Columna de Ascanio Cavallo: El otro lado del espejo
A una semana de las elecciones que renuevan todas las autoridades locales, el país ha pasado unos días tan sorprendentes, que es como si hubiese cruzado al otro lado de algún espejo para encontrarse con un paisaje que le es desconocido.
No hay ninguna exageración -por más que las autoridades insistan en lo contrario- en decir que la actividad delictiva está modificando la convivencia social, emponzoñándola, llenándola no solo de inseguridad, sino también de desconfianza, rencor y desamparo. Hay que remontarse varias generaciones en el pasado para encontrar algo similar a este clima, y a ninguna para encontrar las características del delito que se observan hoy. Ha mejorado en algo más de dos puntos la tasa de victimización (respecto de 2023), una buena noticia estadística que no conmueve porque no coincide con la experiencia cotidiana y, seguramente, porque tampoco es suficiente para tranquilizar a nadie.
Algo de ese clima tiene todavía que ver con los sucesos de octubre del 2019 (el llamado “estallido social”), al menos en el sentido de que llevaron el desconcierto y la inestabilidad política hasta el borde de lo que una democracia logra soportar. Cinco años después no se conoce ninguna investigación que haya esclarecido los sucesos más importantes de esas jornadas, no solo los de violencia, sino también los políticos. Las ciencias sociales han echado mano a su repertorio estándar de explicaciones sobre los fenómenos colectivos difíciles, pero eso nunca responde las preguntas concretas sobre quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. La discusión sobre violencias versus demandas es una simple manera de llevar el análisis a un punto cero, al punto donde cada quien responde con el automatismo de su formación ideológica, el diálogo del Sombrerero Loco. El hecho ciudadano, la situación básica, es que el 18-O la gente regresa más temprano, se encierra en sus casas y ruega porque no pase nada durante la noche temible. El hecho ciudadano es que hay cada vez más efemérides violentas, más feriados informales para recordar los momentos de odio.
Y en este ambiente, bajo estas condiciones, con estas prioridades y estas memorias, son destituidos dos jueces de la Corte Suprema y cae el subsecretario encargado, precisamente, del combate al delito. Son situaciones no vinculadas, ni menos parecidas, pero su coincidencia en el tiempo no puede sino suscitar una sensación de desorden y decadencia. Hace 20 años, el presidente Lagos inventó la expresión “las instituciones funcionan” para bajar el diapasón de algunas crisis específicas. Con ese mismo ánimo, en los sucesos recientes se puede decir que las instituciones han funcionado, pero ¿es así como se quiere que funcionen?
¿Ha mejorado algo la situación institucional del país en comparación con la de hace tres, cuatro, cinco o más años? Hay más ministros, varios miles más de funcionarios públicos, se paga más impuestos, se han promulgado decenas de leyes nuevas y el presupuesto fiscal no ha cesado de crecer. Con todo eso, ¿están mejor las instituciones? Esta pregunta no sería muy relevante si no fuese porque el relato de la historia ha sido el relato del progreso, una “ideología dominante”, según algunos, una “vocación progresista”, según otros. Una generación se esfuerza para que la siguiente viva mejor. La ciudadanía elige autoridades nuevas para que superen lo que ya se ha hecho, y si cambia el signo -lo que se llama “alternancia”- siempre es con la expectativa de que las cosas sean mejores. Por eso fue tan poco estimulante que dos presidentes se repitieran dos veces, rompiendo una tradición que el electorado sostuvo por todo el siglo XX.
No, las instituciones no están mejor. Funcionan, pero como un cacharro. No han respondido a las demandas que algunos (especulativamente) consideran como el motor de las protestas del 2019. Ni tampoco han ayudado a reducir la ansiedad de la ciudadanía por las urgencias que muestran en todos los sondeos de opinión. Están tan mal, que algún optimista sostiene que de aquí en más solo pueden mejorar. Más o menos como la Selección Chilena.
Pero, ¿alguien de las clase política se preocupará de eso? ¿Alguien se liberará de la obsesión por las elecciones? ¿Alguien se dedicará a otra cosa que mirar los resultados del próximo domingo y trazar líneas para las elecciones de noviembre del otro año? Veamos: el subsecretario Manuel Monsalve se vio esta semana obligado a renunciar -el Presidente, que no parece encontrar ninguna ocasión para guardar silencio, dio una versión más confusa sobre esto- y su cargo fue asumido por el ministro de Justicia, Luis Cordero. Como es tan raro que un ministro acepte ser degradado a subsecretario, parece que su nuevo cargo ha venido con la promesa de suceder pronto a Carolina Tohá en Interior, señal a su vez de que ella se alista para probar una candidatura presidencial. Es una coincidencia inescapable: justo los dos ministerios más afectados por estos días raros.
El bacilo del electoralismo como germen de ingobernabilidad no es una exclusividad de Chile. Ha estado enfermando a las democracias en buena parte de Occidente, y hay países de América Latina donde ha encontrado una cómoda convivencia con la corrupción o la incompetencia, como en México o Colombia.
Por supuesto que eso no es ningún consuelo.
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