Columna de Daniel Matamala: El llamado de la tribu
Demoraron, dudaron o se hicieron de rogar un poco más o un poco menos, pero ya pasó lo que tenía que pasar. A siete días de las elecciones, después del derrumbe de las coaliciones tradicionales, el cuadro político vuelve a ser el de siempre, el que ha dividido a los chilenos desde 1988: al lado derecho, la Coalición del Sí. Al lado izquierdo, la Coalición del No.
La centrífuga electoral barrió con los partidos que habían nacido, precisamente, con la promesa de enterrar la división entre el Sí y el No. A la hora de la verdad, los liberales de Evópoli volvieron a la casa del Sí, y los liberales de Ciudadanos, a la casa del No.
El llamado de la tribu es más fuerte.
En medio de la carrera de Boric y Kast por moderarse, se repite una tesis. Ganará, se dice con el peso de una obviedad, quien capture el centro. Se compara esta elección con la de 1999. Esa vez, Ricardo Lagos empató la primera vuelta con Joaquín Lavín, armó un equipo especial para enfrentar el balotaje ideado por Eugenio Tironi y ganó tras levantar a la centrista Soledad Alvear como rostro principal.
El ejemplo clásico para entender esta dinámica es el de dos vendedores de helados en una playa. Si uno se ubica en un extremo, y el otro, en el centro de la playa, sin duda el segundo venderá más helados: será la opción más cercana tanto para los bañistas que estén en un extremo, como para los ubicados al medio. Su competidor, en cambio, se quedará sólo con los de su propio extremo.
Así, si son inteligentes, ambos heladeros terminarán casi juntos, al centro de la playa, recibiendo a los resignados turistas de los extremos y disputándose a los del medio.
Pero el voto voluntario cuestiona ese paradigma. Si el heladero le queda demasiado lejos, el veraneante se quedará en su toalla en vez de recorrer media playa para buscarlo. Es lo que suele hacer en cada elección la mitad de los ciudadanos chilenos.
Y aquí entran a tallar otras lógicas. Porque la playa tiene múltiples dimensiones: sobre la tradicional línea de izquierda a derecha, en el caso de Chile se cruzan con fuerza tres variables demográficas: Santiago versus regiones, jóvenes versus viejos y mujeres versus hombres, con Boric imponiéndose en las tres primeras, y Kast en las tres segundas. Salvo en el caso del género, son alineamientos que ya se daban en 1988, cuando el No fue más fuerte en Santiago y entre los jóvenes.
El “centro” es una entidad mítica, que desaparece al intentar asirla. “Son puras leseras. Yo nunca hablé del centro”, reconoce Tironi sobre su supuesta campaña al centro en 1999. “No apuntamos al centro, sino a un electorado específico: mujeres de baja educación, sobre 45 años, creyentes”. La “señora Juanita” a la que Lagos le seguiría hablando durante toda su presidencia.
De hecho, Lagos ganó 300 mil votos entre la primera y la segunda vuelta. La suma de los candidatos a su izquierda (Gladys Marín, Tomás Hirsch y Sara Larraín) había sido de 292 mil votos. Los traspasos fueron casi matemáticos: entre las mujeres de Cerro Navia, Lagos creció 22.624 votos (Marín, Hirsch y Larraín habían sacado 22.400). En Lo Espejo, 18.594 versus 18.478. En La Pintana, 17.533 versus 17.417, etcétera.
Más que por el centro, parece que Lagos ganó por la disciplina de los votantes descontentos de la Concertación, que en primera vuelta optaron por candidaturas de izquierda, pero que a la hora de la verdad acataron el llamado de la tribu y volvieron a la Coalición del No.
Con voto voluntario, el centro se vacía aun más. En Estados Unidos, donde el mantra de que “las elecciones se ganan en el centro” predominó por largo tiempo, el punto de quiebre fue la elección de 2004, cuando el estratega Karl Rove logró reelegir a George Bush pese a su baja popularidad entre los moderados.
El énfasis pasó de la persuasión (convencer a los indecisos en el centro) a la motivación (movilizar a los simpatizantes para ir a votar). Para eso, Rove creó mensajes personalizados para cada grupo de su base. A los evangélicos los asustó con la agenda valórica de los demócratas; para los nacionalistas, cuestionó los méritos de su rival, John Kerry, como héroe de guerra; a otros los movilizó para defender la bandera, la posesión de armas o los rezos en las escuelas. En 2008 y 2012, Barack Obama devolvió la apuesta: más que ganar el centro, motivó como nunca antes a grupos reticentes a votar, como los afroamericanos y los jóvenes. Y qué decir de Trump y su campaña radical de 2016, ya hundidos de lleno en el fango de las fake news como herramientas de movilización.
Es una estrategia que hoy se despliega desde la candidatura de Kast, inspirada en los métodos perfeccionados por Trump y Bolsonaro.
Las franjas electorales nos transportan a 1988. Boric, como lo hizo el No, tiene una franja colorida, que apunta a la esperanza, habla en un lenguaje metafórico y busca símbolos abstractos y amables (ayer el arcoíris, hoy el árbol). La de Kast, como la del Sí, apunta a los ángulos más crudos de la realidad (terrorismo, delincuencia, migración, violencia) y tiene un lenguaje más directo y específico. Es el contraste entre el metafórico árbol y la muy concreta zanja.
Pero ojo, eso no significa necesariamente que el resultado de 1988 vaya a repetirse. El miedo puede ser un motivador tan fuerte como la esperanza, y aquí hay dos miedos enfrentados: el anticomunismo contra el antipinochetismo.
El centro está vacío, Chile sigue dividido en dos equipos, y el llamado de la tribu es más fuerte que nunca. La identificación política, vestir la camiseta del Sí o del No, obedece a patrones culturales demasiado profundos como para cambiarlos en una campaña de cuatro semanas. Quien gane no será quien pueda convertir a más fieles del otro bando, sino quien dé a los suyos razones más poderosas para levantarse a votar el próximo domingo.
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