Columna de Ascanio Cavallo: La zona estúpida
El primer campanazo lo dio la revista británica The Economist, que advirtió, hace algunos días, que por primera vez desde agosto los sondeos electorales han dejado de favorecer a la candidata demócrata Kamala Harris y ya dan la ventaja al republicano Donald Trump, en la recta final de las elecciones del martes 5.
The Economist ha desarrollado un complicado modelo de análisis de encuestas para hacer frente a la endemoniada modalidad de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, en las que triunfa no quien obtenga la mayoría de los votos ciudadanos, sino quien acumule el mayor número de delegados (“votos electorales”) por estado, cada uno de los cuales, además, tiene su propio sistema de elección.
La selección de Kamala Harris como candidata vivió un momento de vacilación luego de la renuncia del presidente Joe Biden, pero rápidamente consiguió alinear a todos los líderes demócratas y estuvo en ascenso desde agosto. Hasta mediados de octubre. The Economist da a Trump una ventaja de 56% de posibilidades contra 46% de Kamala Harris. No es una conclusión solitaria: coinciden la mayoría de las encuestas y los estudios basados en los negocios.
Aun así, se trata solo de posibilidades. La competencia se mueve en márgenes muy estrechos. Un candidato triunfa si reúne 270 votos electorales. Harris tiene 226 asegurados y Trump, 219. Lo que está en disputa son los 94 votos que aportan, en conjunto, los siete “estados pendulares”, donde la identidad partidaria no es nítida. Las encuestas asignan una mayoría holgada a Trump en Arizona, Carolina del Norte y Georgia, y dan ventaja a Harris en Michigan y Nevada. En los dos restantes, Wisconsin y Pennsylvania, Harris tiene un pequeño margen de ventaja, pero muchos analistas creen que podría perderlos a última hora.
Esta es la elección más importante del mundo, no solo por la importancia intrínseca de Estados Unidos, sino porque en toda la era de las superpotencias se ha mantenido como la única democrática. Por eso, una vieja broma decía que todos deberíamos votar para elegir la presidencia de EE.UU.
Solo que esta vez las cosas son algo más críticas. El planeta está al borde de una guerra mundial, con la convergencia de múltiples tensiones que se han acumulado durante este siglo. En su parte más visible, estas tensiones involucran a potencias nucleares: Rusia, en su prolongada campaña para someter a Ucrania; Israel, que viró su enfoque hacia la teocracia de Irán, especializada en el uso de proxies fanatizados (bajo la crispada mirada de otra potencia, Arabia Saudita), y China, cuyo esfuerzo por recuperar Taiwán y asegurar el control de Pacífico sur puede convertir a Oriente en un polvorín de múltiples focos.
Estos conflictos (dos ardientes, uno latente) tienen a todos los involucrados directos a un tris de la catástrofe. Pero no son el origen de los problemas: son solo su expresión contingente, aunque la solución de cualquiera de ellos, violenta o pacífica, alteraría el mapa global.
El mundo no había vivido una incertidumbre mayor desde la crisis de los misiles en 1962 o, quizás, desde las alarmas de proyectiles intercontinentales en 1983. Como aquellos, este es un momento para líderes mayúsculos. Nunca se sabe si, confrontada con la historia, una persona puede cambiar y convertirse de pronto en algo parecido.
El hecho, hasta aquí, es que Trump se ha comportado en estas materias como un estúpido, un hombre que vive en una constante autoafirmación, que privilegia el desplante sobre la persuasión, que siente que su astucia lo hace superior a los demás, un autofanático que ve la política como una extensión de sus concursos televisivos. Trump simpatiza con Putin porque nadie en el mundo les compite en narcisismo. Detesta que Estados Unidos gaste dinero apoyando a otros países (como Ucrania, que justamente se enfrenta a su querido autócrata del Kremlin), con lo que sigue la tradición de aislacionismo del siglo XIX. Odia toda forma de multilateralismo, porque en esos foros a veces hay que confrontar ideas. Y detesta a los burócratas de Washington porque esos burócratas mantienen funcionando la máquina institucional e impiden que la jefatura del estado se convierta en un carrusel de pulsiones.
Trump tiene una popularidad que ha alterado la fisonomía del Partido Republicano. Encarna el rencor de muchos estadounidenses con las confusiones de estos años y tal vez, más profundamente, representa la zona fatua de todos los seres humanos del siglo XXI. El Trump maleducado, prepotente, fanfarrón, mentiroso, autoritario, seguramente es solo una parte de un Trump que tendrá otras caras. Penosamente, es la que ha escogido para ser el hombre más poderoso del mundo, sin que el mundo le importe más que como el soporte de su propia figura. En eso consiste su estupidez: pone en escena las contravirtudes del líder democrático, enseña cómo no ser un demócrata. Nunca conseguirá superar a Ronald Reagan -como lo pretende-, porque en el cateto Reagan siempre brillaba el destello de un servidor de la democracia.
Nadie sabe si Kamala Harris podrá lidiar con el complicado mundo de estos días, pero sí que cuenta con un formidable aparato institucional para apoyarla. Lo que para Harris es un soporte, para Trump es una limitación, una idea que tiene hondas raíces en el libertarianismo estadounidense. Y eso explica que lo que para todo el planeta es una amenaza, en muchos rincones de Estados Unidos sea una luminosa promesa. La única razón para exasperarse por estas decisiones es la mejor de todas: al final, la casa es una sola.
La elección más importante del mundo deja a millones de ciudadanos con la desagradable sensación de que solo pueden ser espectadores de algo que ocurre en otra parte, aunque una noche cualquiera pueda irrumpir violentamente en el dormitorio.
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