Columna de Nicolás Eyzaguirre: “Cincuenta años”

Nicolas Eyzaguirre
03 Noviembre 2021 Entrevista a Nicolas Eyzaguirre, Economista, ex ministro de Hacienda. Foto: Andres Perez03 Noviembre 2021 Entrevista a Nicolas Eyzaguirre, Economista, ex ministro de Hacienda. Foto: Andres Perez

"Ojalá aprendiéramos de la evidencia internacional, y de nuestra propia historia, que la clave consiste en combinar el esfuerzo privado, debidamente compensado, con un estado activo que redistribuya oportunidades y promueva la cohesión social".


Hace medio siglo el debate mundial sobre modelos económicos estaba polarizado. A pesar de los cambios estructurales que, tras la segunda guerra, hicieron los países occidentales al capitalismo, con la emergencia de los estados de bienestar -para contrarrestar la polarización que generaba la concentración económica -, la disyuntiva entre capitalismo y socialismo continuaba. No olvidemos que Mitterrand en Francia estatizó parte de la banca y la industria y que el propio Samuelson - destacado economista promercado- aún afirmaba que era posible que la Unión Soviética sobrepasara a los EE. UU.

En América Latina la polarización era aún mayor y muchos países habían derivado en dictaduras. Los sectores de izquierda se dividían entre quienes favorecían derrocar el capitalismo por asalto y quienes creían posible cambiarlo en democracia. Chile inició la segunda vía.

Aun siendo la forma moderada de cambiar el capitalismo, chocaba frontalmente con los intereses de las empresas transnacionales y de los grupos internos con mayor poder económico, que se opusieron con vigor. Pero el trágico fin de esa experiencia requirió la suma de muchos otros grupos afectados por el desborde de las expropiaciones -agitado por quienes no creían en la vía democrática- y el caos macroeconómico -inflación y desabastecimiento- producido por una muy equivocada implementación de las reformas. La vía democrática al socialismo fue derrotada militar, pero también políticamente.

Pero, a nivel internacional, no fue sino hasta los años ochenta, cuando la crisis del petróleo puso fin al modelo industrial sustitutivo, que las economías capitalistas avanzadas mostraron nítidamente su ventaja respecto de los así llamados “socialismos reales”. Se reinventaron, promoviendo la globalización y la revolución digital, y el diseño económico estatal y centralizado colapsó. El capitalismo era superior en su capacidad de innovación, la que descansaba en la iniciativa privada, la protección de los derechos de propiedad y la ampliación de los mercados.

Pero también, como en su génesis, necesitaba convocar de modo inclusivo a miles de emprendedores e innovadores, quienes, en virtud de la libertad económica y la protección de sus derechos, eran la fuerza tras los aumentos de productividad. Y tal convocatoria requería, a esas alturas, la presencia de un estado activo, garantía del acceso general a los bienes sociales básicos, como educación y salud, que son los que generan ese potencial innovador, y el aseguramiento de una vida digna a todos, tal de promover la legitimidad del sistema posibilitando la cohesión social.

La dictadura que emergió en Chile no tomó esas conclusiones a cabalidad. Privilegió sólo la libre empresa y la protección de la propiedad, dejando de lado la promoción de oportunidades para todos. Por el contrario, redujo al mínimo el gasto social, reprivatizó los medios de producción y vendió las empresas del estado de manera opaca y a precio de liquidación, con ventaja para los grupos económicos más poderosos. Más aún, fomentó el irresponsable endeudamiento externo privado, que favoreció predominantemente a los mencionados grupos.

El colapso económico de los ochenta marcaría, en mi opinión, el fin de la dictadura. Con la llegada de la democracia, parecíamos haber encontrado una nueva síntesis. El mayor rol del sector privado, la reestructuración de la propiedad de la tierra y la apertura al comercio internacional, en el contexto de un mundo que se re globalizaba tras el fin del modelo industrial sustitutivo, permitió un acelerado crecimiento por dos décadas. Aunque nunca la derecha aceptó reforzar el financiamiento del estado para ampliar el estado de bienestar y la consiguiente distribución de oportunidades, el elevado crecimiento generaba más empleo y mejores salarios y permitía al estado los recursos financieros para expandir el gasto social y las oportunidades.

Pero este círculo virtuoso terminó con la gran crisis del 2009, cuando la globalización comenzó a dar marcha atrás. El crecimiento se estancó y la conflictividad social y política ha crecido sin cesar. Peor aún, hemos retrocedido cincuenta años con la aspiración de algunos -como en la convención constitucional- de recrear un modelo económico más estatista y de otros -como en el actual consejo constitucional- de revivir un capitalismo sin contrapesos y redistribución de oportunidades como el que fracasara con Pinochet.

Ojalá aprendiéramos de la evidencia internacional, y de nuestra propia historia, que la clave consiste en combinar el esfuerzo privado, debidamente compensado, con un estado activo que redistribuya oportunidades y promueva la cohesión social. No parece ser esa la conclusión mayoritaria de nuestra clase política y corremos el riesgo de un aún mayor desencuentro.

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