Columna de María José Naudon: ¿Cuál es el estándar exigible a las autoridades?
Las autoridades, de todo tipo, tienen la obligación de actuar conforme a su rango y al respeto que merecen las personas con las que interactúan. Al reducir nuestras expectativas a que una autoridad, simplemente, no cometa delitos, estamos poniendo la vara peligrosamente baja.
En una democracia, las autoridades no solo ejercen el poder, sino deben hacerlo en representación de la ciudadanía, bajo el mandato de la ley y con un fuerte compromiso con el bien común. No se trata simplemente de individuos con roles específicos dentro de una estructura de poder, sino que constituyen piezas claves en un entramado más amplio de comunicaciones y expectativas que sostienen la legitimidad y estabilidad del sistema. Por eso, cuando una autoridad se comporta de manera inapropiada, su mala conducta no se percibe únicamente como una falla individual, sino como un problema que afecta al todo. Cuando esas expectativas se quiebran, el sistema entra en crisis. Por eso, el estándar de conducta no es opcional ni un lujo, es una exigencia fundamental. Solo así es posible garantizar la estabilidad y la confianza en un sistema social en permanente tensión.
Pensemos en el caso de las fundaciones, que ha puesto en duda la transparencia en el uso de recursos públicos destinados a áreas sensibles como la vivienda social, la educación y la salud, desencadenando una crisis de confianza generalizada hacia este tipo de organizaciones. Las consecuencias son devastadoras, afectando incluso a aquellas instituciones que operan dentro del marco legal, cuya reputación ha quedado ensombrecida por unos pocos casos altamente visibles.
El “Caso Hermosilla” es otro ejemplo paradigmático del deterioro de la confianza en las instituciones. Aquí, el abuso de poder y la sensación de impunidad exacerbada por la influencia política y social del acusado han socavado la idea de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Según varios sondeos un alto porcentaje de chilenos considera que el poder judicial actúa de manera desigual dependiendo de la clase social o el poder económico del acusado y, lo que es peor, cree que no tiene asegurado un proceso judicial justo y sin discriminación.
En relación con la destitución de miembros de la Corte Suprema, estamos ante un problema grave que pone en jaque la independencia del poder judicial, uno de los pilares más importantes del estado de derecho. Casos de corrupción y tráfico de influencias en la designación de jueces, como ha ocurrido en varios países de la región, son señales de alerta que erosionan la confianza en la justicia. Diversos estudios de transparencia judicial han mostrado que la interferencia política en el poder judicial es una de las principales causas de la desconfianza en la justicia en América Latina, y Chile no es la excepción.
El caso de Manuel Monsalve ha sido particularmente polémico debido a la gravedad de las acusaciones y al uso indebido de privilegios. Las expectativas éticas y morales que la sociedad deposita en sus autoridades se ven profundamente traicionadas cuando emergen este tipo de denuncias, especialmente si involucran a figuras políticas de alto perfil. Esto no solo incrementa la desconfianza, sino que refuerza la percepción negativa de que los políticos están desconectados del interés general y actúan para su propio beneficio, lo que refleja una creciente deslegitimación de la política institucional.
Por eso, resulta tan perturbador que nos hayamos acostumbrado a reprochar las conductas de una autoridad solo cuando constituyen delitos. Ante cualquier hecho polémico, la reacción inmediata es buscar si encaja en algún tipo penal, como si solo aquello que es delito pudiera ser cuestionado. El estándar penal es la última ratio, la instancia final de control. Solo interviene cuando todo lo demás ha fallado. Sin embargo, el estándar para quien detenta cualquier clase de poder debe ser mucho más exigente. Las autoridades, de todo tipo, tienen la obligación de actuar conforme a su rango y al respeto que merecen las personas con las que interactúan. Al reducir nuestras expectativas a que una autoridad, simplemente, no cometa delitos, estamos poniendo la vara peligrosamente baja.
Por María José Naudon, decana de la Escuela de Gobierno de la UAI.