Ultima hora: Kafka no era kafkiano
Un reciente libro con testimonios de quienes lo conocieron lo muestra como un hombre extravertido, amable y con humor.
La consagración puede ser una forma del olvido. Por eso, unas décadas después de la muerte de Franz Kafka, el editor Hans-Gerd Koch invitó a amigos, familiares y amores a escribir libremente lo que recordaran del autor de La metamorfosis y El castillo, con el fin de obtener su retrato hablado. Koch, quien dirigió la edición crítica de las obras completas de Kafka y ha sido responsable del epistolario del autor checo, quiso registrar una semblanza auténtica, pues se dio cuenta de que la fama en que se estaba viendo envuelto Kafka traía aparejadas algunas falsificaciones. Una imagen lo más humana posible, alejada de las ideas que comenzaban a teñir su vida con el mismo tono oscuro y triste de su obra.
El resultado fue un libro delicioso, titulado Cuando Kafka vino hacia mí, que cuenta con 41 testimonios sobre el escritor, ordenados cronológicamente según la aparición de esas personas en la vida de Kafka (1883-1924). En sus páginas encontramos a la nana de los Kafka relatando historias de la familia, la relación con sus hermanas y padres, sus gustos y manías.
Entre sus amigos, por supuesto está Max Brod, quien traicionó la voluntad del escritor al publicar sus manuscritos. Exagerando, podría decirse que Brod es más importante que el propio Kafka: es el autor de Kafka. Por lo mismo, tiene mucha responsabilidad en la imagen de santo o mártir de la literatura: un ser opaco, que apenas probaba la comida, vivía encerrado en una pieza monacal, hacía elongaciones cada mañana con la ventana abierta, siendo penetrado por el frío, y que solo encontraba satisfacción en la escritura.
En el libro tienen especial importancia algunas mujeres. Aparece Dora, a quien conoció poco antes de que se agravara la tuberculosis y quien lo acompañó hasta la muerte; y Milena, el tramitado amor o, como diría Canetti, la mujer con que Franz vivió en carne propia el más angustiante proceso: comprometerse una y otra vez en un matrimonio que nunca se materializó, a pesar de las presiones sociales. Esa pesadumbre habría llevado al escritor a escribir la novela El proceso, alegoría monumental de la insignificancia del individuo ante el poder del Estado.
Contra el mito del escritor totalmente anónimo, hay testimonios de escritores de Praga que recuerdan los efectos impresionantes que producían las lecturas públicas de sus textos.
Algunos compañeros de colegio desmienten, de paso, el horror con que ha sido descrita la vida escolar, poblada de niños que hablan de religión, filosofía y política antes que de sexo. "Exteriormente no había en él nada llamativo", señala uno de los compañeros, quien especifica eso sí que se trataba de un carácter singular. "Una delgada pared de cristal le rodeaba. Con su sonrisa tranquila, bondadosa, llena de interés, él mismo se abría y a la vez se cerraba al mundo". Tal y como se construye la memoria, en forma zigzagueante y en ocasiones contradictoria, otro amigo recuerda la lectura de novelitas pornográficas que terminaban en un local "surtido de damas ligeras de ropa". En esas ocasiones, Kafka no era "en ningún caso el tímido y retraído joven", puntualiza.
El Kafka con el que todos concuerdan es un hombre muy delgado, tierno, de intensos ojos oscuros, tímido, de una discreción apabullante. Un tipo que pareció siempre más joven y que jamás se refirió a sí mismo. Detestaba que le hablaran de sus cuentos y era percibido como alguien sumamente especial y auténtico. Llevó su enfermedad mortal con total reserva.
La compilación devela los efectos de la imaginación y el deseo sobre la memoria. Hay testimonios que se contradicen, variaciones determinantes de un mismo suceso, otros bajo claro influjo de la fama del escritor, y varios que sienten culpa por no haber descubierto la figura que se encontraba detrás de esa silueta esmirriada.
La otra protagonista de este retrato es Praga en las postrimerías del Imperio Austro Húngaro, una sociedad burguesa muy culta, educada en alemán, cerrada sobre sí misma, que muy pronto sería destruida. Todos cuantos recuerdan al escritor hablan desde la desilusión de una generación que se sintió enviada a la muerte por sus propios padres. Pero claro, Kafka ya había anticipado todo eso en sus relatos.
Milena Jesenkká, novia
"Podría haber contestado a su carta escribiendo sin parar durante días y noches. Me pregunta usted [Hans-Gerd Koch] cómo es que Frank tiene miedo del amor y no de la vida. Pero yo pienso que se trata de otra cosa. La vida para él es totalmente distinta a como es para todos nosotros, los demás seres humanos. Ante todo, para él, el dinero, la Bolsa, esa central de divisas, una máquina de escribir son cosas por completo místicas. Y de hecho lo son. Solo que para nosotros, no. Para él son los más extraños misterios, a los que en modo alguno se enfrenta como lo hacemos los demás. ¿Acaso su trabajo como empleado en la administración es el desempeño habitual de un servicio? Para él una oficina (también la suya) es algo tan misterioso, tan digno de admiración, como para un niño pequeño una locomotora. La cosa más sencilla del mundo, él no la entiende. ¿Ha estado usted alguna vez con él en una oficina de correos, cuando escribe un telegrama haciendo ejercicios de estilo o, sacudiendo la cabeza, busca la ventanilla que más le gusta? ¿Y cuando luego tiene que ir de una ventanilla a otra, sin comprender en lo más mínimo por qué ni para qué, hasta que llega a la correcta?".
Friedrich Thieberger, amigo
"Me veo detenido junto a él frente a la entrada de su casa, cuando tras una sombría conversación sobre cuestiones personales apareció en su rostro la más delicada de las sonrisas y dijo: '¡Debo mostrarle una cosa!', y con un delicado movimiento, que debía de buscar algo muy valioso y que se encontraba oculto, echó mano de su cartera, la abrió de un modo francamente temeroso y al fin, entre varios papeles, encontró lo que buscaba: una fotografía en la que aparecían retratados los hijos de su hermana mayor. Todo el consuelo que le proporcionaban los tiernos detalles de la vida estaba en su mirada".
Dora Diamant, su pareja
"Lo más llamativo en su rostro eran los ojos, que mantenía abiertos, a veces incluso muy abiertos, tanto si estaba hablando como si escuchaba. No miraban asustados, como se ha afirmado alguna vez de él. Más bien había en ellos una expresión de asombro. Tenía los ojos marrones, tímidos, y resplandecían cuando hablaba. En ellos aparecía de vez en cuando una chispa de humor, que sin embargo era menos irónica que pícara, como si supiera cosas que las demás personas desconocían. Pero carecía por completo de sentido de la solemnidad. Tenía por lo general una manera muy viva de hablar (...). A menudo nos divertía proyectar sombras en la pared con las manos, para lo que él poseía una habilidad extraordinaria. Kafka estaba siempre de buen humor. Le gustaba jugar. Era un compañero de juegos nato, siempre dispuesto a cualquier broma".
Anna Pouzarová, empleada de los Kafka
Para los cumpleaños y otras festividades, Kafka escribía para sus padres algunas piezas de teatro.
La costumbre de representar una pieza teatral en el círculo de la familia (Franz Kafka participaba como autor del texto y director de escena) se mantuvo hasta su época de estudiante universitario.
Tile Rösler, amiga
"Encontré en él un apoyo insospechado. Hablábamos de todo. De la casa paterna, de sueños, de Dios, del sionismo, del judaísmo. Cuando estaba allí sentado en bañador, yo no podía apartar mis ojos de su figura. Encontraba especialmente hermosos los dedos de sus pies, interminablemente largos y delicados, y que, a decir verdad, parecían tener tanto carácter como si fueran manos. Como si esos dedos supieran al menos tocar el piano, pensé. Sabía que estaba enfermo. Sabía también que era muy mayor (tenía 40 años), y aun así me parecía un hombre joven, se diría, un chico. Algo increíblemente fresco, juvenil irradiaba de su persona, de modo que nunca hubo una gran distancia entre nosotros".
Emil Utitz, compañero de colegio
"No es mucho lo que puedo contar sobre Kafka. Reconocí su valor humano, pero también debo admitir que no reconocí en él al escritor hasta mucho más tarde. Seguramente se trata de un error por mi parte, aunque también se puede achacar a su carácter. (...) Lo que quedó en mi recuerdo no son manifestaciones ni sucesos concretos, sino una imagen conmovedora de un ser humano delgado, alto, con aspecto de muchacho, que parecía tan silencioso, fino y casi santo, que era bueno y que reía un poco confuso, que se mostraba dispuesto a reconocer de inmediato los méritos de cualquiera y que, sin embargo, siempre se mantuvo un poco a distancia y extraño".
Leopold B. Kreitner, compañero de instituto
Kafka no era un hombre introvertido. En aquella época era casi lo contrario. En sociedad y en la mayor parte de las ocasiones se mostraba alegre y divertido, siempre con un juego de palabras a mano (...). Naturalmente, él era un escritor alemán, o, para ser más precisos, un escritor que escribía en lengua alemana. Recalcar este hecho me parece de gran importancia, porque en ello se basa una gran parte de la singularidad de su escritura. Franz Kafka es, como ningún otro, hijo de tres culturas: la checa, la alemana y la judía.
Nelly Engel, amiga
"Un buen día me encargaron que consiguiera calcetines para las niñas. Naturalmente, al igual que los profesores de la escuela, no podían costar nada. El primer lugar al que me dirigí fue la tienda de complementos de los Kafka, que estaba en el mismo edificio en el que se hallaba el instituto al que, en otro tiempo, había asistido Franz. El viejo señor Kafka se encontraba en la tienda. Yo expuse mi solicitud, él me miró y dijo: 'Yo a usted la conozco. Es usted amiga de Franz. El ha hablado de usted'. Y el señor Kafka regaló 100 pares de calcetines para los hijos de los refugiados. Max Brod, al que en una ocasión le conté esta historia, se quedó muy impresionado, porque demuestra, como él mismo dijo, que la descripción del padre de Kafka resplandeciendo en su nimbo cruel de tirano, tal y como la hicieron Paul Eisner y otros que nunca lo vieron, es del todo falsa".
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