Columna de Gabriel Alemparte: La hipocresía del gobierno frente a la nueva ley antiterrorista

Incendios forestales en La Araucanía.


Desde el retorno a la democracia, Chile siempre sostuvo un debate frente a la conveniencia en la aplicación práctica de la ley antiterrorista. Sus tipos subjetivos, la posibilidad de infundir terror en la población, la hacían compleja de aplicar. Los estándares en materia de derechos humanos y sus dificultades probatorias llegaron al punto de desechar su aplicación, para evitar dejar sin sanción a quienes eran inculpados de delitos por conductas terroristas. Esto suponía un grave problema para Chile, lugar donde el terrorismo hace ya un buen tiempo forma parte de lo que ocurre en La Araucanía y ciertas zonas del Biobío.

El primer gran escollo resultaba y continua resultando de un hecho mucho más ideológico que legal. Al albur de miradas étnicas románticas y falsas, la izquierda radical chilena ha observado siempre que el conflicto armado mapuche -sostenido por pequeños grupos armados con variopintos contactos internacionales- se trataba de una reivindicación territorial y, por ende, se teñía de una cierta “legitimidad” en la acción, que alejaba el uso de todas las herramientas de la ley, o las hacia a lo menos cuestionables. Esta teoría llegó a ser sostenida en la academia por quienes hoy pululan como importantes consejeros o miembros de La Moneda, ministerios y el Tribunal Constitucional. “Wallmapu liberado” y las tesis de grado para hacer del derecho indígena una catedra chic del nuevo derecho woke.

Afortunadamente, vastos sectores de la política desde principios de este siglo y sobre todo tras brutales ataques, como la muerte del matrimonio Luchsinger Mackay o el ataque al Molino Grollmus, entendieron que era hora de llamar a las cosas por su nombre y había una necesidad imperiosa de aplicación de la ley. No se trataba de ideas aventadas por unos cuantos privilegiados lejos de la realidad, estábamos frente a un terrorismo que pugnaba contra el Estado de Derecho democrático y que dejaba víctimas. El gobierno compelido a fuerza de balazos y, por ende, de la realidad con la que se dio de bruces su ministra del Interior, se convirtió en aquél que desde el retorno a la democracia ha gobernado la zona más tiempo bajo estado de excepción, pero así y todo pareciera no entender aun lo que ocurre cuando llega la hora de actuar.

Varios años tardó un acuerdo político para conseguir una Ley Antiterrorista, pese a la oposición labrada de sectores oficialistas del Frente Amplio y el Partido Comunista, que a cada paso de la tramitación parlamentaria, en el silencio que los acostumbra, intentaron frenar una decisión mayoritaria para tener una nueva ley antiterrorista que se adecuara a estándares legales y de debido proceso. Cabe preguntarse, ¿Son esos mismos los que hoy presionan a La Moneda para obviar la ley aprobada?

No fue hasta el triunfo del rechazo al primer texto constitucional, el de la plurinacionalidad, la justicia indígena y las zonas indígenas autónomas, por un aplastante 73,7% en las zonas mapuches, que la política se convenció que las comunidades mapuches querían la paz en su tierra. Tierra que ha perdido inversión, valor y empleo, producto de un pequeño grupo de afiebrados que aún reivindica la violencia en una mezcla que esconde acciones terroristas, robo de maderas y tráfico de estupefacientes, bajo un manto de falso romanticismo étnico.

La semana pasada, finalmente y después de una tramitación que alargó los plazos legales al máximo, se publicó la Ley Nº21.732, promulgada por el Presidente Boric el día 4 de febrero de 2025. Hasta allí todo bien.

Lo curioso es que no trascurrieron 48 horas para que un helicóptero civil que apagaba un incendio “intencionado” (en palabras del subsecretario Luis Cordero) o “una acción terrorista” (contradictoriamente para el gobierno y su actuar en palabras del ministro de Agricultura), fuese atacado a balazos desde tierra, mientras este efectuaba maniobras para extinguir el fuego.

Se trataba del primer hecho para la aplicación de la ley. La misma incluso contempla un tipo penal específico para calificar como conducta terrorista el ataque de una aeronave en vuelo desde tierra. Cuando todos esperábamos la presentación de sendas querellas a través de la nueva ley antiterrorista, el gobierno comenzó con la pantomima para evitar su aplicación. “Hechos deliberados”, dijo calculadamente Cordero, “presentación de querellas” añadió -sin apellidos por cierto- entrando en contradicción con lo que muchos actores señalábamos, incluso su propio ministro de Agricultura. Mientras, entre críticas, la ministra de Seguridad argentina, Patricia Bullrich declaraba los incendios provocados en la Patagonia de ese país, como acciones, sin eufemismos, cometidas por la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) una organización declarada terrorista por la autoridad.

No bastó que a un helicóptero en vuelo se le disparase y se le alcanzase, en la compleja tarea de apagar un incendio, claramente intencionado en Collipulli, (zona cero del conflicto) para que la autoridad hiciese lo que sabíamos haría. Como un guion, el gobierno utilizó todas las artimañas y eufemismos para no usar la expresión terrorismo, dio vueltas sobre sí mismo, y mientras Diario Oficial en mano veía el fruto de lo que tanto había costado en el Congreso, disentía de llamar las cosas por su nombre y dejaba sin aplicación la ley recientemente publicada.

Seamos claros, el gobierno del Presidente Boric vive contra la espada de partidos que lo componen, que siguen sin reconocer que el uso de la violencia terrorista como acción política existe y es válida a su parecer. Ello ha generado víctimas, muertos, heridos y quema de bienes en una zona, donde ya muchos no se atreven siquiera a entrar. Mientras tanto, de manera pusilánime, con voz en ristre el gobierno llenaba su boca para expresar la necesidad de una nueva ley (así lo declamaba a la hora de su promulgación), pero cuando la realidad apremia el silencio glacial de la hipocresía olvida a las víctimas, y lo que es más grave, soslaya la aplicación de la ley, una obligación del gobierno, para no tener que enfrentar a quienes dicen tener un pie en el gobierno y otro en la calle, prefiere torcer la cabeza hacia el lado y tratar estos hechos como simple criminalidad.

Lo anterior, no deja de ser absolutamente indignante, y por cierto, inconstitucional. La ley se dicta para ser aplicada con todo su rigor, y, en el caso, ella no se aplicó de entrada, prefiriendo que la noticia se disipara entre noticias veraniegas y la falta de fiscalización del Congreso. Tal como sostuviera León Tolstoi, “es más fácil hacer leyes que gobernar”, he aquí el mejor ejemplo, en que el gobierno intenta deslizarse por la peligrosa pendiente de evitar aplicar la ley por la vía de interpretaciones torcidas de los hechos, pues hacerlo implica molestar a los partidos oficialistas y a sus propios adherentes, ese 30% que perdona ya cualquier cosa.

No resulta aceptable, que la oposición deje las cosas así. Es tiempo de pedir explicaciones respecto de cuál será el criterio de aplicación de la ley antiterrorista. Ya no hay excusas, ya no valen las condenas internacionales, ni los observadores a la ley, hoy Chile cuenta con una nueva y moderna ley, que sanciona estas conductas, por ende, y parafraseando a Aristóteles: “Es preciso preferir la soberanía de la ley, a la de uno de sus ciudadanos”.

La aplicación de la ley es una obligación y no una acción deletérea, en que la autoridad elige cuando procede y cuando no, dependiendo de sus “intereses”. La obligación de los ciudadanos, más allá de quien escondido tras el tupido bosque de la hipocresía de no llamar terrorismo a lo que es, es la de exigir por todos los medios algo tan obvio y necesario para la vida en sociedad: Que la ley se cumpla y se haga cumplir.

Por Gabriel Alemparte, abogado.

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