los asentamientos humanos por afear el entorno, un siglo después el asunto era mucho más serio. El Mapocho, plantea Castillo, "era visto, a fines del siglo XIX, como un peligro para la sociedad y una fuente de grandes problemas económicos y de higiene". En efecto, la corriente conocida como higienismo cobra gran fuerza hacia 1880, potenciada por los efectos de distintas epidemias que azotan a la capital. Asimismo, asomaban ahora opciones de "destapar" calles, cuadricular manzanas y generar paseos en la ribera sur, como el Parque Forestal, que será una consecuencia directa de la domadura del torrente. Eso sí, entre una ribera y otra la tensión se mantendrá por largo tiempo, sea porque los comerciantes informales son cada tanto expulsados del Mercado Central y enviados "al otro lado" o simplemente porque las confiterías y baratillos de ultra Mapocho dan una mala impresión.
El largo proceso tendiente a cambiar la cara del río, marcado por la idea de crear una línea recta que en sí misma expresa la idea de orden, tomó más de 30 años, período que transitó entre la "transformación de la ciudad", cara a Vicuña Mackenna, y la idea de plan regulador urbanístico. No respondió, como en Río de Janeiro o en Boston, a un plan maestro unitario, pero así y todo recibió mayor atención del aparato estatal que el zanjón de la Aguada o, incluso, la Estación Central, antigua entrada de la ciudad. Este proceso incorporó espacios como La Vega y el cerro San Cristóbal. "Ganándolos", acaso.
Un siglo después de la intervención, las imágenes del río no pueden circunscribirse a los límites geográficos en que aquella operó. Como en Mapocho (2011), docuficción de Santiago Elordi, se lo puede abordar desde sus orígenes cordilleranos hasta su llegada al mar. O bien, en una ciudad cada vez más apretada, sacarle punta a su rol de ciclovía. Si no a todo lo largo, al menos a todo lo largo que se pueda. Es otro Mapocho.
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