Una fiesta hípica
Los apostadores y aficionados llegan con sus familias, con parrillas, coolers y toldos. Se toman desde temprano los prados del Club Hípico de Santiago para presenciar una carrera que se corre desde 1873 y ahí arman asados que duran hasta que se corre El Ensayo, al final de la tarde. El domingo pasado se corrió de nuevo y desde ahí vimos cómo se vive hoy esta tradición familiar de los hípicos.
-Estábamos en un camión, pero nos vinimos acá, a la sombrita.
A las tres de la tarde del domingo 6 de noviembre, el hombre está sentado con su mujer bajo un toldo de un quiosco que vende agua mineral en el centro de la pista del Club Hípico de Santiago. El hombre tiene un tatuaje de la "U" en el hombro izquierdo y lleva en las manos el programa de las carreras del día. Su mujer se levanta y se va con su hija, que está embarazada. Se alejan entre la multitud, entre los toldos y las parrillas prendidas y los autos estacionados. El hombre tiene en su bolsillo un boleto con la apuesta que hizo su mujer. Todo lo que dice dura lo que dura el espacio entre una carrera y otra.
-Hoy no he ganado en ni una carrera. Ya se va a arreglar, siempre se arregla. Uno sabe. Yo juego de chico. Mi papá jugaba. Acá se gana plata. Lo máximo que he ganado de una son 480 lucas. Estaba en un local y terminé invitando a los amigos a un restorán. Pedimos dos parrilladas. Salió como 180 lucas, porque los cabros se pusieron a pedir whisky. Da lo mismo, el que gana invita. Todos se rajan. Acá he visto a gente que ha apostado 200 pesos y se ha llevado ocho millones. Uno que le achuntó al Pollón de Oro. Se volvió loco, demasiada plata. A veces no tienen ni para volverse para la casa y se ganan esa plata. Yo vengo piola. El Ensayo es más piola que El Derby. El Derby es otra cosa. Ahí arriendo una micro y nos vamos todos. Acá es más familiar, más chico- dice.
Luego, el hombre se levanta y camina hacia el sitio de las apuestas a ver la carrera. Saca el boleto del bolsillo.
-Vamos a ver cómo sale esto, si me lo pierdo, la patrona se enoja.
***
El Ensayo abre las puertas a las 10 de la mañana. La carrera más importante se llama ahora "El Ensayo Cristal" y es a las siete. Este es el día en que el Club Hípico deja de ser un lugar al que asisten jugadores, jinetes, preparadores y especialistas y se convierte en una especie de parque abierto al público. La carrera se corre desde 1873 y es la más antigua de Latinoamérica. Corren caballos machos y yeguas de tres años. Los detalles de cada uno de los caballos se los saben los especialistas, que conocen estas cosas al dedillo, como una especie de enciclopedia jamás ordenada. El camino para llegar acá, al centro de la pista, es largo: hay que entrar por la puerta que queda en la calle Club Hípico y avanzar hasta llegar al óvalo inmenso que hay en medio de ella. La infraestructura no es muy grande: unos cuantos baños químicos, un quiosco que vende cerveza y un local para las apuestas. Afuera, antes de cruzar, dice: sector Polo. Los que vienen acá, llegan en auto y en familia.
El Ensayo es una fiesta familiar, una fiesta vieja y secreta. Todos caben acá: padres, madres, hijos, amigos y abuelos. El lugar se inunda durante la mañana. Todos se ubican donde pueden. De los autos, las familias sacan los toldos o improvisan alguno con mantas. Luego, instalan las parrillas, colocan las sillas y mesas plegables, abren los coolers con bebidas y cerveza, prenden las radios portátiles desde donde suenan noticias o música y encienden el fuego. Traen carne. Traen ensaladas. Traen guitarras y banderas chilenas. No se vende comida acá, salvo pequeños puestos improvisados que ofrecen globos, maní confitado y cabritas. Todos se mezclan, los jugadores, sus familias, los jóvenes que vienen con bolsas de supermercado y caminan desde Blanco Encalada. El Ensayo es una fiesta familiar a la que los hípicos vienen con sus familias. En el local de apuestas, el pasto va cubriéndose de una alfombra tejida con boletos de apuestas rotos. Cuando los caballos corren, la voz del relator se cuela entre las canciones y las conversaciones. Los que juegan gritan, ganan o pierden y luego retornan a lo suyo. Entre los toldos y entre el humo del carbón y el olor a carne asada, los niños arman pichangas, elevan volantines o van a buscar agua a una de las llaves que funciona. Esa agua sale turbia, pero da lo mismo, sirve para lavar los platos o para refrescarse del calor. Los jugadores escuchan las carreras en las cajas pagadoras o se acercan a una reja que da al Club Hípico, que se ve de lejos. Los caballos pasan a toda velocidad por las rejas. Apenas se ven: parecen sombras, pequeños fulgores. Los que apuestan gritan los nombres de sus favoritos. Esos nombres se confunden en medio del griterío. El olor a carne asada es omnipresente. El espacio abierto aplana el ruido. Hacen más de 30°. Todo parece derretirse sobre el pasto. El chasquido de los dedos dura lo que dura la carrera.
***
A las cinco de la tarde, la mayor parte de la gente ha terminado de almorzar y da vueltas. Los niños ya han descubierto los límites del lugar, han tomado posesión de él. Hacia el poniente se ve el edificio del Club Hípico y sus graderías atiborradas como una especie de horizonte. Algunos se han ido para allá, colándose por los caminos desde donde vuelven los caballos que han corrido. A esta hora, ya no pueden entrar más autos. Los que llegan lo deben hacer a pie, como todos los que han tenido que ir de nuevo al supermercado por más cerveza, bebida o carbón. Las parrillas matan sus últimos fuegos. Algunos están borrachos, se les ha subido la cerveza o el vino al cuerpo, se han tomado algún terremoto. Los jugadores dan vueltas en grupo hacia el lugar de las apuestas. No hablan mucho entre sí. Las mujeres matan el tiempo bajo los toldos.
Un hombre se pasea entre los toldos y los autos estacionados. Es un fantasma que avanza entre las parrillas y las mesas plegables llenas de latas de cervezas y platos de ensaladas. Está medio borracho o cansado. Mira una mesa donde hay cuatro ancianos. Los ancianos tienen en la mesa un termo, una lata de café, unas cuantas latas de cerveza. Casi no hablan. No lo miran. Cada uno está concentrado en el programa de las carreras mientras dejan que unos pedazos de carne terminen de asarse. Las hojas blancas de los programas están dobladas y arrugadas, llenas de anotaciones. El fantasma se acerca a ellos. Les habla de modo respetuoso.
-¿Me podrían dar un poco de comida?
Uno de los ancianos se levanta y le pasa una presa de pollo y un par de servilletas.
-Sírvase - le dice.
El fantasma agradece con un murmullo y se va. El anciano vuelve a estudiar concentrado el programa de las carreras, vuelve a esa jerga matemática y privada de los apostadores, que en su rostro parece una disciplina mental que elude el azar. Más allá, los parlantes, desfigurados por la distancia como el eco de otro mundo, anuncian los caballos que corren en una carrera.
***
"El Ensayo Cristal" se corre pasadas las siete. El día encuentra su punto álgido ahí; el día comienza a terminar ahí. Las familias han empezado a guardar las parrillas, a ordenar las cosas. El sol ha bajado un poco. Los toldos siguen siendo necesarios. Los jugadores están más nerviosos. A estas alturas del día, la suerte está decidida. Todo el carbón es ceniza. Un par de niños recicla las latas en unas cajas de cartón. Los que querían emborracharse, ya lo han hecho. La gente se acerca a la reja. Algunos se han ido a a las graderías para mirar más de cerca. Suenan los acordes del Himno Nacional, repetido por los parlantes. Algunos cantan. Ese murmullo es mínimo, pero electriza el aire. La fiesta termina aquí, termina ahora. En la pista, los caballos desfilan. En la pista, una banda del Ejército interpreta viejas marchas militares. Escuchado de lejos, el sonido de los timbales es ominoso.
Cuando se corre "El Ensayo Cristal" todos gritan, todos estallan. Escuchan al relator, se aferran a la reja. Cada uno tiene su cábala. Aprietan el puño, chasquean los dedos. Los 2.400 metros que corren son una eternidad. La mayor parte de la gente le ha apostado a Victorino, que llega segundo. Gana uno que se llama Dime Qué. El día ha sido largo. Algunos comienzan a irse a pie. Muchos están cansados. Avanzan a paso lento, sacan cuentas, suman lo que han perdido.
La próxima semana habrá acá un festival de rock, pero eso no les interesa. Los apostadores volverán a estar solos hasta que vengan de nuevo con sus familias el próximo año y enciendan nuevos fuegos y los padres les expliquen a los hijos su método privado para leer las cartillas de apuestas. Los hijos atesorarán ese conocimiento y decidirán qué hacer con él. El viejo Santiago del Club Hípico y su fiesta privada y secreta se repetirá de nuevo. El viejo Chile se las arregla para permanecer en el nuevo. Por ahora, hay que volver a casa; los niños tienen tareas que hacer, hay que ordenar las cosas para la semana.
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