Columna de Kateryna Zarembo: Una conversación sobre la muerte y el amor
Por Kateryna Zarembo, escritora, investigadora, voluntaria, médico de combate ucraniana y madre de 4 hijos.
América Latina me atraía desde joven. Soñaba con bailar bachata en Cuba, perderme por las calles de Buenos Aires, visitar a mis amigos colombianos de Bogotá. En la universidad, estudié algo de español e incluso conseguí leer a Vargas Llosa en versión original. Creo que los ucranianos tenemos mucho en común con los habitantes de Latinoamérica: la hospitalidad, la discreción, el gusto por cantar y el buen comer, así como por luchar por el derecho de ser quienes somos.
Lamento que aún no haya podido lanzarme a esta aventura. La guerra rusa contra Ucrania, que dura más de un siglo, entró en una nueva fase cruenta en 2014, cuando Rusia ocupó Crimea y el este del país, y, luego, arremetió contra el resto del territorio de Ucrania con una invasión a gran escala. La agresión rusa cambió la vida de todos los ucranianos, incluida la mía. Ahora, en vez de aprender idiomas, aprendo medicina táctica y viajo principalmente al este y sur del país como voluntaria y médica de combate.
Así pues, escribo esta columna en lugar de viajar a América Latina. Tengo esperanzas de que lo que les voy a contar, en lugar de generarles rechazo, les resuene: a las sociedades que tienen la memoria histórica de haber luchado por su independencia les es más fácil comprender el precio que los demás pagan por la libertad. Quiero contarles sobre el mayor precio que se paga: el precio de la vida.
Ya desde el 2014, pero, sobre todo, desde el comienzo de la invasión a gran escala, la muerte se convirtió en una parte inseparable de nuestro día a día. Antes, la muerte era una parte natural del ciclo de la vida humana para mí: normalmente moría la gente mayor, y, de vez en cuando, también la gente joven, a causa de las enfermedades o accidentes.
Sin embargo, la muerte se hace omnipresente durante la guerra. Te mira desde las redes sociales a través de los rostros de tus conocidos y de personas que, probablemente, te hubieras cruzado por la vida, pero la guerra te lo ha impedido. Se trata de rostros de los militares, aquellos que se unieron a las filas, a menudo, sin siquiera tener formación militar, y, también de rostros de los civiles. Antes, me gustaban las fotos en blanco y negro, pero ahora me aterran.
Te cruzas con la muerte en la calle en forma de los cortejos fúnebres rodeados de las banderas nacionales y los militares uniformados. En esos momentos, los transeúntes se arrodillan con una pierna e inclinan la cabeza para acompañar al defensor o la defensora caída en su último viaje.
Los rituales de duelo se entretejen con las actividades cotidianas: por la mañana, voy a una iglesia para despedirme de mi compañera de filas, y, más tarde, voy a apoyar a mis hijos en un acto escolar ese mismo día. Una actuación en el colegio o cualquier otro acto público comienza con un minuto de silencio en memoria de los caídos.
Antes, la gente que me miraba desde las fotos de los muertos llevaba peinados anticuados, estaban vestidos según la tradición o la moda de otras épocas, con sus rostros pálidos por el pudor ante la cámara. Ahora, las imágenes en las paredes memoriales y en los cementerios se parecen más a un selfie de personas con las que me podría cruzar en la calle, en la universidad o en una cafetería. Tienen mi edad o, a menudo, son más jóvenes que yo. La gente ya no va a los cementerios una vez al año, sino cada fin de semana y traen cosas que les gustaban a sus familiares: las flores, los bombones o las bebidas energéticas. Los cementerios en Ucrania ya no son sólo un lugar donde guardar la memoria de las generaciones anteriores, sino también un lugar donde pasar un rato cerca de sus seres queridos.
Por mucho que intente espantarla, una pregunta rueda por mi cabeza: ¿Quién será el siguiente? Es el miedo a la pérdida de los seres queridos. Es el miedo a la pérdida de los compañeros y compañeras de filas. Es el miedo a mi propia muerte. El diálogo consigo mismo sobre el tema de la muerte consiste en aceptar la posibilidad de que pueda ocurrir, mientras negocias mentalmente: “Aún no. Por favor, aún no”.
La muerte y la mortalidad que Rusia ha vuelto a traer a mi país ha dejado huella incluso en la estadística internacional: ahora, Ucrania lidera el ranking del nivel de mortalidad en el mundo y ocupa la última posición en ranking del nivel de natalidad. Es justamente ésta la razón por la que Ucrania es el lugar del mundo donde más ansias se sienten de vivir: la gente tiene prisa de vivir, porque saben que la vida puede acabar en cualquier instante. Tienen prisa de casarse, terminar de escribir un libro, unirse al Ejército.
Hay algo que es superior a la muerte, el amor. También lo es la esperanza. Y, desde luego, lo es la vida. No tengo duda de que la vida vencerá a la muerte, y el bien derrotará al mal. Desde la distancia, puede parecer que Ucrania lucha sólo por sí misma; sin embargo, “sin quererlo, y por una serie de circunstancias, [lucha] por todo el mundo libre” (cito el verso de la combatiente y poeta, Yaryna Chornohuz). Me gustaría que la mayor parte del mundo libre se pusiera en el lado de la vida en esta contienda.
Y entonces, quizá, podré cumplir mi sueño de viajar a América Latina. Si quieren, les contaré sobre la guerra. Pero es mejor que hable del amor. Y, lo que más querré escuchar es lo que vayan a contar ustedes.
* “Cartas de Ucrania” es un proyecto de la campaña de solidaridad latinoamericana ¡Aguanta Ucrania! en conjunto con PEN Ucrania, UkraineWorld e Instituto Ucraniano.