Columna de Daniel Matamala: Llueve en Caracas
La cúpula del PC chileno ha mantenido su inconmovible pleitesía hacia La Habana, aun cuando los jóvenes revolucionarios verde oliva se hayan convertido en ancianos sátrapas. Y a Caracas, aun cuando las promesas socialistas de Hugo Chávez se hayan transformado en la pesadilla de represión y miseria de Nicolás Maduro.
“El pueblo perdió la confianza del gobierno, y sólo a costa de esfuerzos redoblados podrá recuperarla. Pero, ¿no sería más simple para el gobierno disolver al pueblo y elegir a otro?”, se preguntaba en 1953 el dramaturgo Bertolt Brecht, un comunista no militante que veía con desazón la represión del gobierno “popular” de la Alemania Oriental contra ese pueblo que decía representar.
Setenta y un años después, el dictador de Caracas ha decidido disolver al pueblo que votó para sacarlo del poder, y elegir a otro, inventándose un recuento artificial; un país de fantasía en que imaginarias masas chavistas lo han aclamado para seguir en el poder hasta el año 2031.
Es un paso más en la escalada dictatorial que ha incluido el vaciamiento del poder del Congreso opositor, el desmantelamiento de las instituciones judiciales y de control, el arresto de opositores, los crímenes a cargo de paramilitares anónimos, y las sistemáticas violaciones a los derechos humanos reportadas por la ONU.
El fraude ha sido ejecutado con una estupidez irrisoria. El Consejo Nacional Electoral, controlado por el régimen, proclamó a Maduro en menos de 24 horas, manteniendo ocultas las actas de escrutinio y sin entregar datos por municipios ni regiones.
Los porcentajes de votos del primer “cómputo” del régimen son tan exactos, que la probabilidad de que un resultado así pueda darse en la realidad es de cerca de una en 100 millones: 51,20000% para Maduro, 44,20000% para el opositor Edmundo González, y 4,60000% para “otros”.
Más improbable que ganarse el Loto. Todo indica que algún burócrata de pocas luces calculó el número de votos a partir de un porcentaje predefinido, en un involuntario acto de teatro del absurdo.
Mientras las actas de escrutinio rescatadas por la oposición muestran retazos de la realidad, un régimen corrupto y envilecido disuelve a un pueblo incómodo y lo reemplaza por otro, tan complaciente como ficticio.
Maduro vive en una realidad paralela, acusando que los problemas en el recuento se deben a un hackeo informático, a una operación digitada desde Macedonia del Norte, y a un intento de golpe de Estado.
Un pastiche de mentiras y represión imposible de creer. Aunque algunos obstinadamente se empecinen en creerlo (o en hacer como que lo creen).
Desde Caracas, la excandidata a gobernadora metropolitana Karina Oliva posteó, como inobjetable “evidencia” del resultado, una gráfica de la TV oficialista en que los candidatos sumaban 109,2% de los votos.
Un grupo de “observadores” chilenos invitados por el régimen concluyó que el resultado “cumplió con altos estándares de transparencia, fiscalización y auditabilidad”, y que la reelección de Maduro era “la voluntad de los venezolanos, nítidamente aceptada en las urnas”. Entre los firmantes están el diputado Boris Barrera y el excandidato presidencial Eduardo Artés.
En Santiago, el presidente del PC, Lautaro Carmona, explicó que su reconocimiento al triunfo de Maduro “es evidente”. “No tengo otra alternativa, al igual que nadie más, que no sea asumir los resultados entregados por su institucionalidad”, señaló.
En los tiempos de la Vieja República se solía decir que cuando llovía en Moscú, en Chile los comunistas salían a la calle con paraguas. Era una broma sobre la extrema disciplina con que el PC chileno seguía los dictados de la nave madre, sin importar cuántas volteretas retóricas ello significara.
“El Partido Comunista rara vez se ha equivocado en política exterior”, dijo esta semana, a propósito de los hechos en Venezuela, el economista Manuel Riesco. “En todas las coyunturas, incluso las más complejas, ha apoyado con claridad, decisión y amplitud las mejores causas de la humanidad a lo largo de un siglo”.
Entre esas “mejores causas” se cuenta la tiranía estalinista. “Hay que aprender de Stalin /su intensidad serena, /su claridad concreta”, escribía Neruda en su Oda a Stalin.
También el Muro de Berlín y la represión soviética de la Primavera de Praga, en 1968, hitos que hicieron a gran parte de la izquierda europea y latinoamericana cuestionar a Moscú.
Pero el PC chileno no. Y tras la caída de la URSS, ha seguido agasajando con una lealtad de caricatura a otras dictaduras. En 2011 enviaron condolencias por la muerte del sátrapa norcoreano, el “compañero Kim Jong Il”, haciendo votos por la continuidad de su “lucha por la construcción de una próspera sociedad socialista”, una que fue refrendada en las últimas elecciones de Corea del Norte por el 100% de los votantes, con un 99,99% de participación.
Bueno, como ya aprendimos, “no hay otra alternativa” que aceptar “los resultados entregados por su institucionalidad” (a propósito de absurdos, el propio Riesco publicó en 2021 que “nada me contenta más que el avance Talibán reconquistando su propio país”).
La cúpula del PC chileno ha mantenido su inconmovible pleitesía hacia La Habana, aun cuando los jóvenes revolucionarios verde oliva se hayan convertido en ancianos sátrapas. Y a Caracas, aun cuando las promesas socialistas de Hugo Chávez se hayan transformado en la pesadilla de represión y miseria de Nicolás Maduro.
Esta obstinación por sacar el paraguas cuando llueve en Caracas contrasta con la trayectoria en política interna del PC chileno, un partido más que centenario, que ha sido parte de las instituciones democráticas, con senadores, diputados y ministros, y como integrante de cuatro gobiernos constitucionales.
Y que incomoda a un sector relevante del PC, especialmente los más jóvenes, que entienden que este doble discurso, de democracia en casa y de apoyo a autócratas fracasados en el exterior, es insostenible.
“La historia ocurre dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda como farsa”, decía Karl Marx. Sus discípulos chilenos le están dando la razón. Porque apoyar los crímenes de Stalin y Fidel era trágico, pero respaldar las fanfarronadas de payaso del tosco Maduro no es más que una triste y patética farsa.
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