Columna Ascanio Cavallo: ¿La primavera de la esperanza?
Un cálculo preliminar de la Universidad Católica ha cifrado en un millón 300 mil personas las que saldrían a buscar empleo una vez concluida la emergencia del Covid-19. El investigador David Bravo ha advertido, sobre la marcha, que este número puede elevarse rápidamente a tres millones: hay un efecto de enmascaramiento en todos los contratos sometidos a ley de protección del empleo, muchos de los cuales no se recuperarán, simplemente porque las empresas están quebrando o no tendrán capacidad de sostenerlos.
Este es el resultado del confinamiento de cuatro meses que ha vivido más de la mitad del país. El resultado de lo que con tanta pasión han exigido alcaldes, gremios de la salud y otros grupos de interés.
El empleo es el espolón de todo lo que viene detrás. La Cepal ha estimado que el retroceso en términos de pobreza será de unos 14 años, y el del producto, de unos 10 años. Si las cifras de contagio y la primavera se muestran generosas, este será el verdadero panorama entre septiembre y octubre: largas filas de chilenos buscando empleo allí donde se lo requiera. Filas con distanciamiento, por supuesto, porque la amenaza de rebrotes de la pandemia seguirá vigente, al menos durante todo el 2020 y buena parte del 2021.
¿Y la clase política chilena? En las mismas fechas, estará concentrada en el plebiscito constitucional. Todos los datos presentes indican que el 25 de octubre es una pésima fecha para realizar un evento electoral cuyo interés central no es tanto el resultado, sino la participación.
Todos los años de debates sobre la legitimidad de la Constitución vigente, y los ríos de tinta vertidos sobre sus problemas de origen –Pinochet, el plebiscito sin garantías de 1980, la elaboración elitista del texto-, sólo adquieren sentido si el nuevo proceso alcanza una participación robusta, desde luego superior a la que han tenido las últimas elecciones; o al menos teniendo éstas como piso mínimo. Sin embargo, el proceso está retrasado, no hay claridad sobre las medidas sanitarias y nadie está luchando contra las difíciles seguridades para la población de riesgo.
Una clase política racional tendría que estar debatiendo las particularidades de esta situación inesperada, como lo hizo en marzo, cuando aún el Covid-19 no se había expandido. Pero la chilena no está en condiciones de hacerlo. No hay un solo dirigente que se atreva a elevar la voz ni exponerse a la lapidación pública que eso podría entrañar.
También es verdad que la recuperación del empleo difícilmente estará resuelta durante el 2021. La crisis inducida por la paralización de la economía tiene dimensiones laterales (reorganización de empresas y familias, restauración de colegios y universidades, ausentismo y licencias laborales, seguridades sanitarias y así por delante) que harán lenta y penosa la reposición. Una fecha alternativa de ese primer semestre puede no ser mucho mejor que la actual.
A menos que se asumiera con firmeza la decisión de acelerar el proceso de recuperación. Según el análisis del exministro Sergio Bitar, esto requeriría de tres condiciones necesarias: acuerdos políticos, unidad social y confianza pública. Tres ideas que no sólo están ausentes, sino que para algunos son anatemas. Por lo tanto, nihil.
Está, además, el sector que piensa que la situación social postpandémica aumentará las “condiciones objetivas” para una prolongación de la revuelta callejera del 18-O, con la perspectiva de dar un golpe definitivo al “modelo” o, lo que viene a ser parecido, producir la desestabilización final del gobierno. Para este sector, el plebiscito constitucional es irrelevante; al contrario, nació de un acuerdo destinado a desmovilizarlo. Si apoya el “Apruebo”, será sólo para establecer una nueva fecha de agitación, en la noche misma del plebiscito o el día siguiente. Y, nuevamente, el calendario le ofrece la posibilidad de reconfigurar el debate: el aniversario del 18-O es exactamente una semana antes del plebiscito. Es más que probable que la abstención y los resultados sean interpretados a la luz de lo que pase en esos días en las calles.
La oposición ha mostrado una ambigua capacidad de distanciarse de ese sector; en ciertos momentos hasta ha querido mimetizarse con él. Entre otras cosas, porque no ha dejado de pensar que su objetivo más importante es cerrarle el paso a la derecha para cualquier aspiración a un segundo gobierno consecutivo.
Y queda todavía el problema de la fragmentación del espacio político (la DC suele llamarla “balcanización”, acaso una rémora de su antigua admiración por la Yugoslavia de Tito). El sobrecargado calendario electoral del 2021 debería ser un estímulo para simplificarlo. Pero la falta de liderazgo, la prevalencia de una política testimonial, las pulsiones identitarias y la dificultad para establecer qué y a quién representa cada grupo se han convertido en adherencias demasiado pegajosas como para quitarlas en poco tiempo.
Un optimista diría que una incertidumbre de tan ancho rango es una gran oportunidad; un pesimista, que es una condena. El caso es que Chile parece entrar en una época tan rara como la de ese comienzo inolvidable: “…era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación: todo se nos ofrecía como nuestro y no teníamos absolutamente nada; íbamos todos derechos al Cielo, todos nos precipitábamos en el infierno”.
Dickens, por supuesto. Elija.
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