Columna de Ascanio Cavallo: Asuntos internos
El gobierno entró en un proceso de quiebre moral. Tal vez suene tremebundo decirlo de esa manera, pero ¿de qué otro modo puede llamarse la fisura creciente entre la necesidad del Presidente de impedir la desafección ciudadana y la necesidad de sus fuerzas políticas de mantenerse fieles a sí mismas?
No es un quiebre ideológico, aunque tiene también algunos visos de ello, y más si se acepta la definición de Marx de la ideología como “falsa conciencia”, es decir, el tipo de pensamiento que, por efecto de cierta alienación, induce a creer algo que es incorrecto. Tampoco es un quiebre político, en cuanto no toca directamente ni la estructura ni la filiación de los partidos. Es algo que se encuentra mejor en el orden de los valores.
Todo nace de un error monumental de diagnóstico. El problema de la inseguridad ciudadana venía arrastrándose, pesadamente, desde el segundo gobierno de Piñera y estaba siguiendo una curva ascendente que tuvo una brusca aceleración en octubre de 2019. El entusiasmo con una movilización que podía llegar al derrocamiento del gobierno de derecha tapó los ojos de la mayor parte de la izquierda al hecho visible de que parte de la ola venía montada sobre la expansión del delito puro y duro. En ese sugerente paquete venía envuelta la demolición de la policía, tan conveniente para la protesta como para los delincuentes, por razones diferentes. Fue una ceguera similar a la de competir por el municipio de Santiago ofreciendo chipe libre al comercio ilegal en el centro de la ciudad.
El gobierno de Boric tiene poca responsabilidad en el incremento de la inseguridad pública, excepto por la permisividad que transmitía con su glorificación del desorden callejero. ¿Qué ha cambiado en un año? Primero, el aumento de los casos de alta connotación pública. Y luego, lo que nadie ha dicho mejor que la ministra Camila Vallejo: “Ahora somos gobierno”. Es en esa situación cuando la idea de la política como confrontación (ellos versus nosotros) se muestra en toda su extensión como la paparruchada académica que siempre ha sido: cuando se está en el gobierno hay que preocuparse de proteger a las mayorías y buscar que el país tenga motivos para sentir que sigue una dirección clara y justa.
El gobierno ha terminado por comprender estas cosas con mucha tardanza y aún no se sabe si demasiado bien. Cuando la ministra Tohá estaba a punto de cerrar un acuerdo legislativo sobre seguridad con la oposición, al inicio del año, el Presidente decidió conceder unos indultos que ha estado tratando de explicar por más tres meses. Es imposible que no supiese que el acuerdo se caería.
La consecuencia indirecta es que ahora ha debido tramitar a toda prisa una ley refundida para entregar más atribuciones a la policía, con el rechazo de la mayor parte de su coalición de origen, Apruebo Dignidad. Un proyecto aprobado en malas condiciones, que el abominado Senado tendrá que revisar y corregir, además de agregar algunas prevenciones para que salga un texto equilibrado. Los diputados de Apruebo Dignidad agotaron su repertorio para exhibir su desagrado: votaron en contra, se abstuvieron, se ausentaron, se parearon. Respondieron a la vieja pulsión liberal que desconfía de la policía.
Pero la implicancia es un poco más honda. Boric ya perdió a la ultraizquierda -el octubrismo- con la derrota del proyecto de la Convención Constitucional, de la que se le culpa con poca justicia. Otros jirones de izquierda empiezan a rechazar el nuevo proceso constitucional y probablemente harán campaña en su contra para el plebiscito de diciembre.
A estos se suman ahora los que reprueban las concesiones a Carabineros y a sus funciones represivas, sobre las cuales temen -con razón- que se puedan desplazar desde el delito hacia las manifestaciones políticas. Este es el momento donde aparece el problema moral: una cuestión de principios, algo difusa para que no sea un cisma, pero bastante clara para que sea moral.
Boric es un buen conocedor de estas encrucijadas; su vida política parece haber atravesado siempre por ellas. Sólo que ahora no se trata de actos fáciles de revertir, sino de decisiones de gobierno. Por eso ensaya gestos compensatorios; el indulto fue uno de ellos y día por medio se ve algún guiño hacia esa izquierda incandescente. Pero ya empieza a sonar como un truco conocido y hay una parte del Frente Amplio que no se traga las necesidades del Ejecutivo.
Es evidente que alguna fuerza se ha está acumulando por la izquierda del Presidente, una fuerza prefigurada por la intensa desconfianza de figuras tipo Daniel Jadue, pero que ya toca las puertas del Frente Amplio. Se puede apostar que este sector sufrirá desgarros antes de fin de año, y no por las leyes sobre fortalecimiento de la policía, sino porque estas formarán el corolario de una intuición mayor: además de no cumplir con sus promesas de campaña, el gobierno se estaría subsumiendo en el combate contra la delincuencia, algo que nunca estuvo en sus planes. Esos desgarros no se producirán en el PC -el único partido que jamás dejará el gobierno-, sino entre los grupos identitarios cuyos proyectos se construyen sobre la intransigencia.
Esto es parte de una historia más larga, que constituye la mayor desgracia de la izquierda, no importa su localización: la tendencia a convertir la política en un asunto moral. Boric parece estar aprendiendo a liberarse de esas cadenas. Pero en su propio mundo, ese tránsito será muy ríspido: hay allí escasa disposición para que la razón moral cambie de bando.
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