Columna de Ascanio Cavallo: Disimulo y confrontación


EVELYN MATTHEI CONFIRMÓ QUE NO IRÁ A LA REELECCIÓN


Si alguna vez estuvo clavada, la rueda de las elecciones del 26 y 27 de octubre se desclavó. En la encuesta del CEP revelada esta semana, las personas dispuestas a votar por candidatos del oficialismo llegan a 14%, mientras que las dispuestas a votar por candidatos de la oposición son un 13%, es decir, que la suma de las dos alternativas principales llega a un magro 27%. La mayoría, por supuesto, se declara sin decisión.

Otras encuestas muestran situaciones similares de empate en comunas centrales de las cuatro ciudades más grandes, Santiago, Valparaíso, Viña del Mar y Concepción, en todos los casos con algunos competidores de los que hasta hace sólo unos meses se habría dicho que estaban perdidos. No se divisa, más que en casos raros, la presencia de una fuerza distinta de estas dos categorías. Pero hay en una de ellas algo agazapado: la disputa por la hegemonía entre Chile Vamos y republicanos.

Muchos candidatos han observado que el alineamiento con el gobierno o la oposición arriesga más votos de los que allega. Y de los partidos, ni hablar. Por eso, una mayoría despliega su propaganda sin ninguna referencia a su partido o su coalición. Es un acto de total deshonestidad con el electorado, a pesar de lo cual se ha convertido en la norma de la táctica política: el arte del disimulo, el caballo de Troya del anonimato.

De modo que se trata de unas elecciones con altos grados de confusión, aunque son tan importantes como cualquiera otra. En muchos casos se presentan elementos idiosincráticos o locales y es probable que, con la dispersión política, esos rasgos se incrementen. Sin embargo, hay algo fundamental: las instituciones municipales son la zona de roce más frecuente de los ciudadanos con el Estado, el punto donde día por día se encuentran con un alivio o con una muralla.

Consultorios, servicios, espacios públicos, centros de convivencia (y, donde aún quedan, incluso colegios), todos esos son los lugares donde la gente siente la calidad de vida de la sociedad en que ha nacido. Mucho más que un ejecutor de sus propias buenas ideas, un alcalde es el vínculo institucional más fuerte entre la cotidianidad y el Estado. (De los gobernadores no se puede decir lo mismo, por lo menos mientras la actual duplicidad institucional -la presencia paralela de los delegados presidenciales- siga siendo una ostentación de la voracidad del estado central para conservar el poder territorial).

Con todas las dificultades que plantea el análisis de los resultados, es generalmente aceptado que las cifras consolidadas a escala nacional, por partidos y coaliciones, expresan tendencias gruesas que tienden a reproducirse en el siguiente ciclo electoral, el de las elecciones parlamentarias y presidenciales. Esta es la razón para considerar que las municipales y regionales son predictivas sobre la elección del nuevo gobierno, como ha ocurrido desde 2008.

Sin embargo, es innegable que algunos municipios de mayor notoriedad contribuyen a alentar un espíritu de triunfo, un poco al margen -pero nunca por encima- de las cifras globales. Este es el espacio de los símbolos, el espacio donde se realizan los sueños y también donde se crean los monstruos. Hasta ahora, ningún alcalde ni alcaldesa ha llegado hasta la Presidencia de la República (atención, Evelyn Matthei), pero son muchos los que sueñan con inaugurar ese récord.

El asunto político de fondo es que, más o menos desde abril en adelante, el oficialismo, sin incrementar sustancialmente su evaluación, ha logrado quedar en una situación de empate con la oposición. Es una nivelación para abajo: el oficialismo no ha ascendido, sino que la oposición ha descendido, y ahora ninguno está mucho mejor que el otro.

¿Han tenido alguna significación los escándalos de los últimos meses? Probablemente. Pero parece posible que haya sido otra forma del mismo empate. Y ¿son algún factor las fluctuaciones en la popularidad del Presidente? Parece que uno menor: de un lado, se trata de fluctuaciones más bien leves; del otro, unos gestos se anulan con otros.

El elemento central, según se deduce de la extraña evolución de las encuestas, es que la derecha ha insistido en la calidad del ejercicio de gobierno, como si todo se tratara de la gestión de la gestión; mientras que el oficialismo ha ido aprendiendo que de lo que se trata es de la gestión de la política, con sus avances y retrocesos, sus contradicciones y sus tropiezos. A punta de perdonarse, el oficialismo conserva bastante de su unidad inicial. La oposición, a punta de disparar cruzado, están tan desunida como ese mismo momento.

Los que ocupan el lugar de la oposición suelen subrayar que la batería de instrumentos de incidencia electoral del gobierno supera muy ampliamente a la de cualquier contendor. Cabe imaginar que ese argumento se verá reforzado ahora que los empleos estatales ocupan el protagonismo en la contención del desempleo. Pero no se sustenta en la historia reciente: desde el 2010, ningún gobierno ha entregado el mando a un sucesor de su mismo sector, como por lo demás ocurre en gran parte del mundo.

La declinación de la oposición parece expresar más bien una idea sobre su propia gestión, sobre todo de la administración de sus discrepancias, con esa escalada de actos desleales entre Evópoli, la UDI y RN, y de todos con republicanos, y de estos hacia aquellos, y así, sin parar, incluso a tres semanas de la votación. Y si es de este modo, quizás estas elecciones no sean únicamente un prolegómeno de las presidenciales, sino sobre todo la confrontación escondida, no explicitada, pero decisiva, entre Chile Vamos o republicanos. Como ese resultado puede cambiarlo todo, capaz que al final estas elecciones sean sobre otra cosa.

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