Columna de Ascanio Cavallo: A través de la noche de piedra

Venezuela's President Maduro addresses the media at Miraflores Palace, in Caracas
Venezuela's President Nicolas Maduro looks on as he addresses the media at Miraflores Palace, in Caracas, Venezuela August 2, 2024. REUTERS/Leonardo Fernandez Viloria


Lo dicho, ya varias veces: Nicolás Maduro es el problemazo de la izquierda latinoamericana. Su modelo es el de una izquierda que trabaja para ganar elecciones por vías democráticas y, una vez que lo logra, trabaja para erosionar la democracia y no entregar nunca el poder; y además, no se considera una izquierda, sino la única izquierda, la de veras, la auténtica. En el lenguaje de leninismo degradado con que se expresan, se les termina por presentar lo que llaman “el problema del poder”.

¿Cómo no va a ser un problemazo que te metan en ese saco?

Cuando se habla de Maduro no se habla sólo de una persona, sino de un grupo que ha copado todas las posiciones principales del aparato del estado y que, además de gozar de los privilegios de los elegidos, determina qué es bueno o malo para Venezuela. Para este grupo, es frecuente que el pueblo esté equivocado y que su voluntad esté alienada por intereses foráneos. En esos casos, no hay que escucharlo.

Dado que esta es la única izquierda, las otras, la de mentira, son disfraces del imperialismo. Pero hay casos, como Chile y Brasil, donde esas “otras izquierdas” gobiernan en conjunto con personas que defienden la inconducta de Maduro, con lo que dan la razón a quienes piensan que ellas, sus socios y sus aliados son un peligro para la democracia. El caso paradigmático es el Partido Comunista chileno, que tiene una trayectoria histórica bien asentada en estas materias: nunca, ni en sus momentos más lúcidos, levantó la voz contra Stalin, Brezhnev, Mao, Honecker, Fidel Castro et al, y jamás defendió la libertad en Hungría, Checoslovaquia, Polonia o Afganistán.

No se puede esperar que, con sus actuales dirigentes, cambie esa conducta. Aunque tenga la diferencia de un abismo con otros miembros de su coalición -incluido el presidente-, no saldrá de ella ni renunciará a las posiciones de poder que ha alcanzado en el gobierno. Sus presuntas grietas internas han de considerarse como una fantasía de sus adversarios, por lo menos hasta que se demuestre lo contrario. Y cuando Juan Andrés Lagos dice que el actual Congreso interno analiza la política de alianzas -como si fuese una advertencia- no puede entenderse de ningún modo que quiere dejar la que hoy tiene.

En cambio, las “otras izquierdas”, como el Frente Amplio, que vieron con entusiasmo el “socialismo del siglo XXI” y la “revolución bolivariana”, chocan de frente con el monstruo que ha salido de esas entrañas. (No hay que confundir esto con el español Podemos, que se apuró en felicitar a Maduro: en su caso, lo que prevalece es la nostalgia, porque la Venezuela de Chávez los financió generosamente durante varios años, incluyendo el grotesco proyecto de la moneda única latinoamericana).

Para más inri, Maduro ha concluido una elección que nunca deseó -que fue el producto de los Acuerdos de Barbados del 2023- con un fraude de manual, carente de toda vergüenza, con interrupción del conteo, horas de silencio, aritmética defectuosa, porcentajes truculentos, expulsión de embajadores, en fin, todo el repertorio de un latrocinio vulgar como el que sólo puede cometer una dictadura derrotada. Nunca un fraude electoral de América Latina había tenido tan amplia difusión; hasta los niños hablan de eso.

La comunidad internacional ha pedido lo mínimo: que muestre las actas electorales. Brasil le puso un plazo “prudente”. Ese plazo ya pasó. Las actas no aparecerán. Y si llega a haberlas, en meses más, ocurrirá sólo si es que los funcionarios de Maduro consiguen falsificarlas. Es más probable lo primero: no habrá actas.

De modo que el “socialismo del siglo XXI” y la “revolución bolivariana” se han transmutado ostentosamente en lo que intentaban disimular: un estalinismo latinoamericano, con su Gulag para disidentes, su policía política y su justicia subalterna. El madurismo sabe que, aunque en la región tiene menos aliados que en otros tiempos, tampoco hay instancias capaces de cambiar su decisión. El factor de influencia que podría ser Brasil difícilmente lo será: Lula no es un líder regional y Maduro ya aprendió a encajar su retórica. (Aunque hay rumores de que la diplomacia brasileña negocia una restauración del diálogo político en Venezuela: dudoso). En Colombia hay un gobierno que presenta más de un síntoma de simpatía con el modelo madurista. De México, ni hablar: el partido de AMLO no hace más que imitar la camaleónica política exterior del PRI.

En este cuadro poco alentador, la diplomacia chilena ha tenido un comportamiento impecable desde el punto de vista del estándar democrático, pero carece de fuerza conceptual y de liderazgo para enfrentar a Maduro, que ha ejercido en su contra una forma amatonada cuyo mensaje es: no nos importan ni un pepino. Ante su problema interno, el presidente Boric ha dicho que reconoce la diferencia con el PC, pero que es él quien conduce las relaciones internacionales. Es, otra vez, una manera de apaciguar la bronca comunista, que no resuelve el problema de fondo: ¿cómo se confía en una izquierda así?

Los venezolanos no están solos en su lucha electoral; el mundo los mira con asombro. Pero la verdad cruda es que sí están solos en su confrontación con un régimen demasiado descarado, demasiado decidido, demasiado comprometido. Maduro le ha subido el precio a su permanencia en el poder y al mismo tiempo ha depreciado toda influencia externa, incluso la de los políticos frívolos que ansiarían un punto menos de cinismo. Desde el domingo, ha convertido a Venezuela en el territorio de una confrontación en la que ya no sirven el voto ni la presión externa. El drama venezolano es más desolador de lo que parece.

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