Columna de María José Naudon: La democracia en el ring
En este árido paisaje de confrontación, acentuado por dos procesos constitucionales sin consenso transversal, emerge tímidamente un brote. Al margen de las estridencias, diversas voces han optado por justificar sus votos realizando el ejercicio crítico de ponderar, evaluar y decidir.
La dinámica de nuestro país podría resumirse diciendo que cada discrepancia, por mínima que sea, es elevada a categoría de conflicto. El verbo acusador y la adjetivación intensificadora están a la orden del día. “Guerra de palabras”, “Explosiva entrevista”, “Escándalo”, “Enfrentamiento histórico”, “Intercambio de insultos”, “Acusaciones cruzadas”, “Desenmascarado”, “Mintió” o “Revelaciones explosivas” son expresiones que se siembran con soltura. Lo mismo ocurre con los debates o paneles políticos que, con frecuencia, son presentados de manera teatral destacando las discrepancias para construir un conflicto visual y emocional. Esta dinámica no solo impacta la manera en que consumimos información, sino contribuye a potenciar la cultura del argumento confrontacional, donde toda diferencia es una discrepancia insuperable.
Históricamente, las teorías políticas y sociales han entendido el conflicto como un catalizador del cambio, una fuerza que impulsa la evolución de las estructuras sociales y políticas. Sin embargo, lo que estamos presenciando es un giro en la forma de entenderlo. Las nuevas generaciones lo conciben como un elemento esencial para toda transformación y tienden a equipararlo con el disenso. Este último, implica la existencia de desacuerdos, pero no conlleva, necesariamente, hostilidad o confrontación. Quien disiente no moraliza, no considera al otro como su enemigo, ni agota su relación en una oposición activa o confrontacional.
Revisando la historia, resulta evidente que el conflicto y la oposición desempeñan un papel esencial en la evolución de las ideas y en la toma de decisiones, pero también se vuelve innegable su coexistencia e integración con la cooperación y el acuerdo. Hoy, la relación entre ambos se ha desequilibrado peligrosamente y el conflicto se ha convertido en la norma.
¿Cuál es el problema tras este fenómeno? Desde la polis griega la democracia ha estado vinculada con la conversación pública. Como recuerda Mariano Sigman esta es “la fábrica de ideas, es el lugar donde construimos opiniones y creencias, en el que definimos lo que hacemos y lo que no, lo que nos parece bien y mal y en quien depositamos nuestra confianza. (…) La esencia de la polis.” Entonces, cuando la confrontación se convierte en norma, la supremacía retórica eclipsa la esencia del diálogo, la realidad se ve reducida a titulares sensacionalistas y se perpetúa la noción de que solo los extremos merecen atención. Puestos en este escenario, vale la pena preguntarse si este enfoque nos ha llevado a una sociedad más informada y comprometida o, si por el contrario, estamos atrapados en un ciclo interminable de polarización y estancamiento.
¿Es imprescindible concebir cada intercambio de ideas como un campo de batalla?¿Debe la discusión pública estar equipada con argumentos previos para librar una guerra dialéctica, o más bien, debería construirlos en el proceso de fundamentar, de manera sólida, un punto de vista?
La polarización contemporánea se nutre de fuentes diversas. Las redes sociales, con su capacidad para segmentar información y crear burbujas informativas, han contribuido significativamente al aislamiento de perspectivas y al refuerzo de creencias preexistentes. La educación, ha descuidado el pensamiento analítico, la visión sistémica, la ética, la lectura y la empatía entre otros, dejando a las nuevas generaciones con herramientas limitadas para comprender y apreciar la diversidad de opiniones. Asimismo, la prensa, en su búsqueda por captar la atención ha priorizado, a menudo, el sensacionalismo en lugar de la objetividad y el análisis equilibrado. La fragmentación social, como otra arista del problema, ha intensificado la polarización al alimentar la desconfianza y el antagonismo mediante la ignorancia de las experiencias y perspectivas ajenas. Por último, la pérdida de autoridad, tanto en instituciones como en figuras de liderazgo, ha generado un vacío que puede ser llenado por discursos extremos, desinformación e incluso validación de la violencia.
Visto en toda su complejidad, abordar este desequilibrio requiere de una estrategia amplia y un compromiso férreo. La democracia necesita de ciudadanos libres y deliberativos y esto es y será una quimera sin formación crítica, ética, alfabetización digital y liderazgos que ejemplifiquen la cooperación y el compromiso por sobre la oposición constante.
En este árido paisaje de confrontación, acentuado por dos procesos constitucionales sin consenso transversal, emerge tímidamente un brote. Al margen de las estridencias, diversas voces han optado por justificar sus votos realizando el ejercicio crítico de ponderar, evaluar y decidir. Independiente del resultado del ejercicio, aplaudamos el alejarse de la lógica del todo o nada y celebremos el ejercicio intelectual que ello supone.